Dilo con claps El teatro se estremecía con el espíritu de Puccini evocado por la voz, ahora enmudecida, de Cho Cho-San que yacía inerte, mientras las notas del tenor la reclamaban. La música vibraba en el aire envolviendo cuerpo, alma y sentidos de dos mil espectadores con la piel de gallina que se alzaban en pie, extasiados, en silencio. No se echaban de menos los aplausos. Esto ocurría desde cuando las fábricas de aplausos habían quebrado: Un dia, de esos que la historia recuerda por siglos, la tierra giró a 359 grados. Los cocientes de inflación perdieron el juicio; Ibex 35, Nasdaq, Dow Jones, Eurostoxx 50 lagrimearon, la pecunia se deprimió, los datos monerarios se abatieron, los rendimientos no rindieron. Los aplausos se extinguieron en los gráficos financieros, flujos crematísticos, líneas en descenso y después en la memoria colectiva. Todo había empezado veinte años antes cuando Hernán, un emprendedor neófito con ideas que crecían como bambú, se disponía a debutar en el mundo del comercio. Siguiendo su estrategia, entraba furtivamente a conciertos, conferencias, discursos, óperas, funerales y cualquier evento propiciador de aplausos, para capturarlos. Lo hacía utilizando redes asidas a báculos, que vaciaba en costales con cierres herméticos, aunque no siempre lograba pasar desapercibido. «Han anunciado una invasión de mosquitos», decía con naturalidad en caso de emergencia. Con la complicidad de la efusión lograba salirse con la suya. Acomodaba los voluminosos costales en su garaje, catalogados de acuerdo a tres características fundamentales: intensidad, desde macilento hasta ovación; duración, desde cinco segundos hasta dos minutos; intención, desde adulador hasta irónico, pasando por incitante y consolador. Había estudiado la posibilidad de crearse un nicho de mercado con un producto que nadie más ofrecía y su visión fue un acierto. Bajo el lema “Dilo con claps”, recibía los pedidos online o por teléfono y los distribuía a domicilio. De tres costales diarios pasó a seis y a doce y Hernán se hizo a un furgón con conductor para optimizar las entregas. El garaje estaba a reventar, por lo cual fue necesario conseguir una bodega, en la que instaló archivadores altos, medianos y bajos; cuadrados, redondos y octagonales, además de una mesa de trabajo con bisturís para contornear mejor los productos. Los menos abultados eran los tristes, que, por ser rectangulares, se acomodaban con simetría, mientras los exaltados eran redondos con rayos delgados de hasta cinco centímetros de largo, los injustos eran protuberantes y puntiagudos, las ovaciones parecían mariposas en vuelo. Dilo con claps floreció deprisa y Hernán abandonó los deslices en actos ajenos para montar su propia línea de producción, que se multiplicó con el tiempo hasta dar trabajo a cien operarios en diez líneas. Organizó cursos de formación hasta lograr la excelencia en muchas modalidades de aplauso como el zalamero, discreto, espontáneo e inducido entre otros, todo garantizado por un estricto control de calidad y certificación UNE-EN ISO 9001. Los clientes apreciaban las innovaciones y Hernán amaba sorprenderlos con nuevos productos: inserciones de voz con clamores de “bravo”, “otra” y “viva”; personalizados, con inclusión de nombres propios, y hasta con ritmo de música para conciertos. La última novedad eran las dosis personales de auto-aplausos, comprimidos en sobres de bolsillo que él mismo había diseñado para que se abrieran con disimulo, con una leve presión. También había dosis medianas, activadas mediante un diminuto control con pila que los dejaba volar gloriosos, muy vendidas sobre todo entre los aduladores para encuentros con sus jefes, profesores, conquistas amorosas. Dilo con claps era el último grito de la moda y todo espectáculo que se respetara incluía en el presupuesto un buen número de costales, que ahora eran elegantes cajas con apertura telecomandada. Además de añadir distinción y prestigio, disociaban a los asistentes de actitudes consideradas vulgares y hasta bochornosas, como lo era el golpearse las manos como matando moscas, cosa que, con el paso del tiempo, había caído en el anacronismo hasta desaparecer por completo. La actividad estaba consolidada. El lema era ya una razón social con franquicia en varios países y cotizada en la bolsa de valores. Atrás habían quedado las recolecciones furtivas, que, en todo caso, ya no eran posibles porque los nuevos aplausos estaban dotados de un sistema de autodestrucción que evitaba reciclajes o plagios. Los originales de un tiempo habían sido sustituidos del todo por los modernos, altamente tecnificados, cómodos y adaptables a cada situación. Hernán había juntado una fortuna, que reinvertía en nuevas líneas. Estaba demasiado ocupado para intuir el desenlace de años de esfuerzos, desvanecidos en un crack económico. Fue así que al bajar el telón no hubo aplausos. Habían desaparecido del mercado y de la vida, pero no por siempre. El teatro seguía en silencio, cuando los actores salieron con venias y saludos. De repente, un clap tímido y espontáneo, casi involuntario, afloró de entre el público. Todos los ojos se voltearon sobre el hombre, que optó por dejarse llevar por la emoción y siguió aplaudiendo. Sin técnicas ni instrucciones, los apalusos renacieron jubilosos y se alzaron en vuelo como mariposas monarca. Las líneas de Dilo con claps habían quedado abandonadas, pero una vez recobrado el aliento, Hernán reapareció con su marca renovada: Dilo con cofs. El catálogo ofrecía toses intencionales y anunciaba, a corto plazo, una novedosa gama de suspiros. LuzA
Enter the password to open this PDF file:
-
-
-
-
-
-
-
-
-
-
-
-