Sentado sobre la piedra, apoyado el estremo del arco en la arena, afirmada la mano en el arco y reposando la cabeza en el brazo, el mancebo estuvo mirando fijamente la blanca casita que entre los álamos y los cipreses se veia al otro lado del remanso al rayo de la luna. Ni el mas leve ruido salia de ella; ni en sus galerías ni en sus ajimeces se veia el reflejo de una luz. O aquella casa estaba inhabitada, ó sus moradores, á pesar que era el principio de la noche, se habian entregado ya al reposo. Pero de repente, una voz de mujer, mas dulce que la del ruiseñor que cantaba en la espesura, mas grave que el murmurio del rio, mas suspirante que el gemido de las brisas, cantó poco despues de la llegada del mancebo como para demostrar que todos los habitantes de aquella casa no estaban entregados al sueño. Hé aquí el romance que aquella voz cantó al son de una guzla; romance cuyas palabras llegaron claras, distintas y tentadoras á los oidos del mancebo. Del encantado palacio—de las Perlas soy el genio, y esperando mis amores—envuelta en su encanto duermo. Guárdanme como la joya—del avaro entre el misterio de tenebrosos conjuros—velada en niebla y silencio. Ven, ¡oh, lumbre de mis ojos,—que me abrasas en tu fuego, y para tí mi hermosura—y mis alcázares tengo! Soy virgen y de mi frente—dicen que mata el destello, en dulce encanto de amores—ó en triste penar de celos. Son mis alcázares reales—la maravilla del tiempo, y en motes de amor tu nombre—está en dorados letreros en cintas de azul y grana—escrito en sus aposentos. Regaladas alkatifas—para tu descanso tengo, y velarán blancas gasas—de tus amores el sueño. ¡Ven, esposo de mi vida!—¡Regalado sol que anhelo! ¡Ven! mis alcázares tienen—para tí sombra y silencio, y en ellos con mis amores—luz de mis ojos te espero. El jóven escuchó trasportado este romance, sus ojos se animaron gradualmente, y cuando la voz cesó, se levantó de una manera nerviosa, dejó caer el arco, y estendió sus brazos hácia la blanca casita. —¡Oh! tú quien quiera que seas, esclamó, muger ó hurí, fruto bendito de una muger, ó arcángel del sétimo cielo; héme aquí que es la tercera vez que abandonando á mis guerreros vengo en tu busca: héme aquí ciego sin la luz de tu hermosura, y si no apagas con tu amor la sed de mi corazon, moriré como la triste florecilla á quien faltan los rayos del sol. Apenas habia pronunciado el jóven estas palabras, cuando revoló, viniendo no sabemos de donde, alrededor de su cabeza un enorme buho. Al sentir el ruido de sus alas el mancebo se estremeció: al verlo recogió el arco que habia dejado caer, armó en él una flecha y la asestó al pájaro nocturno; este se precipitó en un largo vuelo sobre la casita blanca, y penetró en ella por el oscuro arco de un ajimez; la flecha disparada por el mancebo penetró por aquel mismo ajimez en la casita. Entonces el jóven creyó oir una carcajada leve, que al parecer salia de la casa; carcajada burlona, intencionada, cruel, en que habia algo de desesperado, algo de insensato. —¡Siempre! esclamó: ¡siempre ese pájaro maldito! ¡en mi torreon de Loja, en las ruinas del templo romano, aquí! ¡y esa carcajada que me hiela la sangre y que me parece una amenaza!... ¡Una amenaza! ¿y por qué? En aquel momento cayó á los pies del jóven, enviada sin duda de la casita, la misma flecha que habia disparado; en las plumas de la flecha se veia enrollado un pergamino. Recogió la flecha el jóven, desató el pergamino, le desenvolvió, le leyó á la luz de la luna, y vió que decia: «Si me amas y vienes por mis amores, encaminate á la gruta que tienes á tus espaldas.»— Bekralbayda[4]. El jóven besó la carta; arrojó otro beso á la casita, puso la flecha en la aljaba, y se dirigió hácia la oscura gruta esclamando: —¡Oh! ¡bendito sea el buho, por quien ha penetrado mi flecha hasta la doncella de la frente pálida! III. LA DAMA BLANCA. Pero cuando el mancebo llegó á la entrada de la gruta, se vió precisado á romper con su yatagan, para abrirse paso, las tupidas zarzas que la cubrian. Despues penetró de una manera resuelta en el oscuro antro. Por algun tiempo descendió en línea recta por una estrecha y resvaladiza rampa: luego se vió obligado á volver y revolver oscurísimas sinuosidades, por una pendiente mayor y mas resvaladiza, y al fin la inclinacion del terreno se hizo tal, que perdió los pies, resvaló y se sintió descender de una manera violenta. Entonces se acordó del buho, de la carcajada, de cien supersticiosas consejas musulmanas: se retiró, é invocó á Dios: hubo un momento en que creyó que el terreno le faltaba, que caia despeñado en un abismo, dió un grito de espanto y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí se encontró en un magnífico lecho de pieles de tigre y respiró una atmósfera impregnada de perfumes: lo primero que vió ante sí fué una alta figura blanca que estaba de pié é inmóvil delante de él á los pies del lecho. Era una muger. Pero una muger hermosísima, irresistible á pesar de que habia pasado de su primera juventud. Sin embargo, y aunque parecia contar mas de treinta años, su semblante blanco, nacarado, pálido, un tanto demacrado, exhalaba de sí tal fuerza de vida, que hacia bendecir á Dios que habia creado una criatura, en la cual parecia haberse estacionado la juventud mas brillante. Sus negros ojos fijos en el príncipe, con una espresion ardiente y melancólica, brillaba con no sabemos qué fuego dulce, concentrado, bajo la sombra de sus negras y convexas pestañas: su boca entreabierta, por la que parecia salir una alma llena de sufrimiento y de dolores en un continuo suspiro, dejaba ver sus voluptuosos labios contraidos por una triste sonrisa y pálidos como sus megillas: por último, sus largos y brillantes cabellos caian en flotantes rizos sobre sus hombros y sobre sus espaldas, y era alta, esbelta, magestuosa, y vestida únicamente con una larga túnica de lana blanca, sujeta en el cuello, de mangas perdidas y suelta enteramente hasta cubrir los pies, ocultando las formas de aquella singular belleza bajo su ancha plegadura. Ni un solo adorno, ni una joya, ni una flor se veia sobre esta muger. En su mano derecha tenia una lámpara de plata. Jamás habia visto el jóven una figura tan hermosa, tan imponente; de aspecto tan sencillo, á un tiempo. La habitacion en que se encontraba era tambien severa y sencilla, pero rica; cuatro paredes labradas de arabescos dorados sobre fondo blanco, y una cúpula de estalácticas, blancas tambien, con filetes de oro: la puerta de arco de herradura estaba cubierta por una cortina blanca de seda y oro, y de seda blanca y oro eran tambien los divanes que orlaban las paredes, y la alfombra que cubria el pavimento. Debemos advertir que en aquellos tiempos entre los moros, el vestir completamente de blanco era una señal de luto, y que se admitia en el luto el oro, como se admite ahora en los negros túmulos de las iglesias y en las lápidas de las tumbas. Esta estraña muger y esta habitacion, produjeron en el jóven el mismo efecto que produciria en nosotros una persona enteramente vestida de negro, en una habitacion enteramente negra tambien con adornos dorados. La impresion de todo esto al volver en sí preocupó al jóven; pero lo que mas le preocupó, cuando de la dama enlutada pasó su vista á la habitacion, fué ver sobre sus armas, que estaban en un divan, un buho enorme que dormia sobre una de sus patas, teniendo escondida la otra entre su plumage. El jóven se incorporó violentamente y fijó una mirada vacilante en la dama enlutada, cuyas negras pupilas estaban fijas en él, destellando en su oscuro foco, una chispa de fuego intenso y opaco. —¡Oh! ¡hermoso! ¡hermoso como su padre! esclamó aquella muger con una voz tan ardiente que el jóven se estremeció. —¿Quién eres tú, que has nombrado á mi padre? esclamó. —¡Yo soy la maga de las humbrías! contestó la enlutada. —¡La maga de las humbrías! esclamó el jóven. —Sí, dijo la dama sonriendo tristemente; yo soy la maga de las humbrías. Hubo un momento de solemne silencio, durante el cual continuaron cruzándose y confundiéndose las miradas de la dama y del jóven, que se sentia arrastrar por un poder desconocido hácia aquella muger. —No, tu no eres maga, la dijo: tu no eres un espíritu maldito: la amargura con que me has contestado me lo prueban, tu eres una muger que sufres y lloras. —Las lágrimas han hervido en mi corazon y se han secado, respondió aquella muger. El jóven se levantó, se acercó á la dama, la tomó una mano que ella no retiró. —¿Por qué quieres engañarme? la dijo con dulzura; en el momento en que abrí los ojos me aterró esta desolacion; el luto que te cubre, el que reviste estas paredes: creí haber cerrado los ojos á la vida; que el puente de Sirat[5] que todos hemos de pasar, se habia abierto para mí, y que me encontraba en las regiones de la eterna sombra: ¡y luego ese buho! —Ese buho es mi compañero. —Ese buho ha revolado tres veces en derredor de mi cabeza cuando me encontraba junto al remanso del rio. —El desdichado sale de noche, vuela, se pierde entre las espesuras, asusta á los murciélagos y se vuelve á dormir. —Ese buho se precipitó en la casa blanca que está al otro lado del remanso, entre los cipreses. —En esa casa le conocen y le aman. —Tras ese buho entró en esa casa por un ajimez una flecha mia. —¡Hé aquí la maldad humana! ¡el hombre destruye por el placer de destruir! ¿Qué daño le habia hecho ese pobre pájaro? —Antes de que te conteste respóndeme á una pregunta: ¿me conoces tú? —No te he visto hasta ahora y sé tu nombre. —¿Por tu ciencia de maga? —Sí, por mi ciencia, dijo la dama repitiendo la estraña sonrisa que le era peculiar. —¿Y quién soy yo? —Tu eres el príncipe Sidy Mohammet-Abd'Allah, hijo y compañero en el mando del poderoso Sultan de Andalucía, Nazar-ebn-Al-Hhamar el magnífico. Y el acento de la dama, al pronunciar el nombre del Sultan de Granada, era amargo y doloroso. —Sí, yo soy; pues bien: voy á decirte ahora por qué me horrorizan los buhos. La dama hizo un leve mohin de impaciencia. —Dicen nuestros viejos que el dia en que nació mi padre, en la fiesta de las buenas hadas, cuando todos los circunstantes estaban alegres y regocijados, un buho entró en la sala y apagó las luces: aquella noche mi abuela murió á consecuencia del alumbramiento. —¡Ah! —Siendo mozo mi padre, salió la primera vez en algara contra cristianos: era de noche: un buho revoló tres veces alrededor de su cabeza, y mi padre fué gravemente herido en el combate. —¿De modo que tu padre, el poderoso sultan Nazar, dijo con profundo acento la dama; el invencible, el fuerte, acabó por estremecerse al nombre solo de una de esas alimañas? —Déjame continuar. Conoció mi padre allá en los años de su juventud una princesa africana (esto me lo ha contado muchas veces con las lágrimas en los ojos) que habia ido á Córdoba á buscar en la ciencia de sus sabios la curacion de una grave dolencia. —¿Y de qué adolecia esa princesa? preguntó con indolencia la dama que conceptuando que la relacion seria larga, puso la lámpara en un nicho calado y se sentó en un divan. —La princesa africana adolecia de tristeza, contestó el príncipe sentándose á los pies del lecho: del mismo mal de que adolezco yo. —Ocupémonos ahora de la dolencia de la princesa, que tiempo tendremos de llegar á la tuya. Continúa. —La princesa, mejor dicho, la sultana[6] Leila-Radhyah[7] habia ido á Córdoba acompañada por uno de los wacires de su padre, Mohamet Al-Mostansir-Billah, rey de Tlencen y servida por un número considerable de hermosas esclavas. —Por lo que veo tu padre el poderoso Nazar tiene harto presente el nombre de esa sultana. ¿Cuándo te refirió tu padre esa historia? —Hace un año, al proclamarme su heredero, y hacerme su partícipe en el gobierno del reino. —Continúa. —Ya te he dicho que la sultana Leila-Radhyah, habia ido desde Tlencen á Córdoba, á buscar alivio á su dolencia: pues bien, la noche antes de que la princesa llegase á las fronteras de Córdoba, un buho entró por la ventana del aposento donde dormia mi padre, batió las alas sobre su cabeza y le despertó. —¿Y qué desgracia aconteció al noble Al-Hhamar? —Mi padre vió huir al buho por la ventana, y se acordó del buho que habia girado en derredor de su cabeza la noche antes de la batalla en que tan peligrosamente le hirieron, y de aquel otro buho que apagó las luces en las fiestas de su nacimiento. Pero lo tuvo á casualidad y sin pensar mas en ello se durmió de nuevo, cuando hé aquí que le despertaron las voces de sus soldados. Levántase mi padre, sale de su aposento y pregunta al primero que encuentra.—Las atalayas de la frontera hacen señal de que los cristianos han entrado por la tierra y la llevan á sangre y fuego: entre las sombras de la noche se ven las llamas de las alkarias incendiadas:—Y el que esto le contesta corre á donde están ya sus compañeros armados.—Mi padre llama á sus esclavos, se arma tambien, reune á sus soldados alrededor de su bandera y parte con ellos de Córdoba el primero, con su valiente taifa de ginetes, en busca del cristiano. —Otros muchos walíes salen tambien de Córdoba con sus gentes armadas, pero mi padre les lleva la delantera y al amanecer encuentra á los cristianos. —¿Y qué desgracia aconteció á tu padre? —Mi padre venció en la primera embestida á los infieles, los puso en fuga y les quitó la presa que habian hecho. Entre la presa iba una doncella mora de maravillosa hermosura. Aquella doncella era la sultana Leila-Radhyah. —¡Ah! ¡era la sultana! —Sí; al llegar á la frontera, la encontraron los cristianos, mataron al wacir del rey de Tlencen, á los esclavos que la acompañaban, y la hicieron cautiva con sus esclavas.—Mi padre mandó que la condujesen en un palanquin á Córdoba, y fué conversando con ella todo el camino.—Era tan hermosa, tan pura y tan resplandeciente como un dia sereno en un valle del Hedjaz.—Mi padre se enamoró de ella... —¿Y ella? —Amó á mi padre. —¡Murió sin duda la desdichada! dijo la dama blanca con una profunda amargura; porque de no, tu padre que es noble y generoso la hubiera hecho su esposa. —No, dijo el príncipe bajando los ojos. —¡La envió sin duda á su padre el rey de Tlencen! —No; mi padre la amaba demasiado para no temer perderla, y mi padre entonces no podia aspirar á que una sultana fuese su esposa.—Nuestra familia es humilde: mis abuelos fueron labradores, y este es el mayor orgullo de mi padre: haber llegado á tan alto habiendo nacido tan bajo.—Mi padre cuando se apoderó de la sultana Leila-Radhyah, era walí; tenia riquezas y una bella casa en Córdoba. —¿Pero qué hizo tu padre de la sultana Leila-Radhyah? —La llevó á su casa. —¡Ah! tu padre dijo: los cristianos se llevaban esta doncella para hacer con ella una ramera: ¿por qué no he de hacerla yo mi esclava? lo que el guerrero encuentra en el campo es suyo. ¡Hizo tu padre bien! Pero continúa: la sultana, por mejor decir, la esclava, debió morir de vergüenza. —No: un año despues de sus amores con mi padre desapareció de su casa, encontróse sangre en su aposento, y mi padre, que la amaba, lloró su pérdida y la llora todavía. —¿Y no te ha contado tu padre mas acerca de la sultana esclava? —No; pero cuando me contó esos amores cuya desgracia anunció sin duda el buho, mi padre lloraba. —¿Y qué otras desgracias le anunció ese buho tan terrible? —Le vió la noche antes de la funesta batalla de Hins-Alacab[8]. Le vió la alborada en que Córdoba cayó en poder de los cristianos: la noche que precedió al dia de la pérdida de Sevilla, le vió tambien, y por último, la misma noche en que murió asesinado por el walí de Almería el desdichado Aben-Hud. —¿Y no ha vuelto á ver tu padre á ese terrible buho? —Sí, hace poco tiempo: precavido ya con las desventuras que le habian acontecido, mi padre llamó á sus sabios y les consultó. —Ese buho te anuncia una nueva desgracia, le dijeron los sabios. —¿Y qué desgracia es esa? —Necesitamos consultar las estrellas para responderte. —Consultadlas, pues, dijo mi padre. Los sabios pasaron tres noches mirando el cielo, y dijeron á mi padre. —Aparta de Granada al príncipe Mohammet Abd'Allah. —¿Y por qué? preguntó mi padre. —Apártale, contestaron los sabios. —¿Pero qué tengo que temer acerca de mi hijo? —Las estrellas nos han dicho que amenazan á tu hijo y á tí lo mismo, grandes desgracias si el príncipe continúa en Granada durante la luna de las flores. Mi padre mandó á los sabios que consultasen de nuevo las estrellas. Pero una, dos y tres veces, las estrellas guardaron un profundo misterio acerca del peligro que nos amenazaba, y solo repitieron que debia yo huir de Granada. Entonces mi padre me envió á Alhama. Yo estaba triste. Mi corazon tenia sed. Mi alma anhelaba un misterio: pasaron para mí los dias sin luz y las noches sin reposo. Yo me sentia morir. En vano mis ginetes lidiaban toros, y justaban y corrian cañas y sortijas: mi enfermedad, mi misteriosa enfermedad crecia: la tristeza me mataba: mis esclavos no lograban arrancarme una sonrisa; ni sus danzas me alhagaban, ni sus cantos me entretenian, ni como otras veces, me adormia en su regazo: hasta me olvidé de la oracion, llevando solo mi cuerpo á la casa de Dios, pero no mi alma. Yo palidecia, yo enlanguidecia. —¡Como la sultana Leila-Radhyah! —Sí; como la sultana. Súpolo mi padre, y vino á Alhama sin que yo lo supiese y preparó grandes fiestas para ver si yo me distraia. En el mismo punto en que mi padre entró en Alhama, segun supe despues, un buho entró en mi retrete y apagó la lámpara. —Veamos la desgracia que te anunciaba ese buho. —Al dia siguiente me sorprendió bajo mis ventanas una inusitada y alegre música de dulzainas, guzlas y atabaljos que tañian en un son concertado. Abrí un ajimez, entró por él un dorado rayo de sol de la mañana. Era el primer sol de la luz de las flores. El jardin parecia reir: parecian reir sus fuentes; parecia que sus flores, y sus árboles, y sus pájaros cantaban todos juntos; y que cantaba el cielo, y que cantaba el sol. Hermosas esclavas danzaban y tañian cuando yo aparecí en el ajimez, entonando un romance de amores en loor mio. Estuve contemplando aquello durante un corto espacio, y luego me separé del ajimez con los ojos llenos de lágrimas. Al volverme encontré delante de mí á mi padre que me miraba con tierno cuidado. —¿Por qué estás abatido mi hermoso leoncillo? me dijo: ¿por qué vierten tus ojos lágrimas y están pálidas tus megillas? —No lo sé, le contesté: mis ojos no tienen luz ni alegría mi alma: la vida me pesa como la losa de una tumba. —¿Amas á alguna muger? si amas, dímelo; y esa muger será tuya, ya sea una humilde labradora ó una poderosa sultana, me dijo. —Ninguna muger entristece mi alma, esclamé arrojándome entre sus brazos. Mi padre procuró alegrarme, me mandó vestir mis mejores galas, montar uno de mis mejores caballos, y así, él á mi lado y seguidos de lo mas resplandeciente de la córte, salimos de los muros, y llegamos á un ameno campo, donde durante aquella noche habia hecho levantar mi padre una plaza de madera cubierta de paños de púrpura y oro. Dentro de aquella plaza debian correrse toros, cañas y sortijas, y las graderías y los estrados estaban henchidos de hermosas damas cubiertas de galas menos resplandecientes que su hermosura. En cuanto entré en la plaza, mis ojos se volvieron como si les hubiese obligado á ello el deseo, á un estrado puesto junto al estrado real, y se fijaron en una muger. Aquella muger estaba, como tú, vestida de blanco; sin joyas como tú, y mas jóven que tú, aunque no mas hermosa. Aquella muger era una doncella como de veinte años, pálida y triste como la luna, y hermosa y magnífica como el sol: tras de ella habia un hombre alto, flaco, viejo, vestido tambien enteramente de blanco, con los ojos relucientes como carbunclos que se fijaban en mí y en mi padre de una manera que me espantaba. Pero la doncella alegraba mi alma con su hermosura, la embriagaba con su mirada, sentia ante ella que una nueva vida me hacia fuerte y poderoso, y me volví á mi padre para decirle:—allí está la hurí que yo amo, la alegría de mi alma, la paz de mi sueño, la vida de mi vida; es necesario que esa muger sea mia, esclava ó sultana, dama ó labradora. Pero cuando miré á mi padre, ví sus ojos fijos, absortos, asombrados, en la doncella. Ví en sus ojos amor, un amor ardiente. Tuve miedo y callé. —¡Ah! ¡tu padre se habia enamorado como tú de la doncella blanca! —Hé ahí, hé ahí la desgracia que me habia anunciado el buho. Las fiestas fueron para mí muy tristes. Mi padre no volvió á preguntarme mas acerca de mi tristeza. Estaba absorto en la contemplacion de la doncella blanca á quien yo no me atrevia á mirar por temor á mi padre. Al dia siguiente mi padre se volvió á Granada. ¿Se habria llevado consigo á su harem á la hermosa doncella? Tuve celos: celos horribles porque eran celos de mi padre. Pregunté á mis wacires, á los alcaides, á los kadis de Alhama, si conocian á una dama enlutada que con un viejo enlutado tambien, habia asistido á las fiestas. El alcaide del alcázar me contestó que un viejo enlutado habia estado hablando mucho tiempo con el rey antes de su partida y que despues no le habian vuelto á ver. Que aquel viejo era forastero y que nadie le conocia en Alhama. ¿A qué preguntar mas? Mi padre habia comprado aquella doncella sin duda, y por su amor se habia olvidado de su hijo. Pero me resigné con la voluntad de Dios. Volvió mi tristeza mas dolorosa, mas desesperada, y volvieron ó mas bien continuaron mis noches sin sueño. Yo veia siempre delante de mí á la doncella blanca, de dia en las nubes, en las flores, en el fondo de las aguas: de noche en la luz de la lámpara, en los ángulos de mi cámara, escondida tras las cortinas de mi lecho: luego cuando el buho entraba y apagaba la luz, en medio de las tinieblas iluminándolas con el resplandor de su hermosura. Yo me volvia loco. Al tercer dia de la partida de mi padre, al entrar en mi cámara de vuelta de un solitario paseo por los jardines, encontré sobre mi divan una gacela enrollada y perfumada en que estaban escritos con elegantes caractéres azules los siguientes versos: La perla de las perlas; la cándida y la pura; el sol de las hermosas; la rosa del Eden; la vírgen de tus sueños; tu sueño de ventura, espera á su adorado cuando á la noche oscura, los trémulos luceros fulgor y sombra dén. Si buscas de sus ojos la fúlgida mirada; si de su aliento quieres la esencia respirar; si es vida de tu vida; si es llama consagrada, alma del alma tuya, que para tí guardada Dios tiene en sus misterios sobre escondido altar; si quieres encontrarla; si anhelas sus amores, ven, príncipe, la noche te brinda con su amor: las márgenes del Darro la guardan entre flores, y en el silencio arrulla su sueño de dolores, trinando en los cipreses, el triste ruiseñor. Detúvose el príncipe, reclinó la cabeza entre sus manos, y exhaló un ardiente suspiro. —¿Era de ella? preguntó la dama. —No lo sé, contestó el príncipe levantando la cabeza: solo sé que tanto leí los versos, que los aprendí de memoria, y luego... ella me llamaba: llamé al alcaide de mi palacio y le dije que durante siete dias no permitiese entrar á nadie en mi cámara.—Luego mandé que me ensillasen un caballo, y salí aquella misma noche de Alhama por un postigo de la alcazaba. La gacela me decia que la doncella blanca moraba entre flores en los cármenes del Darro; aguijé, pues, mi caballo hácia Granada, á la que llegué antes del amanecer, rodeé por el cerro de Al-Bahul, trepé á la falda del cerro del Sol, bajé á la cumbre de la Colina Roja y me oculté con mi caballo en las ruinas del templo romano. Vino el dia; yo veia á lo lejos su luz por entre las grietas de las ruinas: un dia largo como una eternidad, en que la impaciencia me hizo olvidarme de mí mismo hasta el punto de no tocar á las provisiones que llevaba conmigo. Al fin se estinguió la luz y la reemplazó otra mas pálida: salí de las ruinas: era de noche: la luna iluminaba los montes: me arrastré por entre la maleza, para evitar que me viesen los soldados de la atalaya, y ganando la vertiente de la Colina, bajé al lecho del Darro, contra cuya corriente subí: anduve largo espacio: yo miraba á los cármenes; pero no veia cipreses; no escuchaba el trino del ruiseñor, sino á lo lejos y perdido en el silencio de la noche: al fin ví delante de mi un remanso en que brillaba la luz de la luna; al otro lado del remanso y mas allá de un jardin una casita blanca, y tras de ella un bosque de cipreses entre los cuales cantaba un ruiseñor. Allí debia morar la doncella blanca: la hermosura del sitio era digna de su hermosura; su encanto digno de su encanto; su melancólico reposo compañero de su tristeza. Esperé contemplando la casa y el jardin: esperé con el corazon ansioso, pero llegó el alba y nada ví; nada mas que la luna que desapareció: nada oí, nada mas que al ruiseñor que cantaba y que calló cuando los gallos anunciaron la mañana. Me volví á las ruinas del templo mas triste y mas enfermo que nunca. Pasé otro dia mas largo, mas terrible, y volví al remanso del rio; pasé delante de él, y como la noche anterior no ví mas que la luna brillando en las aguas, no oí mas que al ruiseñor cantando entre los cipreses. Al fin, esta noche cuando ya desesperado llamé á la doncella blanca, un buho revoló alrededor de mi cabeza, me aterré, pretendí matarle, el buho se lanzó en la casita blanca, y mi flecha como te he dicho entró tras él. Luego esta misma flecha cayó á mis pies trayendo entre sus plumas esta gacela que me envia á tí. Y el príncipe sacó de entre su faja el pergamino, y le mostró á la dama. —¿Y á pesar de que el buho anunciador de desdichas á tu familia ha revolado alrededor de tu cabeza, quieres ver á Bekralbayda? —¡Oh! ¿aunque me costase la salvacion de mi alma? esclamó el jóven juntando los manos. —¡Tú la amas! —Como el arroyo al rio, como el rio al mar, como las flores á los céfiros, como el dia al sol. —Príncipe, dijo solemnemente la dama: pues lo quieres, ven. Y tomó la lámpara que habia dejado en el nicho, y salió de la cámara guiando al jóven. IV. BEKRALBAYDA. Despues de haber atravesado algunas pequeñas habitaciones en las cuales el príncipe no reparó por efecto de su preocupacion, de haber subido una estrecha escalera y de haber salido por una pequeña casita á un jardin, la dama hizo pasar al príncipe al otro lado del rio por un estrecho puente formado con troncos de árboles. La dama habia dejado su lámpara en la pequeña casa por donde habian salido á la parte alta de la cortadura en cuyo fondo corria el Darro. Solo les alumbraba la fantástica luz de la luna. Vista á su rayo la dama con su larga túnica flotante, con sus negros cabellos sueltos, que agitaban las brisas de la noche, tenia algo de sobrenatural, de estraordinario. Cuando hubieron atravesado el puente rústico, se encontraron en un jardin frondosísimo; las copas de los árboles se unian hasta el punto de no dejar paso á los rayos de la luna; la estrecha calle por donde marchaban estaba cubierta de cesped, y á uno de sus costados corria un arroyo que dejaba oir su melancólico y monótono murmurio; el ruiseñor continuaba cantando. Las parras y las enredaderas, y la madreselva y la yedra, y los jazmines silvestres, cruzándose de árbol en árbol, formaban una magnífica bóveda natural bajo la que solo podian comprenderse el reposo y el amor. La dama y el príncipe adelantaban bajo aquella enramada en medio de una luz opaca y lánguida: la tortuosa senda se hizo al fin recta y ancha: se encontraban á la entrada de una verde sala, ancha, elevada, tapizada de flores y revestida de un oscuro follage en cuyos mil aromas se impregnaba el viento. Al entrar en aquella galería el príncipe se detuvo y dió un paso atrás: su corazon latió violentamente y lanzó una esclamacion ardiente, inarticulada. Al fondo de aquella galería habia visto una sombra blanca iluminada enteramente por la luna que penetraba por un claro de la espesura. —¿Qué sombra es aquella? dijo alentando apenas el príncipe á la dama. —Es Bekralbayda que te espera, contestó la dama. —¡Bekralbayda! ¡ella! ¡esperándome en medio de la noche y del silencio en este lugar de delicias! esclamó el jóven que se sentia morir. Cuando el príncipe se volvió á buscar á su hermosa guia, esta habia desaparecido. Estaba solo. Delante de él, inmóvil, blanca, bajo el rayo de la luna, permanecia Bekralbayda. El ruiseñor cantaba: el arroyo murmuraba; el viento agitaba levemente el follage. El príncipe adelantó hácia Bekralbayda, dudando de sus ojos, de su razon; creyéndose entregado á un sueño. Sin embargo, aquel no era sueño. Llegó al fin junto á ella. La jóven estaba al lado de una fuente. Tenia la cabeza baja, la vista fija en el césped, y el príncipe á pesar de la luna creyó ver teñido de rubor su semblante. —¡Alma de mi alma! esclamó el príncipe contemplándola estasiado. —¡Alma de tu alma! esclamó Bekralbayda levantando sus lucientes ojos negros y posando su mirada sobre el príncipe: ¡alma de tu alma, yo! —¡Oh! ¡sí! desde el dia en que te ví no aliento: desde el dia en que te ví te guardo en mi memoria, como un consuelo y como un infierno: desde el dia en que te ví, lo he olvidado todo para no pensar mas que en tí: no he vivido sino para tí: solo por tí he esperado. —¿Y dónde me has visto, señor? —¡Ah! ¿has olvidado, sultana, el lugar donde te he visto? —Solo una vez, dijo Bekralbayda, he visto damas cubiertas de joyas y galas; caballeros resplandecientes cabalgando en briosos corceles; soldados y banderas; fiesta régia; alegre música, toros y cañas: me habian hablado mucho de ello, habia leido poemas en que se contaban todas estas grandezas, me habian dicho que sería un dia sultana: pero yo no he salido nunca de aquí; ni he visto nunca mas que... Bekralbayda se detuvo. —¿Mas que á quién? dijo con cierto celoso anhelo el príncipe. —Yo no puedo decir quien es la persona á quien veo junto á mí desde mi infancia. —Pero esa persona... —Es un hombre... —¿Un hombre viejo?... —Sí, un anciano. —¿El que te acompañaba en las fiestas de Alhama? —Sí. Tranquilizóse el príncipe. —¿Y no recuerdas haberme visto en las fiestas? —No reparé en nada; aquella magnificencia, aquel esplendor, aquella multitud de damas y caballeros me aturdian. —Pues en esas fiestas te conocí y te amé. —¡Amor! ¿y qué es amar? dijo Bekralbayda. —¡Oh! ¿no sabes lo que es amor? —¡El amor! le he visto en palabras en los poemas: he comprendido que amar es morir. —El amor es la vida cuando el ser que amamos nos ama. —¿Y cuando no somos amados?... —El amor es la muerte. —¡Ah! ¿el amor es muerte y vida? —Escucha: dijo el príncipe asiendo una mano á Bekralbayda y llevándola á un banco de cesped donde se sentaron: el amor es la vida, cuando se satisface: el amor es la muerte cuando se desea sin esperanza. —No te entiendo. —Entonces si no me entiendes, ¿cómo has escrito la gacela en que que llamabas y que me has arrojado con mi flecha? —¡Ah! ¡tu flecha! esclamó estremeciéndose Bekralbayda. —¿Por qué tiemblas alma mia? —¡Tu flecha!... estaba yo reclinada en mi divan: acababa de cantar un antiguo romance de los amores de una hada. —¡Ah! ¿con que ese romance no lo cantabas para mí? —No, hace mucho tiempo que lo sé de memoria, contestó sonriendo Bekralbayda. Sofocó un suspiro de despecho el príncipe. —Acababa de cantar, continuó Bekralbayda, cuando entró precipitadamente por la ventana Abu-al- abu. —¿Y quién es Abu-al-abu? —Es un buho á quien por viejo he puesto yo ese nombre.[9] Tras Abu-al-abu entró una flecha, que cortó la rosa que yo tenia prendida en los cabellos y se clavó detrás de mí en la pared. Estremecióse el príncipe con aquel relato: al querer matar al buho habia cortado con su flecha la corona de flores de la muger de su amor. Los moros eran muy supersticiosos, y tenian una gran sutileza para aplicar una causa á un acontecimiento algo estraordinario: Mohammet Abd-Allah creyó que no habiendo acertado al buho con su flecha, y habiendo estado á punto de matar con ella á Bekralbayda, se esponia á causarla la muerte si mataba no ya á Abu-al-abu, sino cualquier otro buho. Los buhos, pues, se hicieron sagrados para el príncipe. Por nada del mundo hubiera disparado sobre un buho. Pero el amor y la hermosura de Bekralbayda, le habian inspirado una consecuencia sumamente lógica, considerada la cuestion bajo el punto de vista en que su supersticion le habia colocado; la consecuencia era esta: Si habia tal paridad, tal union vital y estraordinaria entre los buhos y Bekralbayda, y siendo los buhos fatales á su familia, Bekralbayda debia serle tambien fatal. Tan cierto es que el hombre no vé mas que lo que quiere ver. Dominóse sin embargo el príncipe, y dijo á la hermosísima Bekralbayda: —¿Y quién arrancó la flecha de la pared? Bajó los ojos Bekralbayda como aquel que no estando acostumbrado á mentir se ruboriza antes de pronunciar una mentira, y contestó: —Yo arranqué la flecha. —¿Y pusiste en ella la gacela? —Sí, yo escribí la gacela, yo la puse en la flecha, yo la arrojé á tus pies. —Y dime... ahora que lo recuerdo: ¿quien se rió dentro de la habitacion donde se refugió el buho? Fijó Bekralbayda sus grandes y candorosos ojos en el príncipe, los bajó y contestó sonriéndose: —El que dió aquella carcajada fué Abu-al-abu. —¿El buho? —Sí; ¿no has leido los poemas de Antar? —Sí. —¿Y en ellos no hablan los animales? —Sí, pero... —Pues bien Abu-al-abu es uno de los animales que hablan como hablaban en tiempos de Antar. Las respuestas de Bekralbayda que mas adelante comprenderemos, asustaban al príncipe. Para él era indudable, que un alma condenada encerrada en el cuerpo de un buho perseguia á su familia. —Y si no conoces el amor, si no me amas ¿cómo en nombre de tu amor me has llamado? ¿te lo aconsejó acaso Abu-al-abu? —Sí. —¿Y fué tambien Abu-al-abu el que llevó tus versos á mi alcazaba de Alhama? Te he llamado para ser tu esclava. —Sí. —¿Pero para qué me has llamado? Bajó los ojos de nuevo Bekralbayda, su rostro se cubrió de un rubor vivísimo, tembló y quiso en vano pronunciar algunas palabras. El príncipe insistió, y entonces ella, levantó el bello y purísimo semblante, miró frente á frente con ansiedad al príncipe y contestó. —Te he llamado para ser tu esclava. Y luego se cubrió el rostro con las manos, y procuró en vano contener su llanto. —Aquí hay un misterio que no comprendo, luz de mis ojos: ¡tú mi esclava! ¡tú, que eres la señora de mi alma! ¡tú, por quién únicamente vivo! ¡tú lloras por mi causa! ¿qué misterio es este, sol de hermosura? ¿qué maldicion pesa sobre nosotros que así te aflije mi presencia? ¿Será acaso que Eblís[10] se ha puesto entre nosotros, encerrado en el cuerpo de Abu-al-abu? Al pronunciar el príncipe estas palabras sonó á alguna distancia de él, á sus espaldas, la misma carcajada acerada, fria, sarcástica, burlona, que habia escuchado antes. Bekralbayda volvió azorada el rostro á donde habia sonado la carcajada, y el príncipe se puso violentamente de pie. —¡Ah! dijo la jóven á media voz, como para sí misma. Ya lo sabia yo. ¡Estaba ahí! —¿Quién estaba ahí? preguntó el príncipe que habia escuchado estas palabras. —Abu-al-abu, contestó la jóven en el mismo tono. —¡Oh! ¡buho maldito! esclamó el príncipe. Entonces resonó otra vez la carcajada pero lejana, muy lejana. Entonces asió con ánsia Bekralbayda las manos del príncipe. —¡Oh! esclamó con acento ardiente y precipitado: ¡estamos un momento solos! ¡quien se rió antes, quien se ha reido ahora: no es el buho, es Yshac-el-Rumi: el viejo que me guarda! —¡Ah! esclamó el príncipe. —El fué quien me llevó á Alhama: él quien me hizo reparar en tí: él quien comprando á uno de tus esclavos, introdujo en tu cámara unos versos; él quien arrancó la flecha; quien puso en ella la gacela... él quien te ha traido aquí. —Pero... —Necesitamos aprovechar el tiempo; yo te amo, te amo, príncipe, como me amas tú; y... La jóven se detuvo, miró entre la espesura á un ajimez de la casita blanca y esclamó con alegría. —¡Estamos libres, enteramente libres! ¡podemos hablar cuanto queramos sin temor de ser escuchados! ¡podemos comprendernos! —No te entiendo. —¿Ves aquel ajimez? —Sí. —¿Ves un hombre que esta apoyado en él, y tras el cual se vé el reflejo de una lámpara? —Sí. —Pues bien, aquel es Yshac-el-Rumi. Dicho esto Bekralbayda respiró libremente como quien descansa de una larga jornada, guardó algun tiempo silencio y luego dijo al príncipe. —Escúchame, te voy á contar una historia. El príncipe escuchó con toda su alma. V. UNA HISTORIA MUY SENCILLA. Una alborada de primavera subió Yshac-el-Rumi, al terrado de su casa. En él encontró un canastillo de palma primorosamente labrado, y cubierto de hermosas flores. De entre las flores salia el vaguido de una criatura al parecer recien nacida. Yshac quitó las flores y encontró debajo una niña vestida de blanco. Pendiente del cuello de la niña se veia un amuleto, y á su lado un pergamino en que estaban escritas estas palabras: «Una sultana la ha dado á luz. Las buenas hadas la han llamado Bekralbayda. »Que ojos humanos no vean su hermosura, porque seria desgraciada y lo serias tú.» Yshac, me sacó del canastillo, llamó á una nodriza y me crió secretamente. Porque aquella niña, como te lo ha dicho mi nombre, era yo. No recuerdo los primeros años de mi infancia. Sin embargo, algunas veces como un sueño lejano, confuso, creo recordar á una muger. Recuerdo tambien confusamente que era muy jóven y muy hermosa. Yshac afirma, sin embargo, que no me vió otra muger que mi nodriza, que era una rústica que nada tenia de hermosa, mientras que la muger que yo creo recordar era hermosísima. Pasaron los años. Este jardin, estos árboles, estas fuentes han visto mi infancia y mi juventud; fuera de ellos yo no habia visto nada, ni persona humana, mas que á Yshac-el-Rumi, que se ocupaba en cultivar mi espíritu. Parecia que viviamos solos. Yo no escuchaba en la casa ruido alguno. Y á pesar de esto bastaba con que yo estuviese durante algun tiempo fuera de mi retrete, oyendo la sabia palabra de Yshac, que me sujetaba todos los dias á muchas horas de estudio, para que al volver viese renovadas las flores en los búcaros, renovado el fuego y los perfumes de los braserillos, limpio y arreglado el lecho. Yshac no se habia separado de mí; luego alguien, á quien yo no sentia, á quien yo no veia, nos acompañaba en la casa. Yo preguntaba á Yshac, pero Yshac callaba. Cuando insistia solia responderme. —Aun no es tiempo. Yo me entristecia al pensar en el misterio que me rodeaba. Porque Yshac me habia enseñado á leer, á escribir, á componer frases valiéndome de las flores, y me habia dado libros en que se hablaba de un mundo que yo no conocia, de un mundo en que habia poderosos y nobles reyes, hermosas sultanas, valientes caballeros, enamorados, damas, fiestas, aventuras, amores. ¡Oh! yo ansiaba conocer todo esto, y cuando espresaba mi deseo á Yshac me decia: —Aun no es tiempo. —¿Pero cuando llegará ese tiempo? le dije cansada ya de tan misteriosa contestacion. —Cuando hayan pasado sobre tu vida veinte años: cuando el amor haya hablado á tu corazon. —¿Y cuándo hablará en mi corazon eso que tú llamas amor? —Aun no es tiempo, me contestaba Yshac. Me resigné al fin y pasé mi vida entre flores y fuentes; entre la armonia del canto de mis ruiseñores y de mi guzla. Yo no conocia á otra persona que á Yshac; no tenia mas amigo que á Abu-al-abu. El viejo buho habia sido mi compañero desde la infancia: en cuanto oscurecia entraba por una ventana ó por un ajimez en la habitacion que yo me encontraba, se posaba sobre mi hombro, ó sobre mis rodillas, ó sobre un almohadon del divan: esponjaba su plumaje, batia levemente las alas, y lanzaba de tiempo en tiempo un ténue silvido; Abu-al-abu queria sin duda decirme algo; pero yo no comprendia su lenguaje. Cuando yo le acariciaba pasando mi mano sobre sus alas, Abu-al-abu se estremecia y repetia sus silvidos mas ténues, mas dulces y esponjaba mas su plumaje y acababa por dormirse. Yo amo á ese pobre viejo; él y mis pájaros y mis flores, son los únicos que tienen para mí demostraciones de afecto; y sonoros cantos y suaves perfumes. Yshac está siempre sombrío, hosco, me mira con sobrecejo, habla conmigo muy pocas palabras, y con mucha frecuencia en medio de la noche, me estremece su risa, esa risa dolorosa y terrible, esa risa de condenado. Pasaba así mi vida; llegó al fin un dia en que me sentí llena de una vida nueva; sentia en mi corazon una ansiedad lenta, dulce, pero que á pesar de su dulzura me atormentaba, cuando leia los hermosos poemas de Antar: cuando leia que un caballero enamorado iba venciendo peligros en busca de una dama encantada, yo me decia: —¿Cuál será el caballero que me saque de mi encanto? Yo quiero que sea blanco como las cándidas rosas de mi jardin; que tenga los ojos negros como el fondo de las grutas del rio; que sea mas gentil que el álamo, mas amoroso que el ruiseñor cuando trina: yo quiero que mi amado sea valiente, leal y buen caballero: yo le quiero ver en el esplendor de su poder y de su juventud. —Y yo preguntaba al buho: —¿Dónde está el amado de mi alma? Y el buho silvaba dolorosamente. Y preguntaba al ruiseñor, y el ruiseñor callaba. Y preguntaba á las flores, y las flores parecia que querian apartarse de mí volviéndose sobre su tallo. Y preguntaba á Yshac, y él me contestaba: —Aun no es tiempo. Y al escuchar estas desconsoladoras respuestas, mis ojos se llenaban de lágrimas y en mi pensamiento despierta, y en mis sueños dormida, veia yo al mancebo de mí amor, mas enamorado, mas valiente, mas generoso, enlazadas mis manos á las suyas, viviendo en su vida. Y—Yo le amo, yo le espero, decia al buho y al ruiseñor y á las fuentes y á las flores. Y todos ellos me contestaban de una manera dolorosa como si hubieran querido decirme: —El amor de tu amado será fatal para tí. Y empecé á ponerme pálida, como los claveles cuando les falta el rayo del sol. Y empezó el sueño á huir de mis noches, y la paz desapareció completamente de mis dias. Todo era triste para mí. El cielo y la tierra: el sol y las nubes: y las flores. Un dia... hace muy poco tiempo, Yshac me dijo: —Ha llegado la hora. —¿La hora de conocer á mi amado? —Sí, me contestó. Al dia siguiente me montó en un asno sencillamente enjaezado y cubierta con un haike, y él detrás, cubierto con su albornoz, me sacó del jardin; seguimos el rio abajo, atravesamos una hermosa ciudad, salimos a una deliciosísima vega y caminamos por ella hácia donde se pone el sol. Aquella noche llegamos á otra ciudad rodeada de fuertes muros y altísimas torres. ¿Qué ciudad es aquella, pregunté á Yshac, que brilla como plata bajo la luz de la luna? —En esa ciudad está el amado de tu alma, me contestó. Y no dijo mas palabra, por mas que le pregunté. Dormimos aquella noche en una casa, junto al rio, cerca de la ciudad. Mejor hubiera dicho que pasamos la noche, porque yo no dormí. En medio de mi vela me sorprendió el ruido de un aleteo. Era Abu-al-abu que entraba por la ventana. El pobre viejo nos habia seguido. Se posó sobre mi hombro y estuvo largo rato silvando á mi oido de una manera lastimosa: luego se precipitó por la ventana y desapareció. Al amanecer, Yshac me hizo montar en el asno y me llevó... al lugar donde te ví. Cuando entramos, él mismo me quitó el haike y quedé con el rostro descubierto. Todos me miraban, damas y caballeros. Todos estrañaban, sin duda mi luto y el de Yshac. Yo miraba á todos los mancebos que pasaban junto á mi ó que estaban á mi lado: ninguno era el de mis sueños, el ser á quien yo amaba sin conocerle. Pero de repente sonó una música poderosa de trompetas y atabales, de dulzainas y añafiles, y entró el rey en la plaza. A la derecha del rey venias tú. Al verte mi corazon se estremeció, fijé en tí mis ojos y ya no los aparté mas. Porque tú eras el hombre de mi amor. Mi corazon me lo dijo. Pero tú me miraste un momento, y luego... apartaste de mí los ojos y no me volviste á mirar mas. En cambio otro hombre me miraba tenazmente. Era el rey. Yo apartaba los ojos del rey, los fijaba en tí y no veia nada de lo que tenia alrededor. Y las fiestas se acabaron y tú desapareciste, y yo quedé ciega y desdichada, con el corazon frio y los ojos llenos de lágrimas. Al dia siguiente Yshac me trajo otra vez al jardin. Al entrar en él me dijo: —Tu amado vendrá y tú serás sultana. Yo te esperaba. Hoy me dijo Yshac: —Tu amado vendrá esta noche: tú saldrás á su encuentro: las flores y las fuentes y las enramadas serán vuestros únicos testigos. Sé su esclava. Yo quise hablar pero Yshac me dijo con fiereza. —El destino lo quiere: la esclava debe esperar á su señor: pero que su señor no sepa la historia de su esclava; porque si la supiera moririas tú y moriria él. Yshac no nos escucha, añadió Bekralbayda: está en aquel ajimez, y yo he podido contarte mi historia, he podido decirle te amo, soy tu esclava; tú eres la sed de mi corazon, el sol de mi vida; te veo, me escuchas y soy feliz. Mientras Bekralbayda habia contado su sencilla historia al príncipe, la luna habia descendido y se habia ocultado al fin: la sombra habia cubierto árboles, fuentes y flores: despues que calló Bekralbayda, no se vió mas que la sombra de Yshac-el-Rumi en el ajimez en que lucia un resplandor opaco, ni se oyó mas que el murmullo de las fuentes y el aleteo de un buho que revolaba entre la enramada. VI. EL REY NAZAR VISTO POR EL LADO HISTÓRICO. Mohammet-ebn-Abd-Allah-ebn-Juzef-ebn-Al-Hhamar-al Nazar[11], el vencedor y el magnífico, sultan de Granada, era un poderoso rey, valiente y justiciero, que habia logrado reunir dentro de los muros de Granada, de la ciudad rival de Damasco, todos los restos dispersos del pueblo moro español, que las conquistas del santo rey Fernando III habian arrojado sucesivamente de Sevilla, de Córdoba, de Ubeda, de Baeza y de Jaen. Granada, pues, habia reconcentrado en una reducida estension de terreno una poblacion inmensa: sus villas se habian ensanchado; la Vega, las vertientes de Sierra Nevada y las Alpujarras, se habian salpicado de aldeas, alquerías y castillos, y la misma Granada habia visto aparecer rápidamente sobre las laderas de sus montes, los barrios del Zenete y del Albaicin, fundados por los fugitivos de Baeza. Granada en un dia de combate arrojaba por sus puertas ochenta mil ginetes, que juntos con los caballeros y gente ligera de la Vega y de las montañas componian un ejército de doscientos mil hombres fuertes y prácticos en la guerra contra el cristiano. Fernando III, por la parte de Castilla y Andalucía, y don Jaime de Aragon por la de Valencia y Murcia, se vieron contenidos por aquella última barrera en que habian concentrado su pujanza los restos vencidos de los moros españoles. Como cabeza de este reino de esta última esperanza de los moros en España, se veia al poderoso Ebn-Al-Hhamar-al-Nazar. Digamos algo de este rey, el primero de la dinastía Nazerita, y fundador de la Alhambra. Al-Hhamar era descendiente de la tribu de los beni-al-Ansari[12], un pariente ó sobrino de un Ansari que acompañó á Mahoma en su fuga de Medina á la Meca, llamado Ebada, habia venido de la Arabia á establecerse en España en los tiempos de la conquista de los árabes sobre la Península. De este Ansari, pues, descendia Al-Hhamar. Pero fuese por las vicisitudes de la fortuna ó por otra causa cualquiera, los padres de Al-Hhamar eran labradores de Arjona, entonces populosa y rica villa de la Andalucía oriental. A pesar de la escasa fortuna de sus padres, Al-Hhamar fué educado ventajosamente. Era de despierto ingenio, y le enviaron á la universidad de Córdoba. Gallardo, galan, fuerte y valiente causaba ya en su mocedad temor á los alentados, y habiendo demostrado aficion al ejercicio de las armas; su padre le dió una bolsa, una lanza y un caballo, le predicó un sermon que duró una hora larga acerca de la generosidad, del valor y demás deberes de un caballero, y le envió á buscar fortuna por el mundo. Fuése á Córdoba con algunas cartas de recomendacion que habia recogido de sus parientes de Arjona y hubo de resignarse, por el momento, no á entrar con un cargo en el ejército, sino á desempeñar algunos oficios administrativos. Al fin, aprovechando las disidencias y las guerras civiles en que habia caido el califato de Córdoba, bajo el gobierno de los emires sucesores de Juzef-Amir Al-Mumenin, sirviendo ya al uno ya al otro, pero atendiendo siempre á la justicia de la causa á cuya defensa se decidia; ganada una y otra victoria, adquirió muy pronto en el ejército el dictado de Al-Nazar[13] que debia dar nombre á la dinastía fundada mas tarde por él. Empezaba á menguar la sangrienta luna de los almoravides[14]; el califato de Córdoba se habia hundido; la guerra civil le despedazaba: los Almohades[15] predicando su doctrina religiosa que los almoravides llamaban herética, habian irrumpido de Africa sobre España, y Lotawak-Aben-Hud, último de los emires almoravides, luchaba con todas sus fuerzas. Al-Hhamar sirvió á Aben-Hud, pero muy pronto volvió las armas contra él: tomó á Jaen por asalto, se apoderó de Arjona, de Guadix, de Baeza, y se hizo proclamar en los pueblos sujetos á su señorío, sultan y altísimo emir de los fieles[16]. Quedóse aislado Aben-Hud. En aquellas circunstancias los reyes de Castilla y de Aragon, don Fernando el Santo y don Jaime el Conquistador, emprendieron á un tiempo su espedicion de conquista sobre los moros, el uno por la parte de Andalucía, el otro por la de Valencia. Sorprendida Córdoba en una lluviosa noche de invierno, por Domingo Muñoz, alcaide de Andujar, vé ocupado su barrio de la Ajarquia[17] sin poder echar de él á los audaces cristianos que se han fortalecido dentro de la ciudad. Avisan á Aben-Hud para que acuda con su ejército, pero ha acudido antes el rey de Castilla. La traicion de un prisionero castellano que Aben-Hud envia á reconocer al ejército enemigo, le hace creer que las fuerzas de este son infinitamente superiores á las suyas, y se retira dejando en libertad á Fernando de estrechar á Córdoba entregada á sí misma. En su retirada encuentra Aben-Hud á un mensagero del emir de Valencia que le pide auxilio contra el rey de Aragon que le estrecha; se decide Aben-Hud á prestárselo, pero en el camino, una noche en el castillo de Almería, es ahogado por el walí Abderraman, que proclama á Al-Hhamar. Huérfana Granada asimismo de emir por la muerte de Aben-Hud, proclama al afortunado caudillo, y encuéntrase por lo tanto Al-Hhamar, rey del estado mas considerable de la dominacion musulmana sobre España, despues del califato de Córdoba. Esta ciudad, Valencia, Murcia y despues Sevilla, han caido en poder de los cristianos, lo que resta á los moros en España, es ya la única y esclusiva monarquia del rey Nazar. Sin embargo, se vió obligado á aliarse con Fernando III, á ayudarle con un cuerpo de caballería á la conquista de Sevilla, á declararse su vasallo rindiéndole pleito homenage y á pagarle un tributo anual. Esto no aconteció sino despues de haberse visto obligado Al-Hhamar á rechazar una entrada de los cristianos, y hacer despues levantar el estrecho sitio que puso sobre Granada el mismo Fernando III[18]. Tal era la historia del rey Nazar. Valiente, sabio, religioso, defendió su reino, fundó en él escuelas y mezquitas, y se dedicó á la proteccion de las artes y de la industria. Sin embargo, este gran rey moraba aun en la antigua casa del Gallo de viento; no tenia un alcázar digno de su grandeza y de su poder; Al-Hhamar-al-Nazar antes que en la suya propia, habia pensado en la felicidad de sus vasallos. VII. EL REY NAZAR VISTO POR EL LADO DE ADENTRO. Habia nacido Al-Hhamar en Arjona, el miércoles 9 de la luna de Xaban[19] del año 591 de la hegira[20]; contaba pues, cuarenta y cinco años en el momento en que le presentamos á nuestros lectores. Era sin embargo, muy hermoso; sus cejas estaban negrísimas y pobladas y en su larga barba bermeja, semejante al oro, no asomaba una sola cana; sus megillas blancas y brotando el color de la salud, no tenian arrugas; sus ojos brillaban con la fuerza de la juventud y tenian el reflejo de la prudencia: la toca blanca que envolvia su cabeza, dejando ver las puntas de oro de su corona, y su largo caftan negro, daban una gran magestad á su aspecto. El rey Nazar era todavía hermoso, y sino era jóven no parecia viejo. Aun podia pensar en el amor. En amores habia sido muy desgraciado Al-Hhamar. Su primera esposa, Zobeya, madre del príncipe Mohammet-ebn-Abd-Allah, habia muerto al dar á luz á este príncipe. La segunda, que no habia sido su esposa, sino su cautiva, su esclava, la princesa Leila-Radhyah, habia desaparecido dejando un rastro de sangre en la casa de Nazar. La tercera, Wadah, era una muger terrible, una africana hermosísima, madre de su segundo hijo el príncipe Juzef, de la cual hacia mucho tiempo que le tenia apartado una repugnancia invencible, una antipatía mortal. Wadah, la soberbia africana, le amaba; y sus celos eran un continuo tormento para Al-Hhamar. Y sin embargo, Wadah no tenia razon alguna para tener celos del rey Nazar. No amaba á ninguna muger. Ni aun pasaba de las puertas de su harem. El rey Nazar hubiera podido pasar por un morabitho[21] á no ser por sus academias con sus sabios y poetas, ó por sus continuas escursiones por sus estados para asegurar con su presencia el amor de sus vasallos y la fidelidad de sus alcaides y walíes. Gozaba Nazar de una profunda paz como rey: en su reino todo florecia: sus ejércitos eran inumerables: tenia satisfecha su ambicion. Pero como hombre estaba en una contínua guerra con un deseo misterioso, con una sed no satisfecha: estaba solo en el mundo: el amor de sus hijos no era bastante para satisfacer aquel deseo. Necesitaba otro amor. La sultana Wadah no podia tampoco satisfacerlo: un contínuo y sombrio disgusto que se veía impreso en su semblante, y su soberbia siempre provocadora, siempre agresiva, la separaban del rey. Y luego habia dos fantasmas ardientes en forma de muger que se levantaban dentro de su alma. Lejano, perdido allá en la inmensidad de los recuerdos el uno; cercano, candente, abrasador, el otro. La una muger era la sultana Leila-Radhyah. Al-Hhamar no habia podido olvidarla. Podia decirse que la sultana Leila-Radhyah habia sido su primer amor. La habia buscado en vano, en vano habia gastado sus tesoros para descubrir su paradero. Una circunstancia terrible le hacia recordar de una manera sombría su pérdida. Durante sus amores con Leila-Radhyah, Al-Hhamar habia contraido con Wadah uno de esos casamientos que se llaman de conveniencia. Wadah era poderosa. Se la atribuia un poder mágico. Ya hemos dicho que los moros son muy dados á la supersticion. Cuando conoció Al-Hhamar á Leila-Radhyah, mejor dicho, cuando se apoderó de ella, era simplemente walí[22]; su cautiva era una doncella de sangre real hija de un poderoso emir de Africa. Al-Hhamar que al verla habia sentido por ella un amor voráz, necesitando de consuelo por la muerte de su esposa Zobeya, madre del príncipe Mahommet, ni se atrevió á devolver la doncella real á su padre, porque esto era perderla, ni á casarse con ella, porque sabia demasiado que el rey de Tlemcen no se avendria á dar por esposa á un simple walí una sultana hija suya. La ocultó, pues, en su casa, gozó sus amores, é hizo feliz durante algun tiempo á la pobre jóven que le amaba y todo lo posponia á su amor. Pero llegó un dia en que Al-Hhamar se casó con Wadah, quedando reducida Leila-Radhyah á la posicion de una concubina, de una esclava que ningun derecho tenia. Poco despues desapareció como hemos dicho Leila-Radhyah, dejando en su aposento sangrientas señales. El rey la creyó muerta y la lloró. Aquella misma noche, Al-Hhamar escuchó en las habitaciones de su esposa, la hermosísima Wadah, terribles gritos, gritos semejantes á rugidos de leona. Cuando entró en aquellas habitaciones, encontró á Wadah medio desnuda, destrenzados los cabellos, delirante, frenética, buscando acá y allá, levantando tapices, asomándose á los ajimeces, mirando al oscuro fondo de los patios y gritando sin intermision: —¡Asesinos! ¡asesinos! ¡asesinos! Wadah mostraba en sus manos un pequeño lienzo cuadrado de seda manchado de sangre. Cuando vió á Al-Hhamar, guardó el paño entre sus ropas descompuestas y lanzó una horrible carcajada. En vano la preguntó Al-Hhamar acerca de sus gritos, de aquel lienzo ensangrentado, de aquel desvarío: Wadah guardó el mas profundo silencio. Al dia siguiente Al-Hhamar supo por los alcaides de su harem, que dos esclavos habian desaparecido. El uno era Leila-Radhyah, el otro un cautivo cristiano. Wadah desde aquella noche no volvió á sonreirse ni á hablar: amaba á Al-Hhamar con delirio, pero le rechazaba con horror; algunas veces en el mismo punto en que se estremecia de placer entre sus brazos le rechazaba gritando: —¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino! Al-Hhamar habia llegado á sentir horror hácia Wadah, y á recordar con mas intensidad á su perdida Leila-Radhyah. La otra muger cuyo recuerdo se levantaba próximo, ardiente, tentador en el alma del rey Nazar era Bekralbayda. Desde tres dias antes que la habia visto en las fiestas de Alhama no habia podido olvidarla. Nunca habia sentido un deseo mas exigente. Aquella niña llenaba su alma, pero sin destruir el amor que sentia hácia Leila-Radhyah. Habia llamado en vano á Yshac-el-Rumi. Yshac le habia contestado: —Aun no es tiempo. —¿Pero de qué familia es esa niña? —No es tiempo, replicaba Yshac. —¿Es libre ó esclava? añadia el rey. Y como si solo se hubiera provisto de una sola respuesta Yshac, repetia: —Aun no es tiempo. Y sin pronunciar otra palabra el sabio se despidió del rey, dejándole envenenada el alma. Por eso el rey se paseaba triste, sombrío, apenado, por una de las estensas y sonoras cámaras de su palacio del Gallo de viento. Por eso de tiempo en tiempo murmuraba exhalando un profundo suspiro: —¡Aun no es tiempo que yo sea feliz! VIII. LA VENTA DE UNA MUGER. Era ya tarde. En medio de su distraccion escuchó el rey Nazar el ruido sonoro de las pisadas de alguno que se acercaba. Entonces compuso su semblante para que nadie pudiese comprender por él lo que pasaba en su alma. Levantóse el tapiz de una puerta, y un esclavo negro magníficamente vestido con un sayo de escarlata y con una argolla de oro al cuello, se prosternó y dijo con voz gutural y respetuosa: —¡Magnífico sultan de los creyentes! un viejo enlutado solicita arrojarse á tus plantas: dice que vá en ello mas de lo que puede pensarse. Al oir el rey Nazar que le buscaba un hombre enlutado, se apresuró á mandarle introducir, lo que en aquella hora no hubiese hecho por nadie, ni aun por sus mismos hijos. Entró en la cámara algun tiempo despues un hombre alto, pálido, enteramente cubierto por un turbante blanco, y por un ancho alquicel, blanco tambien, sin dejar descubierto mas que un semblante huesoso en cuyas profundas órbitas se revolvian dos ojos brillantes como carbunclos. Aquel hombre no se prosternó ante el rey Nazar: por el contrario adelantó hácia él, rígido, enhiesto, sin producir ruido al andar, como un fantasma, y con la mirada candente y fija en el rey Nazar, que retrocedió. —¡No me conoces, Al-Hhamar, el vencedor y el magnífico! dijo deteniéndose á poca distancia del rey. —Tú eres el viejo que acompañaba á la doncella blanca, dijo el rey Nazar sin poder dominar su fascinacion. —Sí, yo soy el astrólogo Yshac, contestó aquel hombre permaneciendo inmóvil en el sitio donde se habia parado. —Tú eres el que me dijiste, cuando yo te ofrecia montañas de oro por la doncella blanca: aun no es tiempo. —Yo soy. —¿Y á qué vienes? —Vengo á venderte á Bekralbayda. —¡A vendérmela! pide cuanto desees, cuanto quieras. —Yo no quiero dinero. —¿Qué quieres pues? —Dos cosas solas. —Habla. —Quiero que Bekralbayda sea doncella de tu esposa. —¡Ah! ¡poner junto á la terrible Wadah, á ese arcángel del sétimo cielo! ¿Sabes tú quién es Wadah? —Soy astrólogo y mago: lo sé. Tembló imperceptiblemente el rey Nazar. Ni uno ni otro se habian movido del sitio donde se habian parado. Vistos á cierta distancia parecian dos sombras; la una blanca, y la otra negra, que no se atrevian á unirse, que se rechazaban. —¿Sabes que la sultana Wadah está loca? —Lo sé. Por un cambio natural en la disposicion del ánimo del rey, preguntó con ansia á Yshac. —¿Sabes por qué causa está loca la sultana? —Sí. —Dímelo. —Aun no es tiempo. El rey se estremeció de nuevo. —¿Y sabiendo que está loca la sultana quieres poner á su lado á Bekralbayda? —Sí. —¿Pero cómo pueden satisfacerse mis amores estando Bekralbayda al lado de la sultana? —Ese es negocio tuyo. —¿Y qué mas quieres para entregarme esa doncella aunque sea de ese modo? —Ser tu astrólogo: vivir en tu alcázar. —¡Y nada mas pides! esclamó con asombro el rey Nazar. —Nada mas quiero, contestó con voz cavernosa el astrólogo. —Puedes traer mañana á Bekralbayda al alcázar. —Pues bien; mañana la traeré. A Dios. Y salió tan silenciosamente como habia entrado, dejando fascinado y mudo al rey Nazar. IX. DE CÓMO EL PRÍNCIPE MOHAMMET ESTUVO Á PUNTO DE SER AHORCADO POR LADRON. Bekralbayda era feliz. Es verdad que aun no sabia el nombre de sus padres, pero sabia el de su amado. Las sombras y el silencio habian protegido el delirio de sus amores con el príncipe. El príncipe, por su parte no podia ser tampoco mas feliz: la muger de su amor era suya en cuerpo y en alma. Los dos amantes se habian separado antes del amanecer, dándose cita para la noche siguiente. Yshac-el-Rumi habia pasado la noche en vela, inmóvil, apoyado en el alfeizar del ajimez. La dama blanca habia dado salida al príncipe por el portillo de una cerca. Bekralbayda, embellecida por un nuevo encanto, se habia dirigido á su retrete, se habia arrojado en su lecho y habia dormido un sueño de amores. El príncipe se habia encaminado á la Colina Roja, y se habia ocultado en las ruinas del templo de Diana. Pero antes de entrar en ellas, habia arrojado una mirada al frontero Albaicin á la casa del Gallo de viento, y habia esclamado al ver el reflejo de una luz en un ajimez del retrete del rey Nazar: —¿Porqué velará á estas horas mi padre? Pasó el dia: un diáfano y radiante dia de primavera. Llegó la noche. Una noche serena, lánguida, tranquila, sin luna, pero dulce y misteriosamente alumbrada por los luceros. El príncipe salió de las ruinas del templo, bajó á la márgen del rio y se encaminó á la casita blanca del remanso. A la casita donde, sin duda, impaciente y estremecida de amor como él, le esperaba Bekralbayda. Pero esperó una hora y nada interrumpió el silencio y la soledad de aquellos lugares. Pasó aun mas tiempo y nadie vino á llevar al príncipe junto á su amor. Encaminóse á la oscura gruta y penetró en ella, pero en vano procuró dar con la pendiente entrada por donde habia resvalado la noche antes, y que le habia llevado al palacio de la dama blanca. Por todas partes, en todas direcciones, encontraba la roca tajada, áspera, húmeda y nada mas. —¿Me habré engañado? se preguntó. Y volvió á salir. Pero aquella era la estrecha grieta cubierta de maleza por donde habia penetrado la noche anterior. Para confirmarle en ello estaban allí las ramas que habia cortado con su yatagan para abrirse paso. Sin embargo, aunque penetró una y otra vez, solo halló una estrecha escavacion en la roca, en la cual no habia ninguna abertura. Desesperado, abandonó aquel lugar y subió á las cortaduras del rio y rodeó por los cármenes, buscando el postigo por donde le habia dado salida la dama blanca. Pero no halló la cerca. En cambio se perdió en un laberinto de enramadas, que se intrincaban mas á medida que el príncipe se revolvia mas en ellas. Llegó un punto en que quiso salir y no pudo. No encontraba la salida, ni aun lograba dar con el rio cuya corriente le habia guiado. —¿Habrá aquí algun encantamento? dijo. Y apenas habia hecho esta esclamacion, cuando oyó un ronco ladrido, y poco despues se vió acometido por un enorme perro campestre y por una ronda de labradores armados de chuzos, uno de los cuales llevaba una linterna. Cuando esto acontecia habia pasado ya largo tiempo. Era la media noche. —Hé aquí el ladron de nuestras hortalizas... —El talador de nuestras flores. —El caballero que se divierte en matar nuestros perros y seducir nuestras hijas, esclamaron en coro aquellos hombres, con gran sorpresa del admirado príncipe. La verdad del caso era, que como aquellos honrados labriegos tenian mugeres y parientas hermosas, algunos jóvenes caballeros habian dado en la flor de ir á meterse en vedado por aquellos frondosos cármenes, pisando las flores que encontraban á su paso, pero con la cautela y la malicia del ladron, favorecidos por alguna de las flores pisadas, y el príncipe Mohammet pagaba sin culpa las culpas de otros. —¿Qué decis de vuestras flores y de vuestras hijas? dijo el príncipe: yo no vengo ni por las unas ni por las otras: me hé perdido en vuestros cármenes y os ruego que me saqueis de ellos. —¿Qué te saquemos? pues ya se vé que te sacaremos: esclamaron los rústicos, pero será para llevarte preso al rey que nos hará justicia. Estremecióse el príncipe. —Vosotros no hareis eso, dijo, cuando sepais quién soy yo. —Seas quien fueres, por ladron te tenemos ¿no has pasado nuestros términos de noche sin nuestra licencia? —Yo no he encontrado cerca alguna. —Tu has escalado la cerca: por lo mismo morirás ahorcado. En efecto el príncipe habia saltado una pequeña tapia. —¿Y para qué queremos llevarle al rey? dijo otro: nosotros podemos ahorcarle, ¿acaso no es un ladron armado? ¿no sabeis que el que coje á un ladron armado puede ahorcarle allí donde le pille? —Pero yo no he hecho resistencia: esclamó el príncipe. —¿Y quién sabe si la has hecho ó no? ¿lo dirás tú despues de muerto? —Si vosotros me ahorcárais, mi padre os descuartizaria vivos, contestó con altivez el príncipe. —Es que nosotros tenemos un padre que nos defenderá del tuyo por poderoso que sea: porque nuestro padre es el poderoso y justiciero rey Nazar. —Pues bien de rodillas ante su hijo el príncipe Mohammet, dijo con altivez el jóven. —¿Tú el príncipe Mohammet, el valiente y virtuoso hijo del rey Nazar? dijeron los rústicos: no puede ser; ¿qué tiene que buscar nuestro buen príncipe por estos sitios y á estas horas? —Es un mal caballero que miente por salvarse. —Un burlador de la justicia del rey y de nuestra honra. —Un libertino. —Un infame. —Ahorquémosle. —No; casémosle con la muger que vendrá á buscar y que sin duda es hija de uno de nosotros. —Yo no conozco á vuestras hijas: os repito que soy el príncipe Mohammet. —Pues bien; te llevaremos al rey, y el rey dirá si eres príncipe ó no. Y arremetiendo á él, y sin que el príncipe pudiera valerse, le arrastraron consigo, le llevaron al otro lado del rio, y por el camino y la puerta de Guadix le metieron en el Albaicin. X. LA TORRE DEL GALLO DE VIENTO. Aun velaba el rey la misma noche en que habia dado audiencia á Yshac, cuando un esclavo, el mismo que le habia anunciado la llegada del astrólogo, le anunció que unos labradores traian preso al príncipe Mohammet. Porque el príncipe habia sido reconocido en el alcázar, y se habia detenido á los labradores, que estaban aterrados por su torpeza en haber preso al príncipe. Nublóse el semblante de Al-Hhamar. Era el primer disgusto que le daba su hijo. Mandó que introdujesen al príncipe y los labradores. El príncipe se presentó confuso. Los labradores aterrados se arrojaron á los pies del rey Nazar. —Perdon, señor, perdon, esclamaron: nosotros no conocíamos al esclarecido príncipe, tu hijo. —El nos dijo quien era. —Pero nosotros no le creimos. —Porque los caballeros de Granada se entran de noche en nuestros cármenes. —Y nos roban las flores... —Las flores de nuestra alma. —Nuestras esposas y nuestras hijas. —Y creimos que el príncipe fuera uno de estos ladrones. —Porque le encontramos dentro de nuestros cármenes. —Que están cercados. —Que están guardados. —Nosotros no sabiamos que era el príncipe. Impuso el rey Nazar silencio á los labradores, que hablaban á un tiempo y en coro, impulsados por el miedo, y preguntó á su hijo: —¿Es cierto lo que estos dicen? —Me han encontrado en los cármenes, señor, contestó el jóven. —¿De noche y armado? —Si señor. —¡Idos! dijo el rey á los labradores. Estos no esperaron á que el rey repitiese su mandato, y salieron en tropel como una jauria espantada, no sin sufrir algunos latigazos de los esclavos y de los soldados en su tránsito por el alcázar. El rey Nazar se habia quedado solo con el príncipe, y le miraba ceñudo. —¿No estabas en mi castillo real de Alhama? dijo al fin Al-Hhamar. —Si señor, constestó el príncipe. —¿No te habia mandado que no vinieses á Granada? —Si señor. —¿Por qué has venido? ¿qué causa grave tienes que alegar en tu disculpa? El príncipe sabia que su padre estaba enamorado de Bekralbayda, y no se atrevió á confesar la verdad. —Tu hijo no tiene disculpa ninguna, poderoso sultan de los creyentes, contestó. —Si uno de tus walíes abandonase un gobierno que tú le hubieses encomendado, si su gobierno estuviese en la frontera enemiga, ¿qué harias? —Mandaria cortar la cabeza al walí, contestó con mesura, pero con firmeza el príncipe. —¿Porque el walí habria sido traidor y rebelde? —Si señor. —¿Tú eres príncipe: tú eres mi compañero en el mando? tú eres casi el sultan de Granada: tu culpa por lo mismo es mayor. ¿A qué has venido á Granada? —Estaba triste en Alhama. —¿Y tienes aquí tu alegría? —Si señor. —¿Y... tu alegría cómo se llama? —Mi alegría no tiene nombre. —¿Pero por qué has venido á Granada desobedeciéndome? ¿por qué has abandonado mi estandarte en la frontera? —Por respirar las auras de la noche en los cármenes del Darro. —¡Oh! yo sabré tu secreto, dijo el rey. Y llamando á dos de los mas ancianos y prudentes de sus wazires[23] les mandó que encerrasen al príncipe en lo mas alto de la torre del Gallo de viento. Esta antiquísima torre, cuadrada, alta, maciza, en la cual no se veia mas que estrechas saeteras y una ventana en cada frente, junto á las almenas, estaba largo tiempo hacia inhabitada y protegida por el terror supersticioso que inspiraba. Decíase que habitaba en ella el alma del rey Aben-Habuz el sabio. Esta torre estaba situada en el centro de un patio del palacio á que daba nombre, y en su parte inferior no tenia puerta. Entrábase en ella por su altura media, por un pasadizo cubierto, en forma de puente que la unia con uno de los lados del patio. Aquel pasadizo tenia una puerta de hierro macizo y mohoso, cuyos cerrojos y candados era fama que no se habian abierto en centenares de años. Despues de aquel pasadizo y en el corazon de la torre, que parecia maciza tambien, se retorcia una estrecha escalera de caracol, iluminada apenas por la escasa claridad que penetraba cansada por estrechas y profundísimas saeteras, y en lo mas alto de la torre terminaba la escalera, en una cámara de ocho pies en cuadro, baja de bóveda y envejecida mas que por el tiempo por el humo de un hornillo que se veia como escondido en uno de los rincones. En esta cámara á nivel del pavimento resquebrajado y sucio, una compuerta de hierro cerraba la escalera, y cuatro ventanas semicirculares se abrian en direccion á los cuatro puntos cardinales. Además del centro ó clave de la bóveda descendia hasta la parte media de la altura de la cámara un eje de hierro, del que estaba suspendido un pequeño ginete de hierro tambien, con el caballo en actitud de correr y con la lanza baja. Aquel eje se volvia obedeciendo á la veleta de la parte superior, y la punta de la lanza del caballero señalaba á la parte donde iba el viento. Contábanse de esta torre cosas estupendas: decian que algunas noches se veia por sus altísimas ventanas un resplandor rojo como de infierno, y por entre sus almenas un humo luminoso: y de lo que mas se hablaba, era de un buho enormísimo, tan grande como la mas grande águila que anidaba junto á las almenas; y á propósito del resplandor, y del humo, y del buho, se contaban tales cosas, que bastaban para aterrar á los muchachos y hacerlos callar cuando se obstinaban en el llanto, para lo que tambien bastaba nombrar simplemente el alma de Aben-Habuz, fundador de la torre y del palacio que tenia á sus pies. Por una coincidencia singular, el patio en que esta torre se levantaba, era el mas alegre y bello del palacio: esbeltas columnitas sostenian sus galerías, flores, fuentes y estanques se veian en su terreno, y en él vagaban las hermosas esclavas de la servidumbre de la sultana Wadah. Porque en aquel patio estaban las habitaciones de la esposa del rey Nazar. Veíase, además desde las ventanas de la torre toda Granada, la Vega, las sierras hasta los distantes confines: en una palabra, aquella torre era una escelente atalaya. Los wazires condujeron hasta allí con un profundo respeto al príncipe, y este, que al asomarse á una ventana habia visto la Colina Roja, dijo á los wazires: —Ahí, en el cercano monte, en las ruinas del templo romano, está mi caballo: no es justo que dejemos perecer á nuestro compañero de batalla; haced que le vayan á buscar. Los wazires se inclinaron profundamente, y salieron dejando solo al príncipe, que á los primeros rayos del sol de la mañana se puso á contemplar desde su altura el estrecho valle por donde el Darro atravesaba á Granada. Porque en las márgenes del Darro, moraba su vida y la mitad de su alma: Bekralbayda. XI. DE CÓMO EL REY NAZAR COMPRENDIÓ QUE NO PODIA SER FELIZ. Al-Hhamar habia quedado profundamente triste. A la tristeza por sus amores, se unia la que le causaba la rebeldía de su hijo. Porque su hijo (sus ojos de padre se lo habian dicho) guardaba dentro de su alma un secreto. ¿Y qué secreto era este que no queria revelar á su padre? Y mientras el rey Nazar se deshacia en conjeturas, la solucion del secreto entraba en su palacio con el caballo del príncipe, que los wazires habian ido á recojer en persona á la Colina Roja. Uno de los wazires se presentó al rey. Llevaba en las manos unas pequeñas pero pesadas alforjas de seda, bordadas, en cuyas bolsas se contenia sin duda dinero. —Esto hemos encontrado sobre el caballo del príncipe, señor, dijo el wazir presentando las alforjas á Al-Hhamar. El rey puso las alforjas sobre el divan y despidió al wazir. Apenas se vió solo examinó con una impaciencia febril las dos bolsas de las alforjas; por su contenido esperaba deducir el objeto de la secreta venida del príncipe á Granada. Pero solo encontró una razonable cantidad de dirahmes[24] de plata, lo que bastaba para un caballero, pero que era insuficiente para pagar una rebeldia: además encontró un pequeño envoltorio de seda. Dentro de él halló dos cartas y un rizo do cabellos negros, sedosos, brillantes, largos, pesados, que exhalaban un delicioso perfume. —¡Ha venido á Granada por una muger! ¡ama! ¿pero quién es esa muger? ruin debe ser cuando me la recata: estas cartas me lo dirán: Abrió la primera que estaba escrita en verso y decia así: «La perla de las perlas, la cándida y la pura...» Era en fin la carta que el príncipe habia encontrado en su retrete en Alhama, la que le habia servido de medio para encontrar á Bekralbayda. La segunda carta mas esplícita, era la que habia sido enviada al príncipe en su misma flecha desde la casita blanca. Al leer el nombre de Bekralbayda que firmaba esta carta, el rey se sintió herido en el corazon. —¡Con que se aman! esclamó: y acaso, acaso... sí... indudablemente: esta carta es una cita: y luego este rizo de cabellos... El rey quedó profundamente pensativo, y se puso á pasear á largos pasos á lo largo de su cámara. —Pero ellos no han podido conocerse, no han podido verse sino consintiéndolo ese viejo enlutado, ese Yshac-el Rumi, ese hombre estraño que me hace temblar. Pero si ese miserable sabe que mi hijo y Bekralbayda son amantes, ¿por qué me vende esa muger? ¡y con tan estrañas condiciones! no me ha pedido oro... únicamente que Bekralbayda esté al lado de la sultana Wadah, de esa terrible loca, y estar él á mi lado, ser mi astrólogo: ¡oh poderoso señor de Ismael! ¡tú dador de la ciencia! ¡tú misericordioso! aquí hay un misterio que no alcanzo á esplicarme: ¡ilumíname tú, señor, tú que amparas á los que en tí creen!... ¡ábreme camino, porque yo me siento cegar! Y el rey siguió en su paseo, con la mirada escandecida, el aliento ardiente y entrecortado, las megillas pálidas, el paso incierto. Luchaba dentro de sí de una manera espantosa. —¡Oh? dijo al fin: Dios castiga en mí algun pecado de mi raza: yo no puedo ser feliz. Y siguió paseando. —¿Y por qué no? dijo de repente: ¿quién sabe? acaso... El rey volvió á su paseo. Anunciáronle que un viejo y una dama enlutados querian hablarle. El rey Nazar hizo un movimiento semejante al de quien despierta de un sueño al impulso de una mano estraña; tomó un pergamino y escribió en él durante un breve espacio: luego dobló el pergamino y le selló. —Que entren el viejo y la muger, dijo. Poco despues entró Yshac-el-Rumi llevando de la mano y sin velo á Bekralbayda que inclinaba ruborosa la cabeza. Entrambos se prosternaron ante el rey Nazar que los alzó. —¿Sabes á lo que vienes á mi palacio? le preguntó Al-Hhamar. —Sé que me han vendido al poderoso sultan de Granada, dijo con acento trémulo Bekralbayda. —¿Pero no te han dicho que el sultan Nazar que te ama, quiere tu amor y no tu sumision? Bekralbayda calló. —Vas á servir á la poderosa sultana Wadah: está enferma: procura aliviar con tus consuelos sus dolencias: en cuanto á mí en ocasion mejor te diré cuánto eres grata á mis ojos. Entre tanto pon aquí tu nombre. El rey la presentó el pergamino que habia escrito y sellado poco antes. —¿Y qué es esto, señor? dijo con recelo Yshac-el-Rumi. —Aquí, salva la voluntad de Dios, está decretado invariablemente el destino de Bekralbayda. Sellado con mi sello, signado con su nombre, nadie abrirá ese pergamino hasta que ella misma le abra. Y llamando el rey á sus esclavos les mandó que llevasen á Bekralbayda á las habitaciones de su esposa. Yshac-el-Rumi se quedó entre los sabios y astrólogos que vivian en el palacio del rey. XII. EL PALACIO DE RUBIES. Habian pasado muchos dias. El rey habia tenido muchas entrevistas con Bekralbayda. El príncipe continuaba preso. Yshac-el-Rumi empezaba por su ciencia á privar con el rey. Ninguno mejor que él descifraba los sueños del rey, ni respondia mejor á sus dudas. El rey Nazar empalidecia. Comprendíase que minaba algo su existencia. Sus ojos empezaban á tener cierto brillo fosforescente como los de la sultana Wadah. Dormia poco, y aun así de una manera inquieta. En medio de sus sueños, quien hubiera estado cerca de él, le hubiera oido pronunciar el nombre de su hijo y de Bekralbayda. Una noche el rey velaba. Tenia junto á sí en una pequeña mesa un cuadrante y un pergamino estendido. El rey marcaba con tinta roja sobre el pergamino líneas y compartimientos, los media con un compás, y volvia á meditar y á marcar líneas y puntos y á tomar medidas. Quien le hubiera visto entonces, no le hubiera creido el sultan de Granada, el poderoso Nazar, sino un alarife[25] que se ocupaba en formar el plano de un palacio. El rey se ocupaba profundamente de su trabajo. Pero de repente le interrumpió un ruido inesperado. El batir de las alas de un pájaro. El rey Nazar se estremeció y miró. Vió un enorme buho que revolaba en su cámara. El rey Nazar se puso mortalmente pálido, y se levantó en busca de su arco. Pero el buho estrechó su vuelo sobre la mesa, apagó la lámpara y escapó por la ventana. Entonces resonó á alguna distancia una carcajada hueca. El rey Nazar dió voces: entraron sus esclavos con luces. El rey Nazar hizo que encendiesen la lámpara, que cerrasen las celosías de los ajimeces y las puertas, y que trajesen al momento al astrólogo Yshac-el-Rumi. Poco despues el viejo estaba delante del rey Nazar y á solas con él. —Siéntate, le dijo el rey. El astrólogo se sentó con la misma altivez que si hubiera sido otro rey. —¿Sabes lo que me sucede? le dijo. —Yo lo sé todo, dijo con autoridad el mago. —Veamos. —En primer lugar estás cada dia mas embriagado por los encantos de Bekralbayda. —Es verdad. —La sultana Wadah lo sabe y tiene celos. —Es cierto. —Bekralbayda quiere antes de ser tuya poner á prueba tu amor. —¿Y me exige grandes sacrificios? —Sé que á pretesto de que este palacio es triste, en lo que no la falta razon, te ha pedido que construyas para ella sola un alcázar. —Es verdad. —Tú te has puesto esta noche, poderoso sultan, á idear ese alcázar, y un buho ha entrado por la ventana y ha apagado la lámpara. —¿Y por qué ese buho?... —Porque ese buho quiere que ese alcázar se construya en el lugar donde está construido invisiblemente, el encantado Palacio-de-Rubíes. —¡El Palacio-de-Rubíes! —Sí, en la Colina Roja. —Esplícame, esplícame eso. —Escucha. Reclinóse el astrólogo indolentemente en el divan, y empezó despues de algun tiempo de meditacion de esta manera: —Allá en los primeros años despues de la conquista de los árabes sobre España, era señor de Granada Abu-Mozni-el-Zeirita. Este rey, siendo ya viejo, murió y dejó su herencia, esto es, el señorío de Granada, á un sobrino suyo, viejo tambien, que residia en Africa, y que se llamaba Aben-Habuz. Cuando Aben-Habuz vino á Granada á recojer la herencia de su viejísimo tio, solo halló un negro y carcomido castillo, puesto sobre la cima de un monte, al pie de las vertientes de una sierra, y en el castillo algunos cientos de feroces guerreros que miraban el ataud de roble de su señor, apoyados en las picas con la misma espresion que el perro de montería que pierde al amo que le arrojaba sobre el rastro. Aben-Habuz no conocia á Abu-Mozni, y por lo tanto no se entristeció. Humillóle, sí, que un pariente suyo fuese llevado á la sepultura sin embalsamar y con un ataud y unos vestidos tan humildes, porque Abu-Mozni habia gastado el dinero de sus tierras y de sus vasallos, en perros y murallas, y no habia pensado ni una sola vez en su vida en tener un alcázar ni un harem, ni en proveerse de un lecho de piedra en donde dormir el último sueño. Aben-Habuz mandó á sus médicos que embalsamasen los restos de su feróz tio: hizo quemar el ataud de roble y el sayo de lana, le encerró vestido de púrpura en un féretro de brocado, dentro de un sepulcro de mármol sobre el cual hizo esculpir un pomposo epitafio, largamente meditado por sus sabios, y despues de estos últimos deberes, satisfechos mas bien que á la memoria de su tio, á su orgullo de rey, se lanzó con los tostados africanos que encontró en su herencia y con el ejército que habia traido de allende el mar, sobre los enemigos, que aprovechándose de la muerte de Abu-Mozni-el-Zeirita, habian invadido su territorio; y despues de haber corrido las fronteras tras ellos, de haberles incendiado castillos y aldeas, y robádoles ganados y mugeres, se tornó á su alcazaba; repartió el botin entre los soldados,
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