alejandro íftigo LOS PRECARISTAS iirijalbo LOS PRECARISTAS © 1981, Alejandro ínigo D.R. © 1981, sobre la presente edición, por Editorial Grualbo , S.a . Av. Granjas 82, México 16, D.F. PRIMERA EDICION Reservados todos los derechos. Este libro no puede ser reproducido, en todo o en parte, en forma alguna, sin permiso. ISBN: 968-419-163-4 K tC H O f» IMPRESO E N M É X I C O I I PR 1N T E D I N ME X IC O V írxic®/ ÍNDICE UNO, 9 DOS, 15 TRES, 21 CUATRO, 25 CINCO, 31 SEIS, 35 SIETE, 41 OCHO, 47 ’ NUEVE, 53 DIEZ, 59 ONCE, 67 DOCE, 73 TRECE, 79 CATORCE, 87 QUINCE, 93 DIECISEIS, 99 DIECISIETE, 105 DIECIOCHO, 111 DIECINUEVE, 117 VEINTE, 123 VEINTIUNO, 127 VEINTIDOS, 135 VEINTITRES, 139 " Y VEINTICUATRO, 147 VEINTICINCO, 151 VEINTISEIS, 155 VEINTISIETE, 159 VEINTIOCHO, 165 VEINTINUEVE, 171 TREINTA, 175 TREINTA Y UNO, 181 TREINTA Y DOS, 185 TREINTA Y TRES, 191 TREINTA Y CUATRO, 197 TREINTA Y CINCO, 201 TREINTA Y SEIS, 205 TREINTA Y SIETE, 209 TREINTA Y OCHO, 215 TREINTA Y NUEVE, 219 CUARENTA, 223 CUARENTA Y UNO, 227 CUARENTA Y DOS, 233 CUARENTA Y TRES, 241 CUARENTA Y CUATRO, 247 CUARENTA Y CINCO, 253 CUARENTA Y SEIS, 259 CUARENTA Y SIETE, 265 CUARENTA Y OCHO, 271 CUARENTA Y NUEVE, 275 CINCUENTA, 279 EPILOGO, 287 k LOS PRECARISTAS UNO -¿ Q ué es patria? -, pregunta el niño al padre que acaba de matar a un hombre por la posesión de un descanso de esca lera en lo qiie fue un antiguo almacén de ropa. —Esta porción de espacio que hemos ganado para vivir. —¿Y ese cuchillo?—, insiste el niño mientras el padre limpia la hoja ensangréntada. -E s la justicia. —¡Ah!—, dice el niño. —¡A y!-, exclama el padre con amargura. Media hora después irrumpe la policía. Desaloja el in mueble con bastones eléctricos. A los que mueren pisotea dos se los llevan en camiones a rellenar barrancas para nue vos fraccionamientos. Son los que pierden la oportunidad de ir al cielo por los tiros de las chimeneas de los hornos crematorios. El niño se quedó sin padre. Y sin patria. Pero ya aprendió la lección: un patriota es el que gana un descanso de escalera, acuchillando a otros hombres. El niño se llama Juan. Tiene diez años de edad y nació en un viejo taxi modelo del 85, abandonado en la 20 de Noviembre por falta de gasolina. Juan visita de vez en cuando lo que queda del vehículo. Ahí nació después de todo. Al taxi le han brotado ramas por los agujeros del plásti co de la carrocería. En él vive un anciano. Dicen que era se nador. Pero también un hombre honrado. Otros senadores viven en los barrios electrificados. 9 La madre del niño murió en el parto. La sepultaron en una glorieta del Paseo de la Reforma, junto a una palmera petrificada. No tenía derecho a los hornos porque no era precarista. A Juanita le hicieron creer que sí, para que tuviera una imagen más romántica del destino final de su madre. Mejor el cielo que un hoyo de rotonda donde los precaristas -c o nocidos antiguamente como campesinos—siembran maíz. No consumen el maíz. Guardan los granos como piezas de ornato. La mitad de la población —unos 28 millones—habitaba en el antiguo casco de la ciudad. Todos trabajaban como desempleados. El gobierno repartía cápsulas. Cada una contenía proteínas, carbohidratos, glucosas, vitaminas y minerales. Suficiente para sobrevivir una semana. El problema era conseguir el agua para tomarlas. Los es tómagos de los precaristas se habían reducido al tamaño de una naranja. Las cápsulas se importaban de China. Pagábamos con sal. La sal contenía uranio. Los chinos lo enriquecían para sus cohetes espaciales. Y también en la propulsión de los motores, chicos como una nuez, adaptados a las bicicletas. Cuando la guerra chino-soviética dejamos de importar cápsulas una temporada. Los precaristas comieron flores. Tenían menos valor nutritivo, pero no necesitaban agua para tragarlas. Defecaban en las calles y los excrementos olían a rosas y nomeolvides. Una vez el niño vio un agujerito azul a través del cielo pintado con brochazos de monóxido de carbono. Entonces creyó en Dios. Y ya no bostezaba al acompa ñar a su padre cuando iba a rezar en las catacumbas del me tro. Su único juguete era una máscara antigás. La había en contrado en un cerro de basura fosilizada. Le llamaban smogy y se dormía con ella puesta sobre la cara. Como ha bían hecho sus abuelos, antes de que la humanidad se adap tara a la atmósfera por mutación genética, capricho o más bien terquedad de'sobrevivencia. 10 El mundo estaba lleno de smogies. Bueno, no todo el mundo. Había islas particulares y campos floridos. En esos lugares la energía solar se almacenaba en cajitas de plomo, en forma de biberones, y se alimentaba a las plantas para su proceso de fotosíntesis. Hubo experimentos con los humanos para ver si era po sible que vivieran a base de helio. Se abandonó la prueba cuando a los voluntarios de una reservación indígena les comenzaron a salir ramas por las orejas. Juanito sólo conocía la parte de la ciudad abandonada a los precaristas. Era una ciudad silenciosa. El ruido había provocado sordera en anteriores generaciones. Se comuni caba con su padre con el simple movimiento de los labios. Cuando los bastoneros se llevaron a su padre, el niño de jó de mover los labios. Sólo cuando masticaba flores. Las flores sabían a antifriccionante. Aunque otras variedades, como la gardenia, tenían un marcado sabor a metanol. Los bastoneros eléctricos tenían su cuartel general en una torre de cuarenta y cinco pisos construida para hotel en el antiguo Parque de la Lama. Conocían al edificio co mo la Catedral del Cemento. Lo que originalmente se había hecho para restaurante giratorio, era ahora un punto de vigilancia con potentes telescopios. Parecía la torreta de uno de esos escarabajos blindados que están en el museo de guerra llamados tanques. La última vez que entraron en acción fue durante el primer levantamiento de precaristas a finales del pasado siglo XX. Los antepasados de Juanito pertenecían a un extraño núcleo humano; los campesinos. Descendientes de las tribus aborígenes antes de la conquista europea. Se suponía eran los productores de granos. Ya no sembraban. Sólo se les enseñó a aplaudir por reflejo condicionado. Los niños na cían aplaudiendo. Y así continuaban toda su vida, si sobre vivían. Las torres de petróleo se multiplicaban como hongos. Los campesinos buscaban agua y encontraron lo que algu nos bromistas llamaban “oro negro”. Maldecían desilusio 11 nados. Conocían su destino. Al poco tiempo eran desplaza dos por brigadas de técnicos. Buscaban refugio en las ciu dades. Ya no aplaudían. Sólo tendían las manos, para reci bir mendrugos. Y promesas de mendrugos. Cinturones de miseria rodearon las ciudades. Las hijas de los campesinos se vendieron como esclavas domésticas en las casas grandes donde vivían los dueños de las promesas. Los perros comían leche y carne. Y estaban vacunados. Los niños de los campesinos se morían de hambre y sus pa dres los iban a tirar en los botes de basura. También había perros precaristas. Se disputaban los despojos. El gobierno consideró que esto presentaba una imagen negativa para la ciudad y mandó matar a todos los perros callejeros. Duran te algunos meses los precaristas se disputaron los despojos de los perros. Después, pensaron, seguirían ellos. Entonces decidieron actuar. No fue una revolución en el esquema clásico del concep to. No había líderes. Tamjpoco ideales. Sólo era hambre. Primero asaltaron las tiendas de comestibles. Rompieron cristales y destrozaron estanterías. La policía resultó insu ficiente para reprimirlos. Intervino el ejército. Los muertos se apilaban en las calles. Y se presentaron epidemias. Los dueños de las promesas se encerraron en sus casas. Reci bían alimentos en vehículos blindados. Como aquellos que se utilizaban para transportar dinero. Los precaristas seguían haciendo el amor en las calles, en las iglesias y en las capillas de los cementerios que tomaron por asalto para usarlas como viviendas. Amor grotesco, pri mitivo. El placer de la venganza en la reproducción. Un día se decidieron para el asalto final a los barrios re sidenciales. Ya para entonces las fábricas se habían trasla dado a otros sitios y fue suspendido el tránsito de vehícu los en las calles y vías rápidas que de inmediato fueron in vadidas por jacales de cartón y láminas de desperdicio. Ca- suchas endebles barridas después por los transportes milita res cuando el gobierno dio plenas garantías para que los dueños de las promesas evacuaran la ciudad. 12 Muchos tercos se quedaron en sus propiedades protegi das por cercas electrificadas. Juanito leía todo esto en los labios de su padre. Leyen das en las que no creía del todo. Como tampoco creía que detrás del techo amarillo de monóxido de carbono hubiera un sol, una luna y millares de estrellas. Hasta el día en que vió la rendijita azul del cielo. ...Y creyó en Dios. -------- = — • •• (■ V DOS Juanito buscó a Dios en las catacumbas del metro. No lo encontró. Aquello estaba muy oscuro. Sólo los pequeños altares en las estaciones intermedias se alumbraban con los huesos de los primeros precaristas arrollados y muertos por los rápidos trenes. Los vagones se convirtieron en condomi nios en las antiguas terminales. El anciano senador que vivía en el taxi le dijo al niño que sí existía el cielo azul. Al otro lado de las montañas, rumbo a la costa. Decidió ir a buscarlo. Necesitaba encontrar a Dios. Re cogió flores para alimentarse en el camino. Las flores se re producían en los camellones y glorietas. Eran amarillas y brotaban por todas partes. Inclusive entre las grietas del pa vimento y en las bocas de los cañones abandonados a la he rrumbre en lo que era la zona militar. México era el principal exportador de flores. Ocupaba este producto el segundo lugar después del uranio. China adquiría el 87,5 por ciento de nuestras flores. El senador del taxi descubrió la causa. Pero no tenía a quién comuni carlo. A Juanito, tal vez; pero no lo entendería. Tampoco los miembros del Consejo Supremo del Gobierno. No que ría atreverse a caminar cien kilómetros hasta la nueva capi tal para que le dieran con las puertas en las narices. O lo torturaran con música de “piedras rodantes” hasta enlo quecerlo. Los chinos compraban nuestras flores a precios ridículos. Les sacaban el polen (minerales, vitaminas A, B, C, D, E y K, 15 nucleínas, tiaminas, lecitinas, aminas, guaninas, hidratos de carbono y antibióticos) y lo industrializaban en cápsulas. Las cápsulas nos las cambiaban por uranio. En una palabra, nos engañaban como a un chino. O los miembros del Consejo Supremo practicaban el antiguo jue go del ten per cent que acabó por hundir a este país cuan do daba lo mismo poner a un chico a sacarle punta a los lá pices que colocarlo al frente del monopolio siderúrgico del Estado. Los precaristas no tenían otra actividad que cortar Lo res. El Consejo Supremo se las cambiaba por cápsulas chi nas. El hambre, al fin, había sido erradicada. Ya no tenían que asaltar casas y matar a sus moradores para robar comi da. En las cápsulas había una sustancia química añadida: un sicotrópico que neutralizaba la agresión. El padre de Juani- to no podía tragar las cápsulas. Sólo comía flores, por eso mató a un hombre. Alguien en el Consejo Supremo propuso cianuro en las cápsulas en lugar de sicotrópico. Lo condenaron a muerte por inhumano. En realidad sin precaristas no se justificaría la compra de las cápsulas. Ni el ten per cent correspondien te. Juanito emprendió la marcha hacia el oeste. En una bol sa llevaba las flores y su inseparable smogy. Los precaristas lo veían con indiferencia, siempre y cuando no les invadie ra su metro cuadrado de espacio vital. Un día conoció los árboles. Eran pocos y estaban rodea dos con cercas electrificadas. El fin era protegerlos de los hombres-termitas que habitaban en la montaña. Indígenas puros que acabaron comiéndose, en el sentido literal de la palabra, sus propios bosques. Hacían incursiones nocturnas a las partes bajas de la ciudad. Se robaban palos de escoba y tablones que arrancaban de casas abandonadas, para lle varle de comer a sus, hijos. La madera de cedro cocida al carbón era riquísima. A veces tenían que conformarse con resinosas astillas de ocote. 16 El Instituto para preservar al indígena temía que en cualquier mutación generacional los niños nacieran con raí ces en las plantas de los pies. El cielo seguía amarillo y Juanito tuvo que seguir ade lante. No vio las redadas de los hombres de las llanuras, lle vándose a los niños indígenas para esclavizarlos en las plan taciones de nopales. Los atraían hasta las jaulas con las go losinas de los mondadientes. Caminó por el curso serpenteante de un río de asfalto petrificado. El senador le había contado que siguiéndolo llegaría a cualquier parte. No se podía hacer a la idea de que por ahí pasaran anteriormente casas, como el taxi del senador, bufando a 160 kilómetros por hora. Cero a diez, según estuviera el tráfico. Elasta que un día comenzaron a arrojar automóviles a los tiraderos de basura, como si fue ran latas de cerveza deshechables. Por las noches se quedaba a dormir dentro de cascarones de bombas de gasolina en lo que alguna vez fueran estacio nes de servicio. Las letras de Exxon o Mobil, carecían de todo significado para él. Como tampoco le decían nada las estructuras metálicas de las torres por donde se tendían los cables conductores de electricidad. Ahora colgaban de ellas, como flácidos cor dones umbilicales de progreso. Una madrugada vio, en un pestañeo de frío a campo ra so, un puntito de luz muy brillante en el cielo. Cuando des pertó, en pleno día, ya no estaba. Sólo era el mismo cielo oxidado. Creyó haber soñado. Siguió caminando. Nunca había visto un río. Ni siquiera una vaca. Papá le había contado que antes había muchas y daban leche. Tan increíble como encontrar un celacanto silbando en la rama de un árbol. Porque tampoco había árboles. Sólo flores amarillas a lo largo del camino. El país estaba lleno dé ellas. Las flores y el cielo se fundían en el horizonte. El niño sentía que el espacio se le caía encima cargado de soledad. Una sensación de asfixia le oprimía las vías respiratorias. Le faltaba el olor humano. Se ajustó su smo- 17 gy sobre la cara y comenzó a sentirse mejor. Sólo se la qui taba para comer su ración de flores. Eructaba acetaldeído. Los hombres-termitas se habían quedado en la madera como factor de subsistencia. Como siempre, llegando tarde a todo. El hombre de la ciudad llegó al petróleo como ali mento básico, filetes de brontosaurio sazonados con carbo no 14. El polen de las flores estaba enriquecido con hidro carburos. De ahí su valor nutritivo y su demanda en los mecados internacionales. Y es que en México cuando tem blaba la tierrra estornudaba petróleo. Hasta que un día lle gó la plaga de la oleovita. Pero en ese tiempo, los ecólogos ponían el grito en el cielo, por así decirlo, cuando la camarilla en el poder deci dió convertir a los ríos en oleoductos naturales. Los detuvo la imposibilidad técnica para controlar su salida al mar y que los buques cisterna piratas estuvieran al acecho en las cercanías de los límites de las aguas territoriales. Algunos inclusive venían muy bien adaptados como refinerías flo tantes. Cuando apareció la oleovita, el petróleo dejó de ser una fuente de energía. Los precios se desplomaron. Ya nadie lo quería, salvo algunos pequeños países de Africa para lám paras de mechero. Pero resultaba incosteable el flete. Que rían pagar con cacahuates. Antes de que la plaga se exten diera por todo el mundo, claro. Fue entonces cuando irrumpió la edad del uranio. Aun que para ello pasaran muchos años de vacío de energía. Cualquier familia negra del Bronx podía adquirir en Wool- worth un reactor portátil a bajo precio y con garantía para mantener la calefacción hogareña por cincuenta y siete años. La pila atómica tenía el tamaño de un transistor de radio de bolsillo. Obvio, los japoneses fueron los primeros en introducirla al mercado. Juanito no sabía nada de esto cuando tuvo que quitar natas de chapopote para poder beber agua en una pequeña laguna. Había historias que el bondadoso senador se había nega 18 do a contarle para que el niño no perdiera la fe en el ser humano. ¡Pobre infeliz! ¡Aún tenía esperanzas en que Mr. Nean derthal no fuera llamado nuevamente a escena en esta gran mascarada de la vida! 19 ■------------------i— i— ---------- ------------------ . i g TRES El senador no tenía nombre. A todos les decía que lo había olvidado. Y se lo creían. Era un viejo con todos los años del mundo encima. La realidad era otra. Hacía mucho tiempo que había ase sinado a su nombre. Lo fue a sepultar clandestinamente al pie de la estatua de Gonzalo Teruel, en lo que era el jardín de Santo Domingo. Lo amortajó en una cartera de cuero donde guardaba su credencial de inmunidad parlamentaria. Con ella podía moverse libremente por el país sin pagar de rechos de peaje. Y libre acceso a los fraccionamientos residenciales ro deados de alambradas electrificadas. Durante la Segunda Guerra Mundial, lugares como éstos se llamaban campos de concentración y la gente era alojada contra su voluntad. El senador iba a visitar a sus amigos ju díos. ¿Por qué ese funeral en Santo Domingo? El senador consideraba a Teruel como el constructor del México mo derno. Este calificativo se le había venido aplicando al país desde los primeros solares construidos por los españoles a partir de 1521. A Teruel lo mataron demasiado tarde. Cuando recibió el balazo justo en medio de los ojos, ya había empujado aí país al precipicio. El siquiatra loco jaló el gatillo con cincuenta años de re traso. Según sus propias palabras, cuando lo interrogaba la 21 policía, creían que detrás había una conjura a nivel inter nacional. En ese tiempo el senador era líder estudiantil. Organiza ba movimientos de protesta contra el analfabetismo impe rante en los centros de educación superior. Cuando se enteró de la muerte de Teruei en un microca- ssette de noticias que le prestó un amigo, comentó que al sistema no se le puede matar con un pedazo de plomo. Co mo tres clavos tampoco terminaron con el cristianismo dos mil años atrás. Sin embargo, no excluía de culpa a Teruel. ¡El país esta ba en la orilla! Sólo lo empujó al vacío. - “Vamos a dar un paso adelante”- , decía. Y lo dimos. Sin embargo, sería como acusar al último Claudio de la caída del Imperio Romano. Y ya visto desde el punto meramente histórico, lo que hizo Teruel fue un acto de rapiña. Le vació los bolsillos a la ropa de un cadáver. La historia real. No de esas que se escriben por decreto. Es fácil denunciar al pentágono de haber orientado hacia nuestro país el curso de los ciclones, arrastrando con vien tos de ciento veinte kilómetros por hora los desechos de aerosoles que antiguamente se aplicaban los blancos en las axilas para no oler como negros, o éstos para oler como blancos. Difícil reconocer la operación sanguijuela que se pegaba a los poros del territorio para chuparle hasta la última gota de sangre. Una sangre negra, espesa y aceitosa. Antes, mucho antes de que apareciera la oleovita, el país se había convertido ya en el primer productor mundial. El imperio vecino lo pensó dos veces antes de agregarle una estrellita más a su bandera. Y es que tenía que cargar con ciento cincuenta millones de habitantes de los cuales el 87.5 por ciento era improductivo. Ya con los negros y los chícanos tenía bastante, consideraba. Inclusive el congresista Billy White, por Delaware, fue abucheado cuando propuso recluir a todos los negros en 22 Texas. Y después regresarle el estado a México. Ya pavi mentado, claro. Teruel y su camarilla hicieron una gran fortuna. Ven dían el petróleo hasta en frascos de medio litro. Como bo tellas con agua bendita de Lourdes. Para salvar al país de la crisis económica, decía. Cuando lo mató el loco de la gabardina, Teruel se dispo nía a tomar la presidencia casi por asalto. Tenía su propia fábrica de votos en el Partido Nacional Demócrata. Los políticos enriquecidos competían entre sí no para ver quién tenía más dinero, sino cuántas generaciones en la familia tendrían resuelto su problema económico. Teruel presumía de cinco generaciones. Pero quería igualar a esas que aparecían en el pentateuco bíblico. Y se lanzó sobre el uranio. Entonces consideraba que al petró leo le ocurriría lo mismo que al vapor cuando fue desplaza do por la electricidad y los hidrocarburos. Pero ahora serían sus propias reglas de juego. El imperio decadente tenía la tecnología, nosotros el uranio. El metal estaba casi a flor de tierra. Sin saberlo, los indí genas del norte del país lo usaban en las ladrilleras para construir sus casas de adobe. Como sus antepasados utiliza ban el oro para hacer vasijas y braseros ceremoniales. El senador sin nombre sabía que Juanito era un descen diente directo de la tercera generación de Teruel. El co mandante Falco se enteró mucho después. Juanito sólo es taba conciente de haber nacido bn un taxi abandonado. Para el padre de Juanito, Alma seguía siendo la joven precarista que conoció en las catacumbas del metro y no la nieta de Teruel y heredera de una gran fortuna. Se llamaba Alma la madre de Juanito. A los diecisiete años saltó por la rama de un árbol la cerca electrificada de la casa paterna. Huía del lujo de la ostentación. Tenía ver güenza después de descubrir los orígenes de la fortuna fa miliar. Un mozo de servicio creyó haberla visto entre los precaristas que una noche asaltaron la mansión para llevar se unos filetes de ternera y algunos litros de leche del refri 23 gerador, luego de matar a los moradores de la casa. El hom bre cayó en contradicciones y las autoridades archivaron el caso. Después del asalto número 3,894 la policía dejó de lle nar expedientes y se ahorró el trabajo de abrir investigacio nes. ¿Para qué? El hambre era la única culpable. Y a ésta no se le pueden poner grilletes ni sentenciarla a penas de cárcel. Hay que matarla. Y esto sólo se logra con alimen tos. Alma se perdió en el anonimato. La masa de precaristas no tenía nombre ni personalidad. El último censo se había levantado allá por el 2014. Y sólo fue aproximado. Nada más por cumplir con la frase de un oscuro candidato presi dencial que Había dicho: si no sabemos cuántos somos, no sabremos qué hacer por nosotros mismos. Era de la oposición y en una valentonada de borrachera aceptó lanzarse como candidato único. Ya nadie quería el poder. La camarilla de los cien años, la resaca que quedaba, huyó al extranjero en busca de sus depósitos bancarios. Fue el último presidente. A los tres meses de haber tomado el cargo, murió de una congestión alcohólica. Al menos fue el informe oficial. Entonces se integró el Consejo Supremo. Porque ya nadie aceptaba el cargo de presidente. Así, entre todos los miembros del consejo descargaban las culpas de sus fracasos. Y se repartían a partes iguales los beneficios. El poder legislativo estaba integrado por sordomudos. Se aseguraba eran descendientes de los antiguos senadores y diputados. ¡Otra vez las mutaciones! Sólo podían levantar un dedo para aprobar todo por reflejo condicionado. Goza ban de muchos privilegios. Y de una inmunidad contra to do llamada fuero. Las decisiones las tomaba el consejo. El único que no era sordomudo resultó el senador sin nombre. Por eso era disidente. Por eso vivía en un taxi del 85 abandonado en la 20 de Noviembre donde murió Alma al nacer Juanito. 24 CUATRO Al cruzar un pequeño valle Juanito fue sorprendido por un grupo de hombres a caballo. Vestían trajes negros muy brillantes. El niño vio maravillado los caballos. Nunca ha bía visto uno vivo. Los conocía por un anuncio de cigarri llos en uno de los muros cuarteados del metro, en la esta ción de correspondencia en Pino Suárez. Los predicadores de las catacumbas le daban al anuncio una iluminación especial para que los precaristas recién llegados conocieran las reses y el verdor que había antes en los campos. Juanito sonrió a través de su smogy. No tenía miedo. Sólo había temido a los bastoneros. Lúe lo que buscó en las manos de los jinetes: los bastones con grados de volta je para controlar a los precaristas. Desde un pequeño cho que eléctrico hasta una potente carga que los electrocu taba. Los jinetes sólo tenían unos cordones alargados que cobraban vida y zumbaban en el aire con un ligero mo vimiento de muñeca. Después supo que se llamaban láti- Uno de los hombres bajó de su montura y fue hasta él. Los otros se mantenían en guardia, desconfiados. Juanito parecía, con su máscara antigás, un ser de otro planeta. El hombre se la arrancó del rostro con un violento mano tazo. El niño sintió que se asfixiaba. Los jinetes se tran quilizaron. Los pulmones de Juanito se expandían y se encogían para adaptarse a ese extraño elemento llamado 25 oxígeno. Ya estaba acostumbrado al monóxido de carbono sintético que generaba la pila de isótopos autorrecargables en la máscara. El hombre le preguntó al niño quién era y de dónde ve nía. Pero Juanito no escuchaba. Y estaba tan apurado con sus pulmones que no se preocupó por descifrar el lenguaje silencioso de sus labios. Le examinaron los brazos y la dentadura. Sí era apto para el trabajo. Le ataron de las ma nos y lo condujeron hacia el campamento que tenían al otro lado de un lomerío. Juanito se sentía extasiado, respirando oxígeno a “todo pulmón”, como se decía antes. Una sensación nueva en su organismo. El smogy quedó abandonado en un claro de abrojos y pastizales. En el campamento fue introducido en una jaula metálica donde estaban otros niños de color co brizo y ojos rasgados. Eran hijos de los hombres-termita. Los hombres de negro cantaban y bebían mientras le vantaban las casas de campaña para reiniciar la marcha. En total eran diez jaulas sobre carromatos jalados por caballos viejos y escuálidos. Los niños lo vieron con recelo. No era como ellos. Tampoco hablaba. Avanzaron todo el día. Juanito veía por entre los barro tes de la jaula el cielo amarillo. Comenzó a dudar que exis tiera Dios. Y lloró, mientras el resto de los niños dormían encogi dos y arrinconados en un extremo de la jaula. No podía oír las voces de los hombres, el restañido de los látigos ni el rítmico golpeteo de los cascos de los caballos o el rechinar de ruedas de los carromatos. Las lágrimas de Juanito también eran silenciosas. No sa bía a dónde los llevaban. Suspiró por el descanso de la es calera ganado por su padre a cuchilladas. Después de todo, era el único hogar que había conocido. Luego se quedó profundamente dormido. Y tuvo un sueño. Se vio flotando en una barca en un mar de flores amarillas bajo un cielo intensamente azul. Su padre reco gía pétalos con una red de hilos de plata. El dormía en el 26 regazo de una madre imaginaria, muy hermosa y con el pelo dorado, como se la había descrito su padre cuando iban a visitar el viejo taxi del senador. No pudo soñar con el sol, la luna y las estrellas, porque aún no los conocía. El frío de la noche lo despertó. Los hombres de negro habían instalado nuevamente el campamento. En grupo compacto rodeaban una fogata. Los niños-termita lo obser vaban con curiosidad. El no podía hablarles. Simplemente les sonrió. Y ellos también sonrieron. Nadie debe preocuparse del apocalipsis mientras se dibu je una sonrisa en los labios de un niño, decían los cantores bíblicos. Esto fue antes del 14 y el 39 en el siglo pasado. Antes del 87. Antes de Vietnam y Bangladesh. Porque, pese a todo, los niños seguían sonriendo. Juanito veía las flores amarillas lejos de la jaula. Tenía hambre. Una sensación extraña para él. Tan extraña como el cautiverio. Un hombre de negro hizo correr el cerrojo de la jaula y colocó en el interior un recipiente con una especie de papilla espesa. Los niños-termita se arrojaron sobre el balde para sacar la comida con las manos y comenzar a tragarla desespera dos. Cuatro niños que se empujaban, lanzaban gruñidos entre sí y de reojo cuidaban que el nuevo, el recién llegado, no fuera a disputarles su alimento. La comida era serrín con mermelada de resina. Juanito seguía suspirando por sus flores. Pasó la noche entumido de frío. Los hombres de negro dormían a la intemperie, alrededor de las carpas de los jefes del grupo. Con peque ños botones graduaban la temperatura de sus trajes tér micos. Al día siguiente, mientras cruzaban el desierto del Ba jío, Juanito se entretuvo tratando de descifrar los labios de los niños-termitas que hablaban entre sí en su dialecto nativo. Le resultó imposible. Pero se divirtió mucho vién dolos gesticular. 27 Al tercer día pasaron por una gran plantación de nopa les. Cientos de niños cortaban los frutos, vigilados por otros hombres de negro. Juanito vio entonces para qué servían los látigos. Y comprendió que estaban llegando al final del viaje. No se preocupó mucho porque observó que esas extrañas plantas también daban flores amarillas. Los niños fueron obligados a salir de las jaulas y los ins talaron en una ruinosa construcción que hacía muchos años había sido una escuela agropecuaria. En estos sitios, los antiguos hijos de campesinos apren dían a producir en teoría lo que después no podían realizar en la práctica, porque no tenían tierras. El senador sin nombre había comentado alguna vez que el problema agrario del país se resolvió con asfalto. Los campesinos siguieron los ríos de asfalto. Y se volvie ron precaristas. Juanito aprendió pronto a cortar los frutos del nopal y colocarlos en una cesta, bajo la vigilancia de los hombres de negro. Los frutos se llamaban “tunas” , y tenían gran demanda entre los dueños de las promesas que vivían en el campo. Ahora la gente rica vivía en el campo y los pobres, los miserables, en las ciudades. Unos levantaban planchas de concreto hidráulico en distritos de riego -a s í les llamaban antes a los latifundios de agua-, y los otros sembraban maíz de ornato en los ca mellones de las grandes avenidas abandonadas. Juanito ya no estaba solo. En el galerón donde dormía aherrojado con grilletes, conoció a otro niño que movía los labios igual que él. Era un hijo de precaristas posesio nados de una ciudad que se llamaba Guadalajara. Los anti guos descendientes de árabes la habían bautizado como “río de mierda” . No había río, pero si un desierto salitro so llamado Chapala.- Se hicieron grandes amigos. Prepararon la huida. No so portaban ni el látigo ni los grilletes. Y menos las espinas de 28 nopal que les hacían tragar como alimento básico. Los niños-termita eran felices porque las espinas habían sustituido a las golosinas de mondadientes. Aunque se les clavaran en los intestinos y se murieran de peritonitis. El nuevo amigo de Juanito se llamaba José y conocía muy bien toda la región. Una noche se fugaron. 29 CINCO El senador no solamente ingería píldoras chinas. También se alimentaba de recuerdos. Una práctica senil para que no se le oxidara el espíritu. Concretamente: jugaba solitarios con imágenes del pasado. Su cerebroteca funcionaba con una computadora r a h 1 2 2 que cabría holgadamente en una de esas cajitas de rapé en contradas por Falco en un sótano del castillo. El castillo era la residencia oficial de Falco, el coman dante de los bastoneros. Un edificio lleno de cuarteaduras —cicatrices de temblores— sobre un cerro achaparrado en los llanos de Chapultepec. Había pertenecido a Maximilia no. Un loco europeo que estaba seguro de poder gobernar a los mexicanos. La que se volvió loca fue su mujer. Todas las tardes el senador salía a pasear por las calles de lo que alguna vez fue el primer cuadro de la ciudad. Ca minaba con mucho cuidado para no pisar los cuerpos de precaristas. No sabía si estaban dormidos o muertos, sim plemente. Los recolectores de basura, bastoneros degrada dos, eran expertos en reconocerlos. Pero en ocasiones se equivocaban. Y los precaristas bien se preocupaban de no caer en sueño profundo. Algunos alcanzaban a despertar en la antesala de los incineradores municipales. Otros, ya viejos o cansados por el tedio, jugaban a hacerse los muertos. Los hornos funcionaban mediante un sistema de micro- ondas con ultrafrecuencia nuclear. No quedaba nada. Sólo humo. El dogma de que los muertos se iban al cielo era ya una realidad. Resultaba un espectáculo para los precaristas asis tir de lejos a las ceremonias de desintegración física. Una madre precarista le muestra a su hijo las primeras volutas que comienzan a salir por una de las enormes chi meneas. ¡Mira! De seguro ahí va ya tu abuelo. Entre los precaristas no había términos medios. O esta ban vivos o estaban muertos. Por eso el gobierno anuncia ba orgulloso que ya había erradicado todas las enferme dades. Cuando los hornos terminaban su trabajo, el cielo se ponía negro. Los muertos vestían entonces su propio luto. Hasta que venían los vientos del norte y se los llevaban. Al ir eludiendo el espacio vital de los precaristas, el sena dor recordaba cuando era niño y cruzaba las calles saltando por encima de los automóviles. Allí estaba todavía el es queleto de un autobús que se quedó parado en una esquina en espera del cambio de la luz roja de un semáforo des compuesto. Había entonces tantos automóviles que el centro de la ciudad se llenó de edificios de estacionamiento. Llegó un momento en que la gente tenía dónde guardar su automó vil, pero ya no existían comercios ni oficinas públicas. Fueron los tiempos en que los automovilistas dejaron de ir al centro. Los pisos de estacionamiento se convirtieron en peque ños autocinemas. Pero fue una novedad pasajera. Resultaba incómodo para los dueños de las promesas teniendo tele visión tridimensional en casa. Y los precaristas comenzaron a ganar espacio vital. El senador fue hijo de un viejo jubilado del tren-bala. Este sistema de transporte, novísimo en su época, funcionó bien hasta que se les terminó a los japoneses la concesión para operarlo. Después quedó en manos de políticos mexicanos. Fue una gran fiesta cívica el día de la “nacionalización” . Los 32 convoyes fueron cubiertos con banderitas tricolores. Resul taba patriótico viajar en ellos. Duró poco el gusto nacionalista. Se comenzaron a pro ducir retrasos, choques y huelgas. Algunos trabajadores fueron acusados de sabotaje. Así se le llamaba antes a la ineficiencia oficial. Y es que resultaba una infamia a la capacidad de los políticos. Y a su desinteresado empeño por servir al país. Baste el ejemplo de aquel líder de burócratas que por las noches se esforzaba por terminar su educación primaria en una escuela pública, mientras que durante el día dirigía el centro de cómputo en el ministerio de Finanzas. ¡Eran realmente excepcionales!, pensaba el senador. Nunca decían “ no puedo” en cualesquiera que fuese el car go donde los nombraran. Descubrieron el movimiento per petuo en el intercambio de puestos. Un día estaban al fren te del ministerio de Salud Pública y, al siguiente podían ya estar dirigiendo el complejo siderúrgico nacional o la edu cación del país. Daba lo mismo manejar un acelerador de partículas que un plumero en los archivos nacionales. Aunque este últi mo trabajo se lo dejaban a los científicos y a los técnicos. Eso fue antes que siguieran la ruta de las golondrinas y emigraran en masa para ya no regresar a hacer veranos. Se les exhibió públicamente como traidores. Y se justificó la ya habitual tendencia de contratar técnicos extranjeros. Un día, el tren-bala -a l que el pueblo había bautizado como el “carquema” (cartucho quemado)- dejó de operar pues todo el personal se había jubilado. Un convoy completo se lo llevó un ministro para que ju garan sus nietos en un rancho de Chihuahua. La caída política del senador se inició cuando comenzó a denunciar estos abusos desde la tribuna de la Cámara. “ ¡Difamación!”, exclamaron los periódicos propiedad de los políticos. Estos últimos habían derramado ya tanto dinero para manejar a la prensa, que un día decidieron comprarla porque les resultaba más económico. 33 El senador no tenía un medio de comunicación dónde manifestarse. Entonces escribió un libro. Casi nadie lo le yó. No contenía ilustraciones. Pero era un libro valiente. Al menos así lo creía. Aun cuando el efecto resultó contraproducente. Los políticos se revolcaban de risa. Les parecía muy gracioso. Entonces el senador mandó sacar el enorme rezago de libros de la bodega y los quemó en una plaza pública. Se iba a incinerar junto con ellos, pero el lunes siguiente te nía que ir a pagar una multa que le impuso la policía por dejar basura en la calle. El senador era un ciudadano responsable de sus derechos y obligaciones. No quería dejar deudas pendientes. Ni siquiera una multa. Cuando logró pagarla diecisiete meses después, luego de un viacrucis de ventanillas, decidió ya no matarse. Los pocos libros que se habían vendido resultaron un éxito como cuentos para niños. Entonces cambió el título de La madriguera de los conejos por el de Kafka en el País de las Maravillas. Utilizaba el seudónimo de Franz Dogson, porque para ese tiempo ya comenzaba a avergonzarse de su propio nombre. También hizo algunas modificaciones al texto. Eliminó exabruptos para no lastimar la sensibilidad de los niños. También cambió nombres y lugares. No quería que los niños identificaran a sus padres, o se apenaran cuando en sus viajes de vacaciones al extranjero les dijeran “Ah! ¿Tú eres mexicano?” Pero los niños se encapricharon. Querían leer la prime ra versión original. Y esta edición comenzó a cotizarse muy alto en el mercado negro de las escuelas. Entonces el senador intentó inmolarse nuevamente. Pero tenía una demanda de un político por difamación. El pleito judicial tardó setenta y tres años para resolverse en primera instancia, antes de pasar al rezago definitivo. Para entonces ya no había libros en el mercado. Y los niños se habían hecho hombres. 34 SEIS J uanito nunca había visto un libro. Pero leyó mucho en los labios de su padre. Antes de ser precarista, antes de Alma y el cuchillo, su padre había sido investigador en los laboratorios de un cen tro de armas estratégicas del Imperio. Era descendiente de los tecnocientíficos golondrinos. Así los calificaron burlonamente los políticos de aquel tiempo. Se llamaba Juan y durante muchos años dedicó su tiem po libre a investigar la estructura del rayo láser. Buscaba la fórmula para convertirlo en un conductor de materia. El sueño de los viajes espaciales a la velocidad de la luz. Lo que encontró fue algo diferente. Placiendo girar subpartículas en sentido inverso dentro del núcleo del átomo, provocaba una reacción en cadena “hacia dentro” . Al ensayarlo con láser, provocaba un esta do de antimateria por la implosión. La desintegración total. Sueño dorado de los belicistas. Johnny se alarmó. Y guardó el secreto. Si en lugar del láser hubiera utilizado una combinación de rayos gamma y beta, habría descubierto la cura del cáncer. Pero él no lo imaginaba siquiera. Toda su atención esta ba concentrada en los viajes láser, aprovechando a su favor los obstáculos que para este fin representaba la relatividad del espacio-tiempo. 35 * Y su primera mujer, Rosemary, había muerto de cáncer unos meses antes. Los señores del Imperio lo mantenían vigilado. Y trata ron de convencerlo de que siguiera adelante con sus traba jos, “ por el bien de la humanidad” . Después lo amenaza ron, lo hostilizaron y le exigieron la fórmula. Juan destruyó los cuadernos con sus trabajos y huyó hacia la frontera. Los agentes del Imperio salieron tras él. La orden era no dejarlo con vida. Había el peligro de que cayera en manos de los chinos. El joven científico atravesó el país y fue a perderse en el anonimato de los precaristas. Conoció a Alma y nació Juanito. Y después se volvió humo. El niño fue a despedirlo a la chimenea del incine rador. Y creyó que había escapado por el agujerito azul que ese día vio en el cielo oxidado. Juanito era así un híbrido de científico-político. Pero también era precarista. Como su amigo José. Los dos niños huyeron hacia la montaña, eludiendo a las patrullas de los hombres de negro que los persiguieron hasta los límites de las nopaleras. Cruzaron la sierra. Nunca antes habían visto tanta vege tación. José se alimentaba de frutos silvestres; Juanito, de flores. Después huyeron de la lluvia y el viento. Tenían frío. Un ciclón entró por la costa del golfo. Buscaron refugio en una cueva. Durante su cautiverio, un niño-termita enseñó a José a hacer fuego. Después de muchos intentos, al fin lo obtuvo frotando la madera. Necesitaban mantenerlo alimentado. Afuera seguía la lluvia. Buscaron dentro de la cueva. Olía a guano y en algunas partes el agua se filtraba por las pare des rocosas. Al fondo se escuchaba el aletear de los mur ciélagos. En un extremo encontraron pedazos de madera que al guna vez debieron formar parte de unas sillas y una mesa. Avivaron el fuego. 36 Juanito estaba sorprendido de la habilidad de José. A los precaristas de la ciudad ya comenzaba a olvidárseles el luego. No tenían nada que calentar. Ni aun sus propias vidas. Tan apiñados vivían que compartían el calor de sus propios cuerpos. Prendieron dos pedazos de madera y decidieron investi gar qué había en el fondo de la cueva. Los murciélagos buscaron resquicios para esconderse al percibir la luz de las improvisadas antorchas. Otros se que daron inmóviles, pegados a las estalactitas. En un extremo, recostado en la pared, vieron el esqueleto de un hombre. Juanito se acercó con curiosidad. Nunca había visto la parte interior de un cuerpo. Para él, todos los muertos se volvían humo. José sí los conocía y se mantuvo a cierta distancia, atemorizado. El esqueleto vestía girones de un uniforme verde de campaña. En su mano derecha, o lo que de ella quedaba, tenía una arma herrumbrosa conocida en su época como M-l . En la pared, una leyenda borrosa que nada decía a los niños: 2 DE OCTUBRE NO QUEDARÁ IMPUNE. Y ahí estaba todavía. Tal vez esperando. Dominando su temor, José se acercó para examinar el arma. Juanito ya andaba por el otro extremo de la cueva, revolviendo cosas con manos sudorosas de curiosidad. Objetos que no sabía siquiera que alguna vez hubieran exis tido. Una botella de coca-cola, un cepillo de dientes; latas de cerveza y huesos de unas aves pequeñas llamadas pollos y que entonces servían como alimento humano. En el otro rincón vio unas hojas de papel amarillento con extraños caracteres impresos en tinta negra y que se llamaban libros. También había tiras cómicas. 37 ,os niños descubrieron que estos objetos resultaban un excelente combustible para alimentar el fuego. Y comenza ron a llevarlos a un lado de la hoguera. Los títulos eran lo de menos. Pero Marx y Walt Disney estarían satisfechos si en alguna forma llegaran a enterarse que sus obras sirvieron en un momento para calentar los cuerpos de dos niños ateridos por el frío. En la madrugada, Juanito salió a orinar. Eran las cos tumbres que le había inculcado su padre para no mojar a los precaristas vecinos de espacio vital. El fuego languide cía. José dormía en la profundidad del cansancio. Afuera había dejado de llover y soplaba el viento. El niño levantó la vista y se quedó maravillado. El cielo estaba cuajado de pedrería. Miles y miles de lucecitas titi laban allá arriba. Se restregó los ojos para asegurarse de que no estaba soñando nuevamente. Pero no. Unos árboles le cubrían parte de su campo de visión. Entonces subió por un lado de la cueva hasta lo más alto del cerro. Desde ahí comenzó a recorrer la bóveda celeste con la mirada. Los puntos luminosos variaban en intensidad. Unos, muy grandes, lo saludaban con guiños. En algunas partes, las nebulosas parecían salpicar la negrura del cielo con pob vito de luz. Vio pasar satélites y naves siderales. Estrellas fugaces cruzaban el espacio. Perdió la noción del tiempo embebido en aquel espec táculo. Tampoco sintió el frío ni su orina en los pantalones. Recordó las enseñanzas en las catacumbas del metro y a los adoradores de la luz. Esto era miles, millones de veces superior a la pequeña bujía de pilas de helio en el altar del metro, ante la que se postraban los fieles para orar en silencio. El cielo se fue apagando poco a poco. En el horizonte comenzó a formarse un velo transparente color naranja. No escuchó Juanito el trino de los pájaros ni el rumor del agua en un riachuelo cercano, del otro lado de la loma. José salió a buscarlo. Creyó que Juanito lo habia aban- 38 donado. Lo vio allá arriba, sentado en una piedra. Subió hasta él y se colocó a su lado. Juanito ni siquiera volvió la cara para verlo. Tenía su mirada fija en aquel punto donde un gran disco amarillo comenzaba a subir lentamente. Para José, el espectáculo no le decía nada. Un amanecer como cualquier otro. Tenía, sí, mucha hambre. El espíritu de Juanito se estaba hartando con un alimen to de luz. Bajaron del otro lado de la montaña para continuar su camino. El cielo era intensamente azul, pero ya no había estrellas. El niño precarista se puso triste. Pensó no volver a verlas. Hasta que su amigo le explicó que podría verlas a la noche siguiente. Y todas las noches. Cortaron flores y frutos. Se sentaron a desayunar pláci damente a la orilla del riachuelo. Ahora sí, pensaba Juanito, ya vi el sol y las estrellas. Ya no me importa convertirme en humo. Y se preguntaba dónde estarían en ese momento las ne gras volutas de papá y mamá. 39 ............ j | — T- • , > ,; ■ ' ____ _______ -____ SIETE La bacinica de A lma era un yelmo etrusco de oro macizo. Lo adquirió Gonzalo Teruel n en una subasta en Nue va York. Fue aquel viaje en que estuvo a punto de comprar la an torcha de la estatua de la libertad para instalarla en el pór tico de su mansión electrificada. Pero el imperio la vendía completa. Había dado órdenes de retirarla de la bahía porque los sicólogos del gobierno concluyeron que el sólo verla incitaba a los esclavos negros a la rebelión. Gonzalo Teruel n no quiso comprarla. No por falta de dinero pues habría podido adquirir el viejo Empire State pieza por pieza, sino porque los rasgos faciales de la esta tua no concordaban con los de su madre recién fallecida. Y quería colocarla justo encima del sepulcro. No era novedad. Un amigo le comentó que hacía muchos años, el gober nador de uno de los estados del país mandó hacer un ma jestuoso monumento a la madre en la cima de un cerro que dominaba la ciudad capital. Casualmente, el escultor había modelado la cara a partir de un retrato de la respetable señora madre del goberna dor, cuyos restos estaban, también casualmente, deposita dos en una urna justo debajo de aquella mole de piedra. Entonces compró el yelmo. Nada más por no regresar a casa con las manos vacías. 41 Aunque Lulú, su mujer, hizo un pedido en una tienda exclusiva de la Quinta Avenida por 187 mil dólares en bo tones de nácar. Nunca se supo en qué ropa los pegó. Porque tampoco sa bía pegar botones. Y Gonzalo Teruel n no hacía preguntas. Nada resultaba extraño en una mujer que cruzaba el Atlántico para que Marcel, su peinador en París, le empa rejara las puntitas del fleco. Esta era la familia de Alma. Y su mundo se circunscribía a las dieciséis hectáreas que ocupaba la mansión electrificada. La niña salía de la casa en helicóptero para ir a la escuela al otro extremo de la ciudad. A través de la bruma del cielo oxidado veía allá abajo el hormiguero humano. —Son los precaristas— le comentaba Facundo el piloto. Gente mala y abúlica. Nunca te acerques a ellos, niña. Son capaces de matarte por tu emparedado de mermelada de fresa. Y realmente Alma llegó a temerles. Y casi a odiarlos. Más aún cuando la amenazaba su madre con enviarla con ellos si hacía travesuras. Pero no había nada que temer mientras ella no intentara cruzar la cerca electrificada. Alma usaba muy poco el yelmo porque se le metió la idea de que estaba hecho de mierda petrificada. Ya no volvió a saber del yelmo. Un día lo vio en un sa- loncito de visitas, de muy poco uso, sustituyendo la pata rota de un chiffonier estilo Luis xv. Era cuando iba a cum plir sus quince años. Lo recuerda por la fiesta inolvidable, realmente. Un via je charter en órbita lunar. Cien invitados exclusivos. La tierra se veía desde ahí envuelta en una mortaja de gasa amarilla. Lulú bostezaba burbujas de champaña mientras Teruel n platicaba con los pilotos y calculaba la posibili dad de adquirir uño de esos vehículos. 42 Alma sacó a bailar a su abuelo. Un anciano bonachón, padre de Lulú, que se enfermaba cuando veía a alguien matar una cucaracha. Se llamaba Daniel Sparrow. Descendiente de irlandeses y entusiasta miembro activo de la Fundación Mundial para la Protección de los Animales. Sus propiedades abarcaban parte de lo que habían sido los estados de San Luis Potosí y Tamaulipas. Entré sus prin cipales negocios estaba el de la producción de nopales. Tenía un ejército de trescientos capataces. Les decían los caballeros negros y controlaban a unos cuatro mil niños esclavos, hijos de los hombres-termita. Hitler, en su época, también sufría por la forma en que sacrificaban a las langostas. Alma tenía sus habitaciones en el ala norte de la casa. Veía muy poco a sus padres. Todos sus juguetes se mane jaban mediante botones de computación. Un día se cansó de oprimir botones. Y se coló a la biblioteca. La zona prohibida de la man sión. Teruel n decía que los libros sólo servían para enve nenar las conciencias de los hombres. Incitaban a guerras y revoluciones. Cada libro de la biblioteca tenía en el lomo una calavera con canillas cruzadas. Como los antiguos frascos de medicinas para ahuyentar a los niños de los anaqueles. Aprendió a desactivar los ojos electrónicos y a fundir fusibles del circuito cerrado de televisión. Y comenzó a leer. Entonces comprendió el porqué de muchas cosas. Conoció sus orígenes y cómo ese pueblo había llegado a la condición de precarista. Entendió el significado de una palabra que jamás había oído en su vida: hambre. Y pensar que cuando niña, su madre le daba una bolsa de gamusa llena de brillantes para que jugara con ellos co mo si fueran canicas. 43 Kafka en el País de las Maravillas se convirtió en su libro de cabecera. No conocía el nombre de Dogson, el autor, y tampoco imaginó que en el futuro ella moriría en su cama: el asiento trasero de un viejo taxi del 85 abandonado en la 20 de Noviembre. Cuando lloró al terminar de leer el primer capítulo, tam poco sabía que esta obra, en otra época, había provocado la hilaridad de los niños. Su padre, Gonzalo Teruel u, había sido uno de ellos. No era raro que un niño hiciera esfuerzos por contener la risa en un funeral muy solemne. Pero si alguien hubiera visto a la joven llorar ante la lec tura de ese libro tan divertido, habría recomendado en viarla a un siquiatra de inmediato. La familia Teruel tenía un siquiatra de cabecera. Se lla maba Leví Kramsky. Usaba para sus análisis la fotografía tridimensional. A veces fracasaba en sus conclusiones porque muchos de sus clientes eran poco fotogénicos. En ocasiones exigía fotografías de cuerpo completo. Y desnudos. Si los pacientes, claro, eran mujeres. Y bellas. Su colección era abundante. En sus noches de juerga, mos traba las fotos a sus amigos como si fueran sellos postales. Lulú era una de sus pacientes más asiduas. Con ella no necesitaba ya fotografías. La trataba directamente. En realidad, Lulú era una mujer hermosa. Al menos antes de que la encontraran desnuda en su alcoba cosida a cuchilladas. Y al hombre que estaba con ella, muerto de un ataque al miocardio antes de que lo tocara siquiera la hoja del cuchillo. Se sospechó al principio del propio Teruel II. Un arran que de celos como en la bella época del romanticismo. Pero no. Teruel n estaba seguro de que “aquello” entre su esposa y el siquiatra era parte del tratamiento. O era lo que hacía creer para quitarse a Lulú de encima. Y es que cuando hacían el amor, Gonzalo tenía que con valecer varias semanas. 44
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