alejandro íftigo LOS PRECARISTAS iirijalbo LOS PRECARISTAS © 1981, Alejandro ínigo D.R. © 1981, sobre la presente edición, por E ditorial G rualbo , S. a Av. Granjas 82, México 16, D.F. PRIMERA EDICION Reservados todos los derechos. Este libro no puede ser reproducido, en todo o en parte, en forma alguna, sin permiso. ISBN: 968-419-163-4 K t C H O f » I I V í r x i c ® / IMPRESO E N M É X I C O PR 1 N T E D I N ME X IC O ÍNDICE UNO, 9 DOS, 15 TRES, 21 CUATRO, 25 CINCO, 31 SEIS, 35 SIETE, 41 OCHO, 47 ’ NUEVE, 53 DIEZ, 59 ONCE, 67 DOCE, 73 TRECE, 79 CATORCE, 87 QUINCE, 93 DIECISEIS, 99 DIECISIETE, 105 DIECIOCHO, 111 DIECINUEVE, 117 VEINTE, 123 VEINTIUNO, 127 VEINTIDOS, 135 VEINTITRES, 139 " Y VEINTICUATRO, 147 VEINTICINCO, 151 VEINTISEIS, 155 VEINTISIETE, 159 VEINTIOCHO, 165 VEINTINUEVE, 171 TREINTA, 175 TREINTA Y UNO, 181 TREINTA Y DOS, 185 TREINTA Y TRES, 191 TREINTA Y CUATRO, 197 TREINTA Y CINCO, 201 TREINTA Y SEIS, 205 TREINTA Y SIETE, 209 TREINTA Y OCHO, 215 TREINTA Y NUEVE, 219 CUARENTA, 223 CUARENTA Y UNO, 227 CUARENTA Y DOS, 233 CUARENTA Y TRES, 241 CUARENTA Y CUATRO, 247 CUARENTA Y CINCO, 253 CUARENTA Y SEIS, 259 CUARENTA Y SIETE, 265 CUARENTA Y OCHO, 271 CUARENTA Y NUEVE, 275 CINCUENTA, 279 EPILOGO, 287 k LOS PRECARISTAS UNO -¿ Q ué es patria ? -, pregunta el niño al padre que acaba de matar a un hombre por la posesión de un descanso de esca lera en lo qiie fue un antiguo almacén de ropa. — Esta porción de espacio que hemos ganado para vivir. —¿Y ese cuchillo?— , insiste el niño mientras el padre limpia la hoja ensangréntada. -E s la justicia. —¡Ah!— , dice el niño. —¡A y!-, exclama el padre con amargura. Media hora después irrumpe la policía. Desaloja el in mueble con bastones eléctricos. A los que mueren pisotea dos se los llevan en camiones a rellenar barrancas para nue vos fraccionamientos. Son los que pierden la oportunidad de ir al cielo por los tiros de las chimeneas de los hornos crematorios. El niño se quedó sin padre. Y sin patria. Pero ya aprendió la lección: un patriota es el que gana un descanso de escalera, acuchillando a otros hombres. El niño se llama Juan. Tiene diez años de edad y nació en un viejo taxi modelo del 85, abandonado en la 20 de Noviembre por falta de gasolina. Juan visita de vez en cuando lo que queda del vehículo. Ahí nació después de todo. Al taxi le han brotado ramas por los agujeros del plásti co de la carrocería. En él vive un anciano. Dicen que era se nador. Pero también un hombre honrado. Otros senadores viven en los barrios electrificados. 9 La madre del niño murió en el parto. La sepultaron en una glorieta del Paseo de la Reforma, junto a una palmera petrificada. No tenía derecho a los hornos porque no era precarista. A Juanita le hicieron creer que sí, para que tuviera una imagen más romántica del destino final de su madre. Mejor el cielo que un hoyo de rotonda donde los precaristas -c o nocidos antiguamente como campesinos—siembran maíz. No consumen el maíz. Guardan los granos como piezas de ornato. La mitad de la población — unos 28 millones—habitaba en el antiguo casco de la ciudad. Todos trabajaban como desempleados. El gobierno repartía cápsulas. Cada una contenía proteínas, carbohidratos, glucosas, vitaminas y minerales. Suficiente para sobrevivir una semana. El problema era conseguir el agua para tomarlas. Los es tómagos de los precaristas se habían reducido al tamaño de una naranja. Las cápsulas se importaban de China. Pagábamos con sal. La sal contenía uranio. Los chinos lo enriquecían para sus cohetes espaciales. Y también en la propulsión de los motores, chicos como una nuez, adaptados a las bicicletas. Cuando la guerra chino-soviética dejamos de importar cápsulas una temporada. Los precaristas comieron flores. Tenían menos valor nutritivo, pero no necesitaban agua para tragarlas. Defecaban en las calles y los excrementos olían a rosas y nomeolvides. Una vez el niño vio un agujerito azul a través del cielo pintado con brochazos de monóxido de carbono. Entonces creyó en Dios. Y ya no bostezaba al acompa ñar a su padre cuando iba a rezar en las catacumbas del me tro. Su único juguete era una máscara antigás. La había en contrado en un cerro de basura fosilizada. Le llamaban smogy y se dormía con ella puesta sobre la cara. Como ha bían hecho sus abuelos, antes de que la humanidad se adap tara a la atmósfera por mutación genética, capricho o más bien terquedad de'sobrevivencia. 10 El mundo estaba lleno de smogies. Bueno, no todo el mundo. Había islas particulares y campos floridos. En esos lugares la energía solar se almacenaba en cajitas de plomo, en forma de biberones, y se alimentaba a las plantas para su proceso de fotosíntesis. Hubo experimentos con los humanos para ver si era po sible que vivieran a base de helio. Se abandonó la prueba cuando a los voluntarios de una reservación indígena les comenzaron a salir ramas por las orejas. Juanito sólo conocía la parte de la ciudad abandonada a los precaristas. Era una ciudad silenciosa. El ruido había provocado sordera en anteriores generaciones. Se comuni caba con su padre con el simple movimiento de los labios. Cuando los bastoneros se llevaron a su padre, el niño de jó de mover los labios. Sólo cuando masticaba flores. Las flores sabían a antifriccionante. Aunque otras variedades, como la gardenia, tenían un marcado sabor a metanol. Los bastoneros eléctricos tenían su cuartel general en una torre de cuarenta y cinco pisos construida para hotel en el antiguo Parque de la Lama. Conocían al edificio co mo la Catedral del Cemento. Lo que originalmente se había hecho para restaurante giratorio, era ahora un punto de vigilancia con potentes telescopios. Parecía la torreta de uno de esos escarabajos blindados que están en el museo de guerra llamados tanques. La última vez que entraron en acción fue durante el primer levantamiento de precaristas a finales del pasado siglo XX. Los antepasados de Juanito pertenecían a un extraño núcleo humano; los campesinos. Descendientes de las tribus aborígenes antes de la conquista europea. Se suponía eran los productores de granos. Ya no sembraban. Sólo se les enseñó a aplaudir por reflejo condicionado. Los niños na cían aplaudiendo. Y así continuaban toda su vida, si sobre vivían. Las torres de petróleo se multiplicaban como hongos. Los campesinos buscaban agua y encontraron lo que algu nos bromistas llamaban “oro negro”. Maldecían desilusio 11 nados. Conocían su destino. Al poco tiempo eran desplaza dos por brigadas de técnicos. Buscaban refugio en las ciu dades. Ya no aplaudían. Sólo tendían las manos, para reci bir mendrugos. Y promesas de mendrugos. Cinturones de miseria rodearon las ciudades. Las hijas de los campesinos se vendieron como esclavas domésticas en las casas grandes donde vivían los dueños de las promesas. Los perros comían leche y carne. Y estaban vacunados. Los niños de los campesinos se morían de hambre y sus pa dres los iban a tirar en los botes de basura. También había perros precaristas. Se disputaban los despojos. El gobierno consideró que esto presentaba una imagen negativa para la ciudad y mandó matar a todos los perros callejeros. Duran te algunos meses los precaristas se disputaron los despojos de los perros. Después, pensaron, seguirían ellos. Entonces decidieron actuar. No fue una revolución en el esquema clásico del concep to. No había líderes. Tamjpoco ideales. Sólo era hambre. Primero asaltaron las tiendas de comestibles. Rompieron cristales y destrozaron estanterías. La policía resultó insu ficiente para reprimirlos. Intervino el ejército. Los muertos se apilaban en las calles. Y se presentaron epidemias. Los dueños de las promesas se encerraron en sus casas. Reci bían alimentos en vehículos blindados. Como aquellos que se utilizaban para transportar dinero. Los precaristas seguían haciendo el amor en las calles, en las iglesias y en las capillas de los cementerios que tomaron por asalto para usarlas como viviendas. Amor grotesco, pri mitivo. El placer de la venganza en la reproducción. Un día se decidieron para el asalto final a los barrios re sidenciales. Ya para entonces las fábricas se habían trasla dado a otros sitios y fue suspendido el tránsito de vehícu los en las calles y vías rápidas que de inmediato fueron in vadidas por jacales de cartón y láminas de desperdicio. Ca- suchas endebles barridas después por los transportes milita res cuando el gobierno dio plenas garantías para que los dueños de las promesas evacuaran la ciudad. 12 Muchos tercos se quedaron en sus propiedades protegi das por cercas electrificadas. Juanito leía todo esto en los labios de su padre. Leyen das en las que no creía del todo. Como tampoco creía que detrás del techo amarillo de monóxido de carbono hubiera un sol, una luna y millares de estrellas. Hasta el día en que vió la rendijita azul del cielo. ...Y creyó en Dios. -------- = — • •• ( ■ V DOS J uanito buscó a Dios en las catacumbas del metro. No lo encontró. Aquello estaba muy oscuro. Sólo los pequeños altares en las estaciones intermedias se alumbraban con los huesos de los primeros precaristas arrollados y muertos por los rápidos trenes. Los vagones se convirtieron en condomi nios en las antiguas terminales. El anciano senador que vivía en el taxi le dijo al niño que sí existía el cielo azul. Al otro lado de las montañas, rumbo a la costa. Decidió ir a buscarlo. Necesitaba encontrar a Dios. Re cogió flores para alimentarse en el camino. Las flores se re producían en los camellones y glorietas. Eran amarillas y brotaban por todas partes. Inclusive entre las grietas del pa vimento y en las bocas de los cañones abandonados a la he rrumbre en lo que era la zona militar. México era el principal exportador de flores. Ocupaba este producto el segundo lugar después del uranio. China adquiría el 87,5 por ciento de nuestras flores. El senador del taxi descubrió la causa. Pero no tenía a quién comuni carlo. A Juanito, tal vez; pero no lo entendería. Tampoco los miembros del Consejo Supremo del Gobierno. No que ría atreverse a caminar cien kilómetros hasta la nueva capi tal para que le dieran con las puertas en las narices. O lo torturaran con música de “piedras rodantes” hasta enlo quecerlo. Los chinos compraban nuestras flores a precios ridículos. Les sacaban el polen (minerales, vitaminas A, B, C, D, E y K, 15 nucleínas, tiaminas, lecitinas, aminas, guaninas, hidratos de carbono y antibióticos) y lo industrializaban en cápsulas. Las cápsulas nos las cambiaban por uranio. En una palabra, nos engañaban como a un chino. O los miembros del Consejo Supremo practicaban el antiguo jue go del ten per cent que acabó por hundir a este país cuan do daba lo mismo poner a un chico a sacarle punta a los lá pices que colocarlo al frente del monopolio siderúrgico del Estado. Los precaristas no tenían otra actividad que cortar Lo res. El Consejo Supremo se las cambiaba por cápsulas chi nas. El hambre, al fin, había sido erradicada. Ya no tenían que asaltar casas y matar a sus moradores para robar comi da. En las cápsulas había una sustancia química añadida: un sicotrópico que neutralizaba la agresión. El padre de Juani- to no podía tragar las cápsulas. Sólo comía flores, por eso mató a un hombre. Alguien en el Consejo Supremo propuso cianuro en las cápsulas en lugar de sicotrópico. Lo condenaron a muerte por inhumano. En realidad sin precaristas no se justificaría la compra de las cápsulas. Ni el ten per cent correspondien te. Juanito emprendió la marcha hacia el oeste. En una bol sa llevaba las flores y su inseparable smogy. Los precaristas lo veían con indiferencia, siempre y cuando no les invadie ra su metro cuadrado de espacio vital. Un día conoció los árboles. Eran pocos y estaban rodea dos con cercas electrificadas. El fin era protegerlos de los hombres-termitas que habitaban en la montaña. Indígenas puros que acabaron comiéndose, en el sentido literal de la palabra, sus propios bosques. Hacían incursiones nocturnas a las partes bajas de la ciudad. Se robaban palos de escoba y tablones que arrancaban de casas abandonadas, para lle varle de comer a sus, hijos. La madera de cedro cocida al carbón era riquísima. A veces tenían que conformarse con resinosas astillas de ocote. 16 El Instituto para preservar al indígena temía que en cualquier mutación generacional los niños nacieran con raí ces en las plantas de los pies. El cielo seguía amarillo y Juanito tuvo que seguir ade lante. No vio las redadas de los hombres de las llanuras, lle vándose a los niños indígenas para esclavizarlos en las plan taciones de nopales. Los atraían hasta las jaulas con las go losinas de los mondadientes. Caminó por el curso serpenteante de un río de asfalto petrificado. El senador le había contado que siguiéndolo llegaría a cualquier parte. No se podía hacer a la idea de que por ahí pasaran anteriormente casas, como el taxi del senador, bufando a 160 kilómetros por hora. Cero a diez, según estuviera el tráfico. Elasta que un día comenzaron a arrojar automóviles a los tiraderos de basura, como si fue ran latas de cerveza deshechables. Por las noches se quedaba a dormir dentro de cascarones de bombas de gasolina en lo que alguna vez fueran estacio nes de servicio. Las letras de Exxon o Mobil, carecían de todo significado para él. Como tampoco le decían nada las estructuras metálicas de las torres por donde se tendían los cables conductores de electricidad. Ahora colgaban de ellas, como flácidos cor dones umbilicales de progreso. Una madrugada vio, en un pestañeo de frío a campo ra so, un puntito de luz muy brillante en el cielo. Cuando des pertó, en pleno día, ya no estaba. Sólo era el mismo cielo oxidado. Creyó haber soñado. Siguió caminando. Nunca había visto un río. Ni siquiera una vaca. Papá le había contado que antes había muchas y daban leche. Tan increíble como encontrar un celacanto silbando en la rama de un árbol. Porque tampoco había árboles. Sólo flores amarillas a lo largo del camino. El país estaba lleno dé ellas. Las flores y el cielo se fundían en el horizonte. El niño sentía que el espacio se le caía encima cargado de soledad. Una sensación de asfixia le oprimía las vías respiratorias. Le faltaba el olor humano. Se ajustó su smo- 17 gy sobre la cara y comenzó a sentirse mejor. Sólo se la qui taba para comer su ración de flores. Eructaba acetaldeído. Los hombres-termitas se habían quedado en la madera como factor de subsistencia. Como siempre, llegando tarde a todo. El hombre de la ciudad llegó al petróleo como ali mento básico, filetes de brontosaurio sazonados con carbo no 14. El polen de las flores estaba enriquecido con hidro carburos. De ahí su valor nutritivo y su demanda en los mecados internacionales. Y es que en México cuando tem blaba la tierrra estornudaba petróleo. Hasta que un día lle gó la plaga de la oleovita. Pero en ese tiempo, los ecólogos ponían el grito en el cielo, por así decirlo, cuando la camarilla en el poder deci dió convertir a los ríos en oleoductos naturales. Los detuvo la imposibilidad técnica para controlar su salida al mar y que los buques cisterna piratas estuvieran al acecho en las cercanías de los límites de las aguas territoriales. Algunos inclusive venían muy bien adaptados como refinerías flo tantes. Cuando apareció la oleovita, el petróleo dejó de ser una fuente de energía. Los precios se desplomaron. Ya nadie lo quería, salvo algunos pequeños países de Africa para lám paras de mechero. Pero resultaba incosteable el flete. Que rían pagar con cacahuates. Antes de que la plaga se exten diera por todo el mundo, claro. Fue entonces cuando irrumpió la edad del uranio. Aun que para ello pasaran muchos años de vacío de energía. Cualquier familia negra del Bronx podía adquirir en Wool- worth un reactor portátil a bajo precio y con garantía para mantener la calefacción hogareña por cincuenta y siete años. La pila atómica tenía el tamaño de un transistor de radio de bolsillo. Obvio, los japoneses fueron los primeros en introducirla al mercado. Juanito no sabía nada de esto cuando tuvo que quitar natas de chapopote para poder beber agua en una pequeña laguna. Había historias que el bondadoso senador se había nega 18 do a contarle para que el niño no perdiera la fe en el ser humano. ¡Pobre infeliz! ¡Aún tenía esperanzas en que Mr. Nean derthal no fuera llamado nuevamente a escena en esta gran mascarada de la vida! 19 ■------------------i— i— ---------- ------------------ i g TRES E l senador no tenía nombre. A todos les decía que lo había olvidado. Y se lo creían. Era un viejo con todos los años del mundo encima. La realidad era otra. Hacía mucho tiempo que había ase sinado a su nombre. Lo fue a sepultar clandestinamente al pie de la estatua de Gonzalo Teruel, en lo que era el jardín de Santo Domingo. Lo amortajó en una cartera de cuero donde guardaba su credencial de inmunidad parlamentaria. Con ella podía moverse libremente por el país sin pagar de rechos de peaje. Y libre acceso a los fraccionamientos residenciales ro deados de alambradas electrificadas. Durante la Segunda Guerra Mundial, lugares como éstos se llamaban campos de concentración y la gente era alojada contra su voluntad. El senador iba a visitar a sus amigos ju díos. ¿Por qué ese funeral en Santo Domingo? El senador consideraba a Teruel como el constructor del México mo derno. Este calificativo se le había venido aplicando al país desde los primeros solares construidos por los españoles a partir de 1521. A Teruel lo mataron demasiado tarde. Cuando recibió el balazo justo en medio de los ojos, ya había empujado aí país al precipicio. El siquiatra loco jaló el gatillo con cincuenta años de re traso. Según sus propias palabras, cuando lo interrogaba la 21 policía, creían que detrás había una conjura a nivel inter nacional. En ese tiempo el senador era líder estudiantil. Organiza ba movimientos de protesta contra el analfabetismo impe rante en los centros de educación superior. Cuando se enteró de la muerte de Teruei en un microca- ssette de noticias que le prestó un amigo, comentó que al sistema no se le puede matar con un pedazo de plomo. Co mo tres clavos tampoco terminaron con el cristianismo dos mil años atrás. Sin embargo, no excluía de culpa a Teruel. ¡El país esta ba en la orilla! Sólo lo empujó al vacío. - “Vamos a dar un paso adelante”- , decía. Y lo dimos. Sin embargo, sería como acusar al último Claudio de la caída del Imperio Romano. Y ya visto desde el punto meramente histórico, lo que hizo Teruel fue un acto de rapiña. Le vació los bolsillos a la ropa de un cadáver. La historia real. No de esas que se escriben por decreto. Es fácil denunciar al pentágono de haber orientado hacia nuestro país el curso de los ciclones, arrastrando con vien tos de ciento veinte kilómetros por hora los desechos de aerosoles que antiguamente se aplicaban los blancos en las axilas para no oler como negros, o éstos para oler como blancos. Difícil reconocer la operación sanguijuela que se pegaba a los poros del territorio para chuparle hasta la última gota de sangre. Una sangre negra, espesa y aceitosa. Antes, mucho antes de que apareciera la oleovita, el país se había convertido ya en el primer productor mundial. El imperio vecino lo pensó dos veces antes de agregarle una estrellita más a su bandera. Y es que tenía que cargar con ciento cincuenta millones de habitantes de los cuales el 87.5 por ciento era improductivo. Ya con los negros y los chícanos tenía bastante, consideraba. Inclusive el congresista Billy White, por Delaware, fue abucheado cuando propuso recluir a todos los negros en 22 Texas. Y después regresarle el estado a México. Ya pavi mentado, claro. Teruel y su camarilla hicieron una gran fortuna. Ven dían el petróleo hasta en frascos de medio litro. Como bo tellas con agua bendita de Lourdes. Para salvar al país de la crisis económica, decía. Cuando lo mató el loco de la gabardina, Teruel se dispo nía a tomar la presidencia casi por asalto. Tenía su propia fábrica de votos en el Partido Nacional Demócrata. Los políticos enriquecidos competían entre sí no para ver quién tenía más dinero, sino cuántas generaciones en la familia tendrían resuelto su problema económico. Teruel presumía de cinco generaciones. Pero quería igualar a esas que aparecían en el pentateuco bíblico. Y se lanzó sobre el uranio. Entonces consideraba que al petró leo le ocurriría lo mismo que al vapor cuando fue desplaza do por la electricidad y los hidrocarburos. Pero ahora serían sus propias reglas de juego. El imperio decadente tenía la tecnología, nosotros el uranio. El metal estaba casi a flor de tierra. Sin saberlo, los indí genas del norte del país lo usaban en las ladrilleras para construir sus casas de adobe. Como sus antepasados utiliza ban el oro para hacer vasijas y braseros ceremoniales. El senador sin nombre sabía que Juanito era un descen diente directo de la tercera generación de Teruel. El co mandante Falco se enteró mucho después. Juanito sólo es taba conciente de haber nacido bn un taxi abandonado. Para el padre de Juanito, Alma seguía siendo la joven precarista que conoció en las catacumbas del metro y no la nieta de Teruel y heredera de una gran fortuna. Se llamaba Alma la madre de Juanito. A los diecisiete años saltó por la rama de un árbol la cerca electrificada de la casa paterna. Huía del lujo de la ostentación. Tenía ver güenza después de descubrir los orígenes de la fortuna fa miliar. Un mozo de servicio creyó haberla visto entre los precaristas que una noche asaltaron la mansión para llevar se unos filetes de ternera y algunos litros de leche del refri 23 gerador, luego de matar a los moradores de la casa. El hom bre cayó en contradicciones y las autoridades archivaron el caso. Después del asalto número 3,894 la policía dejó de lle nar expedientes y se ahorró el trabajo de abrir investigacio nes. ¿Para qué? El hambre era la única culpable. Y a ésta no se le pueden poner grilletes ni sentenciarla a penas de cárcel. Hay que matarla. Y esto sólo se logra con alimen tos. Alma se perdió en el anonimato. La masa de precaristas no tenía nombre ni personalidad. El último censo se había levantado allá por el 2014. Y sólo fue aproximado. Nada más por cumplir con la frase de un oscuro candidato presi dencial que Había dicho: si no sabemos cuántos somos, no sabremos qué hacer por nosotros mismos. Era de la oposición y en una valentonada de borrachera aceptó lanzarse como candidato único. Ya nadie quería el poder. La camarilla de los cien años, la resaca que quedaba, huyó al extranjero en busca de sus depósitos bancarios. Fue el último presidente. A los tres meses de haber tomado el cargo, murió de una congestión alcohólica. Al menos fue el informe oficial. Entonces se integró el Consejo Supremo. Porque ya nadie aceptaba el cargo de presidente. Así, entre todos los miembros del consejo descargaban las culpas de sus fracasos. Y se repartían a partes iguales los beneficios. El poder legislativo estaba integrado por sordomudos. Se aseguraba eran descendientes de los antiguos senadores y diputados. ¡Otra vez las mutaciones! Sólo podían levantar un dedo para aprobar todo por reflejo condicionado. Goza ban de muchos privilegios. Y de una inmunidad contra to do llamada fuero. Las decisiones las tomaba el consejo. El único que no era sordomudo resultó el senador sin nombre. Por eso era disidente. Por eso vivía en un taxi del 85 abandonado en la 20 de Noviembre donde murió Alma al nacer Juanito. 24