1 Fotografías de hombres solos y mujeres inventadas 2 Para Ángel y Lucca, las dos columnas que sostienen el mundo 3 Hombres solos 4 Todo lo que hace Dios es observarnos y matarnos cuando nos volvemos aburridos. No debemos nunca, jamás, ser aburridos. Chuck Palahniuk, Invisible monsters 5 Ya no me pone triste leer a Murakami Antes me ponía bien triste leer a Murakami. No soy un gran amante de repartir culpas, pero esa es una que le atribuyo sin remordimientos a mi exmujer. De ella puedo decir tres cosas: era sicóloga, amaba comer y leía todo el tiempo. Me prestó la primera novela que leí del japonés cuando aún éramos una pareja de personas atractivas que bebían cafés y veían películas sin intenciones de amargarse mutuamente la vida. La idea de casarnos vino mucho después. Aquella novela era Al sur de la frontera, al oeste del sol. Recuerdo que me gustó muy poco, o casi nada. De las cosas que rescaté de la narrativa inusual y extraña fueron los rasgos comunes del personaje central y narrador conmigo, algo que, dicen los entendidos, es común a las buenas obras literarias. El hombre regenteaba un bar de música jazz y solía atender la cantina. Preparaba un excelente Cape Codder y estaba más solo que Pompeya después del Vesubio. En aquella época, yo había cerrado en definitiva mi consultorio dental, rematado la silla hidráulica, las herramientas periodontales y los muebles de caoba, para abrir un modesto lugar de tragos en la floreciente zona norte de la ciudad costera en la que viviríamos los tres años de malogrado matrimonio. Terminé la lectura a mediados de semana y ese mismo viernes incorporé el Cape Codder al menú especial de las clientas habituales. Utilizo el femenino con toda alevosía, porque en aquel bar descubrí que sólo las mujeres piden tragos vistosos y coloridos en un bar de treintañeros. Los hombres se decantarán siempre por la cerveza de barril, el whisky —de doce o dieciocho años, da igual— o rones de la peor calaña con refrescos de cola. Los primeros Cape Codderlos serví a tres mujeres hermosas y solteras que a principios del año habían abierto un despacho de arquitectos en el edificio de enfrente. Era uno de esos complejos modernistas con abundancia de cristal y acero, dividido en seis locales del que ellas ocupaban dos. Solían darme charla abundante y 6 consolarsecon mi humor gremial del desastre que somos los hombres nacidos después de 1960. Preparé los tragos con un vodka nuevo que el proveedor me había regalado en un paquete promocional, limones frescos y el jugo de arándano caro y exquisito que compraba no tanto por aumentar la calidad de los cocteles, sino porque me gustaba escanciarme un vaso cuando hacía mucho calor y ésa era la única marca que soportaba. La verdad es que no era el mayor fan del arándano, pero tres urólogos distintos (los médicos especialistas son bebedores profesionales) habían coincidido en la opinión de que sus virtudes para la micción y la limpieza de los riñones eran incuestionables y yo no dejaba de ser un treintón preocupado por una vejez no demasiado convaleciente, en la que todavía fuera posible alguna erección. Mantengo esa esperanza con una dieta rica en zinc y potasio, a pesar de mi hondo desprecio por los ostiones y por cualquier cosa con sabor a plátano. Las arquitectas, que solían beber té Long Island y aguantaban hasta una docena sin que siquiera les cambiara la voz, se volvieron amantes del Cape Codder. Esto es lo más positivo que recuerdo de Al sur de la frontera, al oeste del sol. Mi problema con las historias de Murakami —o mejor dicho con sus finales, que siempre encontré atroces— es que me dejaban en un estado de desolación incomprensible para mí o para Ella (deberíamos ponerle un nombre, lo sé, pero soy un caballero y un enemigo de hablar de las mujeres o, todavía peor, de las exmujeres), y del que sólo salía después de mucho tiempo, con la ayuda del ruido, el calor o las cotidianeidades del día a día en el local que rentábamos. Era una nave industrial de una zona vieja que había sido, en los ochenta, predilecta de los agricultores locales para instalar sus almacenes, silos, despepitadoras y oficinas de administración y que, tras el caos del noventaicuatro, habían caído en el abandono y sido embargadas por bancos, hipotecarias o el cabildo municipal. La nuestra había sido rescatada por el nieto de un viejo cacique, cuya familia venida a menos vivía de arrendar las casas del abuelo y aquella mole abandonada. La usábamos a un precio decente, pero a cambio de eso lidiábamos por lo menos una vez a la semana con una fuga en las tuberías rotas, un apagón inesperado, goteras en la época de lluvias o una 7 plaga de ratas que extrañaban los buenos tiempos de los costales de trigo. Gracias a aquellos trastornos, mi mente se obligaba a comunicarse con los músculos y, al aroma nauseabundo de las aguas negras, los cables quemados o el raticida, volvía a la realidad. Ella, por supuesto, no lo tomaba bien. Varias veces me recomendó, con un tono muy profesional que yo reconocía por su forma de tocarse con el índice el armazón de los anteojos, que no le dedicara tiempo a la lectura de la ficción Murakamiana si no era capaz de discriminar entre eso y la vida real. Tu problema es que te lo crees todo, Petit, solía decirme —porque ella me decía Petit desde el día que me conoció y que descubrió que yo era tres o cuatro centímetros más bajito que ella— Y ni siquiera el mismo Murakami se cree todas esas paparruchas. Sus personajes son sublimaciones de áreas específicas de la personalidad de mujeres artificiales, ficcionales y sosas, y sus diálogos son un esfuerzo muy bien calculado de parecer terrenal, mundano y, vaya, real. Ella usaba esa jerga profesional en el espacio que mediaba entre la sopa y la ensalada, como si tal cosa, y para cuando llegábamos a la gelatina o el pudín de esa tarde, ya me había dado una cátedra simultánea de sicología de la personalidad y novela contemporánea y yo me encontraba avasallado por un montón de párrafos mentales que no entendía ni me interesaba entender, pues lo único que deseaba era que ella regresara al consultorio para yo poder estar en casa y leer Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, un ladrillo azul que ella misma me había regalado en mi cumpleaños en la misma mesa del mismo restorán. Fue mi segunda novela de Murakami y nunca la hubiera leído si no hubiera sido porque ella me la regaló envuelta en una caja de Choco Krispies y con una tarjeta que decía: Petit, tú eres el pájaro que da cuerda a mi mundo interior, feliz cumpleaños. Y no es que no quisiera leerla, sino que menos de un mes antes yo lo había visto como libro del mes en la librería de Sanborns y me había escandalizado del precio estratosférico que podía alcanzar medio kilogramo de papel gracias a la firma de un autor de moda. Aquel 8 año empezarían las nominaciones anuales a Murakami para el nobel de literatura y al siguiente empezarían los memes que lo tachaban de eterno perdedor. Nunca fui un buen cocinero. Mi repertorio de guisos consistía en varias formas de revolver huevos con embutidos y cocinar alguna pasta si la ocasión lo requería. Es decir, si tenía una mujer invitada a comer. Cuando Ella se apoderó de mi cocina y trasladó a mi casa una docena de sartenes, ollas y herramientas de formas caprichosas, no volví a tocar la estufa como no fuera para calentar una tortilla. Ella cocinaba casi todos los días y las cuatro habitaciones de la casa se llenaban del aroma profundo y generoso del ajo tostado, la picadura de cilantro, los chiles tatemados y el pan de levadura. Incluso horneaba galletas en los días nublados, como las abuelitas proverbiales, pero no toleraba la presencia de nadie en su ritual. Mi trabajo consistía en dejarla en paz y en celebrar sus guisos con lujo de alabanzas. En sus salidas ocasionales de la ciudad, yo cocinaba el espagueti aburrido e insípido de mis días de universitario y experimentar aquel sabor atontado me regresaba un poco de la dicha nostálgica de aquellos malos años. Quizá por ello, la primera narración de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo me pareció entrañable y me predispuso a sentir simpatía por TooruOkada: un hombre solo en casa, con ropa de algodón, que escucha un disco de música clásica mientras hierve agua para cocer espaguetis. Leí la novela sin interrupciones cada día de las siguientes tres semanas y fue en esa veintena de días que descubrí el efecto sedante y alucinógeno que la narrativa de Murakami tiene sobre mi rutina. Por las noches, mientras trapeaba la cristalería y colgaba las copas en la contra barra, pensaba insistentemente en alguno de los pasajes que había leído ese día, o me devanaba los sesos intentando descifrar las verdaderas claves de los acertijos siempre irresueltos de sus subtramas funestas. Al llegar a casa me daba un baño frío, me ponía calzones limpios y me recostaba al lado de Ella, que por lo general ya dormía el sueño de los justos, la cabeza sobre el brazo derecho, el cabello largo y suelto sobre los almohadones, la boca apenas entreabierta, a navegar en la pantalla de la portátil a través de vínculos y vínculos de 9 Wikipedia que tenían que ver con alguno de los hechos históricos de la ficción de turno. A la distancia del tiempo puedo reconocer que aquella era una conducta excesiva, pero cada uno desarrolla las manías para las que le alcanza el cuerpo. Yo siempre tuve baja tolerancia a los excesos, lo que me convirtió en el abstemio aburrido que soy, y mi aparato respiratorio funciona con una eficiencia de reloj suizo, así que jamás ronqué. Mi hábito nocivo era continuar las ficciones en el campo sagrado de la vida real, y para colmo, durante el sueño de Ella, de manera tal que, al despertar, Ella se encontraba conmigo, que no había dormido, estragados los ojos por la lectura, revueltos los cabellos por los cambios de posición y listo para el cadalso por el cúmulo de emociones que significaba haber pasado la madrugada viendo documentales atroces sobre la guerra de Manchuria o la barbarie mongola. Ella se servía su cereal de fibra y frutos secos y lo comía mirándome intentar sopear un pan en el café con el tino que puede tener un moribundo.Se servía el jugo de naranja del que yo terminaría bebiendo la mitad —la verdad es que ella lo odiaba y se obligaba a beberlo porque tenía una tendencia congénita al resfriado—, mientras yo fregaba los platos que había ensuciado en mis visitas nocturnas a la cocina, en un estado de vigilia forzada que interrumpía tan pronto escuchaba el motor de su sedán dar la vuelta a la esquina. Encendía el control de clima artificial, lo programaba en su modalidad más glacial y me envolvía en dos cobijas peludas y mullidas a dormir la mañana completa. Al mediodía, cuando Ella regresaba a comer, me encontraba renovado y vivo, con un afeitado reciente y el fresco aroma de azahares del perfume que ella me compraba dos veces al año. Comíamos en medio de una charla animada sus guisos impecables, bebíamos pequeñas tazas del café de sobremesa y, a los postres, nos recostábamos a leer nuestras novelas de turno. Ella usaba unos anteojos minúsculos y frágiles que corregían apenas la miopía incipiente que heredara del padre y solía tocarlos con el dedo índice tanto por coquetería como por autoridad profesional. En la época de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Ella estaba enfrascada con El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el libro genial de Oliver Sacks que 10 había comprado por recomendación de su viejo tutor de la maestría y que no era tanto una obra literaria como una compilación de casos clínicos tan estrafalarios que superaban cualquier posibilidad de la ficción. Se tocaba los anteojos cada tanto, y emitía unos leves sonidos guturales que eran, al mismo tiempo, de reconocimiento y aprobación profesional. Los sicólogos son unos seres muy extraños. TooruOkada bajó al pozo, el oficial mongol desolló a Yamamoto palmo por palmo y Kumiko mató a NoboruWataya. El final de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo fue tan desolador para mi ánimo que ni siquiera podría expresarlo con palabras. Esa noche, aprovechando que el bar estaba cerrado, Ella preparó un risotto a la genovesa y cenamos juntos, al amparo de dos botellas de vino frío. No fui capaz de articular más de seis frases. A mi congoja, que era como un nervio expuesto, se había sumado el hondo malestar que me produce el olor de los mariscos al cocerse— un aroma francamente nauseabundo—, y me sentí incapaz de sobrevivir el resto de la noche. El sabor celestial del risotto mitigó aquel vértigo, y las tres copas que bebí me devolvieron la serenidad del espíritu. Antes de dormir, hicimos el amor. No recuerdo nada de aquel encuentro, salvo la ropa interior de Ella, que era nueva y demasiado elegante para una cena en casa. Tardé más de dos semanas en comprender que aquella noche celebrábamos nuestro tercer aniversario de bodas. En mi defensa: esas dos semanas pensé en pocas cosas. Al día siguiente de la cena, cuando Ella descubrió que la leche semidescremada se había terminado y que esa mañana sería imposible comerse el cereal, se llevó las manos a la cara y lloró de una manera que jamás le había visto y sólo volvería a ver una vez. Sacó todas sus cosas de la casa en tres días, empezando por los libros. En esos pocos días contemplé mi verdad miserable: el imperio entero de mi hogar le pertenecía a Ella. Sin su presencia en casa, mi fortuna consistía en papel higiénico y productos de limpieza. Tenía dos sartenes viejos y herrumbrosos y media vajilla de plástico azul que alguien me había regalado en mi época de estudiante. Me sentí tan 11 desamparado que comencé a llamarle por teléfono a todas horas, sólo para escucharla y sentir que el mundo seguiría girando al amanecer. Ella tuvo la gentileza de escucharme durante varios días, e incluso, muchas veces, venció sus propios sentimientos heridos para darme un buen consejo procesal o de plano una receta terapéutica. Le pedí que me enviara sus honorarios por correo y Ella me recordó que seguíamos teniendo una cuenta mancomunada para las próximas vacaciones. Deberías irte, me dijo, y no regresar hasta que hayas salido del pozo. No lo hice, por supuesto. Eran días agitados en el bar y una de las verdades del oficio es que no se puede prosperar sin disciplina. Volqué mis energías en largas sesiones de limpieza y organización de la barra, las bodegas, el inmenso cajón de papelería. Por la madrugada estaba tan cansado que me dormía y rara vez recordaba un sueño. Compré platos de persona adulta y un exprimidor de jugos. A veces, a mitad de la mañana, golpeaban a mi puerta. Escuchaba los golpes en la madera sólida y teorizaba sobre la identidad del visitante. Es en verdad variopinta la especie de los tocadores de puertas profesionales: testigos de jehová en labor evangelizadora, podadores de césped y desyerbadores de patios a cambio de sumas irrisorias, menonitas vendedores de queso cocido, mujeres encuestadoras para candidatos políticos, afiladores de cuchillos, actuarios del sistema de administración tributaria que entregan las requisiciones del impuesto predial, empleados de la compañía de cable que dan servicio a sus equipos, mendigos itinerantes en busca de algo de comer, vendedores de pescados, camarones, almejas y otros productos malolientes y asquerosos. Toda una fauna. Por lo general los dejaba tocar las veces necesarias para que desistieran y cuando sus siluetas aparecían tras las cortinas, a la altura del sendero adoquinado que llevaba de vuelta a la calle, volvía a conciliar el sueño. Despertaba alrededor del mediodía. Orinaba, preparaba jugo con alguna mezcla de frutas y vegetales y comía huevos estrellados acompañados de tocino y pan o alguna variante de ese platillo genérico. Leía 1Q84 —un libro de longitud notable—y bebía café. Los urólogos bebedores me habían recomendado un grano de 12 altura cosechado en alguna cooperativa hipster chiapaneca, cuyo alto contenido de antioxidantes lo hacía apto de ser bebido sin convertirse en cicuta en mis riñones. Una mañana sosa los toquidosinterrumpieron mis sueños más temprano de lo habitual. El ritmo apresurado y violento de los golpes me hizo diferenciar con claridad su índole. Aquella no era la cortesía pueril de un vendedor, ni la falsa nobleza de un predicante, o la etiqueta profesional de un funcionario público. Aquella era una persona que planeaba tocar la puerta hasta que se le abriera o estaba dispuesta a echarla abajo a patadas. Resignado, me puse el pantalón del pijama y acudí hasta el umbral. Encontré a un hombre moreno y fornido, de espeso bigote negro y barriga descomunal. Tras él, dos muchachos en sus veintes fumaban y compartían una coca cola en botella de vidrio, recargados en una enorme camioneta. Buenos días, dijo el hombre, Venimos por la estufa. La estufa, pregunté, La estufa que hay que mover, respondió el hombre, visiblemente impaciente. Creo que tiene mal el domicilio, sugerí, pero el hombre no se inmutó. El domicilio es correcto, dijo, lo revisamos con la computadora y es aquí. Hable con su esposa. Mi esposa, volví a preguntar, y en ese momento me di cuenta que estaba comportándome como un retrasado mental o un adulto recién levantado, dos cosas de las que yo tenía un poco. La llamaré, dije, Deme un momento, por favor. Le pido que sea rápido, respondió, seco, el hombre mayor, Aún tenemos muchas solicitudes por atender. No tardaré, grité mientras regresaba a la recámara. Su número era el tercero en el historial de llamadas recientes, debajo del número móvil de nuestro proveedor principal de vinos y licores y del ordene-y- recoja de la comida china que estaba entre la casa y el bar. Como siempre, dejó pasar tres timbrazos antes de responder. Hay unos tipos aquí que dicen venir por la estufa, dije tras las fórmulas de saludo, Me dijeron que te llamara, Qué barbaridad, dijo ella, No se suponía que fueran antes del viernes. Iba a llamarte para que la desconectaras. Lo siento mucho, de verdad, fueron mucho antes de lo planeado, pero te agradecería muchísimo si 13 pudieras entregárselas de una vez. No sabes el circo que es conseguir un servicio de mudanzas eficiente. De algún modo inexplicable, la dulzura de su voz denotaba su cansancio. Escucharla acomodó algunos engranes en mi cabeza y por fin pude razonar: efectivamente, aquella estufa era suya. Antes de su llegada a la casa, yo cocinaba en una pequeña placa de dos quemadores que conservaba desde la universidad y cuyo destino no recuerdo. La estufa de Ella era un monstruo colosal, con un horno programable en el que cabían dos pavos enteros y tenía tantos comandos (que jamás utilicé) que parecía un simulador de vuelo. Les pedí un momento a los hombres para buscar una llave de presión entre las herramientas y desconectar la manguera de gas desde el pasillo de servicio. Todo el proceso, hasta la despedida de aquellos tipos, no duró más de diez minutos. Eran las ocho con veinte y yo supe que no iba a ser capaz de volver a conciliar el sueño. Acostado, con la vista fija en el techo, repasaba la imagen del cristal empañado de la coca cola que los cargadores bebían por turnos. Pensaba en la voz de Ella, en los cientos de tonos indescifrables entre las sílabas de sus pocas frases. No buscaba nada, sólo recordar. Habíamos hecho el amor por última vez un martes en la mañana. Ella había dormido con una bata minúscula de satén. Recordaba el tacto suave y frío de aquella tela entre mis manos y su saliva tibia. Acabábamos de despertar. Terminamos al mismo tiempo, yo dentro de ella. Disfrutaba esa maravilla desde unos meses antes, cuando empezó a tomar la píldora. Volví a dormirme mientras se vestía. Recuerdo su cabello mojado tras el baño y su voz enronquecida diciendo Odio los martes. Aquella noche no llegó a dormir. Me mandó un mensaje diciendo que se quedaría con sus padres.Que quería estar sola y dejarme estar solo. Que hablaríamos después. Me conformé. Había percibido cambios abruptos desde la cena del domingo. Sus silencios habían dejado de ser escasos y habían pasado a ser como lagunas quietas y frías sobre las que no se posaban las aves. La noche siguiente, cuando regresé del bar, sentí un vacío cósmico en la casa. Todo parecía intacto, pero 14 un escalofrío sutil me crispaba la médula. Recorrí la estancia, la cocina, el pasillo. Encontré respuestas en la recámara. Su ropa no estaba en el armario; de su imperio de faldas elegantes no quedaba nada. Sobrevivían, fláccidos y solos, dos abrigos negros. Faltaban pocos pares de zapatos. La imaginé entrando a hurtadillas, tras asegurarse de la cochera vacía, de la ausencia de luz. La imaginé llenando su maleta roja sin permitirse la manía de doblar a la perfección prenda por prenda. La imaginé poniendo sus botines y stilettos en la pequeña cajuela del sedán y no sé por qué, la imaginé llorando. La revelación me devastó. Me serví un tazón de té de menta con miel y lo bebí a sorbitos, con una docena de grillos como música de fondo. De aquello parecía hacer una eternidad, pero apenas habían pasado dos semanas y ahora yo era el orgulloso amo y señor de una cocina sin estufa, un armario lleno hasta la mitad —y por lo tanto vacío hasta la mitad— y una cama demasiado grande. Seguí llamándola por las noches de entre semana, casi a diario. Los fines de semana, cuyas noches tenía demasiado trabajo, le enviaba mensajes de buenas noches y alguna broma o foto chistosa, a las que a veces contestaba con un simple jaja. Bastaba. Las noches en que hablábamos, evitaba preguntarle por su regreso a casa. Omití decirle que el armario seguía medio vacío y que respetaba su mitad como un código de honor. Ella tampoco tocaba el tema. Hablábamos como dos viejos amigos o como una pareja de enamorados que no se han confesado la pasión. En esos días Ella cerró su consultorio y entró a trabajar a media jornada en una preparatoria católica donde le pagaban lo suficiente y le exigían casi nada. Lidiaba con los pequeños problemas primermundistas de unos seres hormonales y soberbios que casi siempre requerían de más abrazos y menos dinero. No fueron pocas las veces que me quemé las vísceras envidiando a aquellos pelmazos uniformados con cardiganes y corbatas rojas que la veían a diario y que seguro le dedicaban al menos un porcentaje de sus masturbaciones vespertinas. 15 Postrado por la inacción, había ido dejando que la casa funcionara como un hábitat salvaje. Acumulaba la basura en una caja de cartón cerca de la acera, para que los perros se sirvieran de ella como su instinto les indicara. Comía en platos desechables o fuera de casa, en lugares donde prepararan rápido y cobraran poco. El baño se había llenado de una película pastosa que hacía parecer la casa abandonada y en el microondas se acumulaban restos irreconocibles de comidas recalentadas. No era raro que hiciera paradas nocturnas en un walmart para comprar un par de calzoncillos limpios. El día número noventa (sí, los contaba de la peor manera posible, cruzando con una equis roja el cuadrito de un almanaque de 1984, por razones que ya entenderán) decidí enfrentar las cosas de una manera diferente. Le restaban menos de veinte páginas al volumen tres de 1Q84 y saber que aquel día llegaría al desenlace fatal de la historia, lejos de desanimarme, me había regresado al mundo. Si era capaz de creer en una segunda luna flotando en el cielo junto a la luna de siempre, o en seres diminutos que habitan en el interior de una cabra muerta y tienen el poder de crecer a voluntad y sembrar la maldad en el universo, sin duda podía creer en mi capacidad de enfrentar un día completo sin ella. El ánimo me duró lo suficiente para barrer los cuatro ambientes, trapear con aceite de pino hasta hacer relucir las baldosas amarillas, deshacerme de unos diez kilogramos de cajas y bolsas de plástico y hacer una cita con el peluquero. Poco después del mediodía recordé que en el cuarto de lavado, debajo de una montaña inexpugnable de ropa sucia, había una lavadora. Tardé más de media hora dividiendo aquel desastre primero por tamaño, luego por color y después por categoría (urgente, mediano plazo o quizá nunca), y cerca del final, cuando en lugar de un montón gigantesco tenía cuatro montones enormes, encontré en el fondo de un cesto de plástico tres calzones de ella. Tres calzones pequeños, de algodón, uno amarillo, uno blanco y azul y uno fucsia. Uno no puede decir que ha sufrido de amores hasta que llora en el momento preciso en que ha terminado de masturbarse oliendo unos calzones. Llorar en el sentido más amplio del verbo llorar. Llorar sin concesiones, sin preguntas, sin pausas 16 y sin palabras. Llorar como una declaración de principios o un razonamiento interminable. Llorar como un monólogo con uno mismo. Llorar frente al espejo, mirándose llorar. Llorar como venirse a borbotones. Llorar de rabia, de miedo, de indefensión, de tristeza, de impotencia, llorar de carencia y de necesidad. Llorar de veras, como se llora solo a solas. Sólo solo. Yo lloré así aquel día. Lloré a mares antes de las tres de la tarde, con el rostro sumergido en la tela suave de los calzones de Ella, que aún conservaban rastro de sus aromas más secretos. Ese aroma que me condenaba y me liberaba fue testigo de mi llanto patético. Llorar con la mano llena de semen caliente no es, amigo mío, una cosa de todos los días. No puedo decir que te lo recomiende. Esa noche no la llamé. Una mezcla de vergüenza y falsa dignidad se apoderaron de mis músculos y me tomé la noche libre. Me quedé en casa. Terminé el tomo tres de 1Q84, aborreciendo y compadeciendo a Ushikawa por partes iguales. No hubiera sido justo juzgar a un ser monstruoso cuando yo estaba en el proceso de monstruificarme. En el librero aguardaban, aun envueltos en plástico transparente,Kafka en la orilla, AfterDark y Los años de peregrinación del chico sin color. Volveré a llamarla cuando termine de leer a Murakami. Eso fue lo último que pensé antes de dormirme, desnudo, exhausto, el rostro cubierto por el calzón fucsia. Amanecerá tarde o temprano. 17 Canicas A pesar de ser un niño, hay cosas que sé mejor que nadie. Por ejemplo, sé que de todo el patio de la nana, el rincón donde se junta más agua cuando llueve es detrás del yucateco. Ahí hay una hondonada que ha dejado la raíz grande y torcida del árbol, y el agua se junta por horas y horas y el lecho de piedrecitas lo mantiene a veces hasta una semana, como un lago miniatura. Ahí pueden soltarse los barquitos de papel y flotan por horas antes de encallarse en un banco de lodo. También pueden trazarse arroyuelos con un palo seco, jalando tierra desde el estanque, y así dibujar todo un pueblito, colocando de manera correcta algunas vaquitas de plástico, los soldaditos verdes y tres o cuatro de mis Hot Wheels. Sé de ese tipo de cosas mejor que cualquiera, porque siempre me fijo. Me grabo las imágenes en mi cabeza y luego las repito una y otra vez, como una película que se adelanta y se atrasa con dos botoncitos en mi mente (Bzzzz, hacen las imágenes cuando van hacia atrás y blarbblarb hacen cuando van hacia enfrente). Las repito y las repito hasta que me las aprendo y luego nunca se me olvidan. Por eso mi papá dice que soy un niño muy inteligente y cuando vienen sus amigos a tomar una copa o a jugar dominó, me deja quedarme un rato corto a hablar con ellos. Todos son hombres que parecen solemnes y serios, hasta que se quitan el saco. Algunos me alborotan el cabello y me hacen preguntas, pero la mayoría se reúne a mi rededor para que les cuente algunos chistes. A papá no le gusta que me quede a contarles chistes, porque a veces se me sale alguna palabrota y mi papá se pone un poco rojo y dice cosas como Estos niños y los amigos dicen Déjalo, hombre, si de seguro escucha otras peores todos los días. Pero de todos modos, tan pronto alguien enciende un cigarro, papá me llama aparte y me ofrece una moneda grande y dorada a cambio de que me disculpe y me vaya a dormir. Luisa me guardó un frasco grandote de vidrio para las monedas. El frasco tenía meses en el refrigerador. Estaba lleno de unos chiles amarillos y arrugados y 18 Luisa tuvo que dejarlo remojando buen rato con unas mitades de limón y agua jabonosa para que se le fuera el aroma. Al final el frasco quedó oliendo muy bonito y fresco y ella lo cerró con la tapa metálica y me dijo que ahí podía guardar las monedas que había estado metiendo en un calcetín sin pareja en mi cajón. Así lo hice y ahora tengo mi gran frasco de monedas escondido detrás de los libros del nueve al doce de la enciclopedia británica. Los amigos de mi papá también me dan monedas por contarles chistes en específico. El chiste del caballo bailarín, por ejemplo, que es uno de los favoritos y que casi siempre solicitan los amigos que vienen por primera vez, cuesta una moneda. El chiste del perico lépero cuesta dos monedas, porque cuando cuento ese mi papá siempre me hace una cara y luego me llama a la cocina para que le ayude a buscar algo, pero en realidad no quiere que busque nada, sino ofrecerme una moneda para que me vaya a mi cuarto. Con las dos monedas del perico lépero y la que me da mi papá junto tres monedas, que es una noche regular. Si eligiera no contar más el chiste del perico, quizá podría registrar más monedas, pero creo que los señores se enojarían poquito conmigo y a lo mejor ya no me pedirían chistes. Entonces sí que me las vería buenas para echar más monedas en el frasco. Aquí en casa no hay forma de ganarme las monedas si no son de los bolsillos de mi papá o de los amigos de mi papá. De la limpieza de adentro se encarga Luisa y la de afuera es terreno ocupado del jardinero. Luisa dice que eso que hace mi papá se llama chantaje y que lo que hacen sus amigos se llama propina y que la propina, aunque es mala, no es tan mala como el chantaje. Para mí, propina o chantaje significan lo mismo: una o dos monedas nuevas en mi frasco, así que me importa bien poquito el nombre que Luisa les ponga. A mi papá, Luisa le dice Don César y sus amigos le dicen Diputado. Yo le digo Papá y cuando quiero hacerlo enojar también le digo Diputado, pero casi nunca hago eso, porque luego las monedas dejan de llegar al ritmo que me gusta y mi frasco apenas va por la mitad y yo quisiera verlo lleno. El otro día le pregunté a Luisa que si qué cosas podría comprarme cuando el frasco terminara de estar lleno y ella me 19 pidió que se lo enseñara y estuvo un rato tratando de contar las monedas a través del cristal. No era fácil, porque las monedas no estaban en filitas como las que hacen los banqueros de las caricaturas o las señoras del súper para contarlas, sino todas encimadas unas sobre las otras, como las piedritas o las conchas de mis otros frascos. Al final me dijo que podía comprarme cualquier cosa que yo quisiera. Yo le pregunté si estaba segura de que podía comprar cualquier cosa y ella volvió a ver las monedas en el frasco y me dijo que sí, que cualquier cosa. Mi mamá lloró cuando le dije que si los amigos de mi papa seguían viniendo todos los martes, antes de las vacaciones yo iba a tener suficiente dinero en mi frasco para comprarle el riñón que necesita. Cuando ella llora es como si de sus ojos azules cayeran muchas gotitas de lluvia. Pero cuando le dije lo de mi frasco, además de llorar, sonreía mucho y enseñaba un poquito sus dientes, o sea que era como si, en medio de la lluvia, brillara también un sol muy grande y dorado. Cuando estoy en la escuela, me gusta jugar a las canicas con los otros niños. Daniel y los demás dicen que en otras escuelas los niños juegan con sus teléfonos celulares o con sus tabletas y sus consolas portátiles de videojuegos, pero en nuestra escuela están prohibidos todos esos aparatos, porque las monjas dicen que pudren el cerebro y están llenos de violencia y degeneración, así que nosotros jugamos como en la prehistoria, con canicas, trompos y pelotas de tenis. Antes me molestaba, pero después de que le platiqué a mi mamá de estas costumbres bárbaras de mi escuela, ella opinó que era una estupenda forma de permitir a los niños ser niños y yo me resigné, porque mi mamá siempre tenía la razón cuando decía esas cosas. Desde entonces le pido a mi papá cuando sale de viaje que me traiga canicas nuevas, de colores distintos y de todos los tamaños. Gracias a que viaja mucho cuando está trabajando en su tienda de campaña, tengo montones y montones de canicas. Unas que brillan en la oscuridad. Unas chiquitas y muy transparentes que mi papá dice que se llaman tiritos y otras grandes grandes que se llaman peyotones, aunque mi mamá les dice catotas. 20 Tengo de casi todos los colores, pero las más bonitas que tengo son unas que me trajo mi papá de cuando su tienda de campaña estaba en una ciudad llamada Puebla. Las canicas de Puebla se llaman agüitas, dice mi papá que porque parece que están llenas de agua (pero no tienen agua). Adentro de las agüitas hay una como pluma de ave o como flor de colores muy bonitos y todo el resto de la canica es transparente. Las agüitas no son grandes como las catotas ni tan chicas como los tiritos. Papá estuvo muy contento cuando vio que empezaba a coleccionar canicas. La primera bolsa me la regaló la nana uno de los sábados que me quedé a dormir en su casa. Eran veinte y estaban envueltas en uno como costalito hecho de malla elástica. Yo ni siquiera conocía las canicas y cuando me las dio pensé que eran como esos caramelos duros y pegosteados que a veces sacaba de la cómoda para ofrecerme, pero que yo siempre encontraba la forma de rechazar porque sabían a anís y el anís sabe horroroso. Cuando le platiqué a mi papá del regalo, me dio la impresión de que se puso muy contento porque sonrió y me dijo que cuando tenía mi edad, él era buenísimo para las canicas —dijo un as, como los de la baraja, aunque estábamos hablando de canicas— y hasta fue conmigo al patio de la nana, cerca del yucateco y los tabachines y se arrodilló junto a mí para enseñarme a lanzar las canicas como un as. Las canicas no son tan sencillas como los videojuegos, aunque también se usan mucho los dedos y la vista. La diferencia es que en las canicas no sólo necesitas tener dedos rápidos, sino también muy hábiles y certeros. Si aprendes a que tus dedos tiren las canicas a donde tus ojos están apuntando, eso se llama puntería y si tienes buena puntería no hay quién te gane a las canicas. Después de que la nana me regalara las canicas, mi papá llegó un día con la noticia de que sería diputado y mi mamá se puso igual de contenta que mi papá cuando me enseñó a jugar a las canicas. Yo me puse contento de verlos reírse y abrazarse, aunque si hubiera sabido que convertir a mi papá en diputado iba a 21 significar que nos fuéramos de la ciudad donde vivían mis amigos y la nana, no hubiera estado nada contento. Mi primer día de clases, una de las monjas me confiscó mi gameboy y me dio muchísimo coraje porque el gameboy era mío y ella no tenía derecho a quitármelo. Ella dijo que eran las reglas del colegio, pero yo le dije que a mí nadie me había dicho las reglas del colegio y que me regresara mi gameboy y ella me dijo que por ser hijo de un diputado, debía saber mejor que nadie que las reglas se hicieron para cumplirse y luego se puso toda solemne y me dijo La ignorancia de las leyes no exime su cumplimiento, y yo me quedé callado y tuve que esperar hasta que regresé a la casa para revisar lo que significaba eximir y cuando le dije a mi papá lo de la monja, él estuvo de acuerdo con ella. No más gameboy para Paulo. Al día siguiente, mamá metió en mi lonchera mi bolsa de canicas. Si me preguntan dentro de veinte años, seguiré diciendo que fue coincidencia que la misma monja que me confiscó el gameboy haya sido la monja a la que le abrió la frente una canica poblana de las que nadie más que el niño Reséndiz poseía en el colegio. La expulsión no me dolió tanto como la humillación de ser despojado del centenar de canicas de mi arsenal. Cada una de esas esferas de cristal me las había ganado en batallas honorables con mis compañeritos. Eran mis medallas. Detesté a mi papá por no haberme defendido, por haber permitido el despojo, por haber incluso gestionado mi regreso a esa institución corrupta e injusta que me había hecho víctima de un crimen tan burdo. Mamá, recostada eternamente en su cama, hizo lo que pudo por consolarme. No me defendió demasiado, pero yo no lo esperaba. En ese entonces, cualquier esfuerzo de mamá era demasiado. Lloré cuando me acarició el cabello y me dijo que lo mejor era que me acostumbrara a las reglas y que tratara de sobrellevar las injusticias con estoicismo —después fui a buscar estoicismo en la británica y no entendí nada— y volví a llorar cuando me dio una bolsita de canicas nuevas que había escondido en el cajón de su ropa interior desde quién sabe cuándo. 22 Dejé de llorar para no verla sufrir, y esa misma mañana reinicié mi amistad con el Manchas, nuestro dálmata destructor. Jugamos todo el día y toda la tarde. Luego le ayudé al jardinero a sembrar una parcela de casi diez pasos de largo con zanahorias. Me prometió que me regalaría algunas de la primera cosecha para dárselas a los conejos de la nana. Por la noche, papá me llamó a su despacho y me regañó durante dos horas por lo que había hecho. Quise defenderme, pero cuando hablé, me detuvo las palabras con su mano levantada y me dijo Lo importante no es lo que haces, sino lo que la gente piensa que haces. Me ardieron las tripas de llanto hasta que el sueño me rescató. Resulta que papá debe haber tenido un frasco como el mío que debe haber llenado más rápido, porque poco después, mi mamá tuvo un riñón nuevo y poco a poco volvió a su rutina diaria, regresó a las fotos en el periódico en cenas con mi papá, a sus colectas de caridad y a su actividad favorita de atender a los huérfanos en el hospicio de los jardines. Para entonces ya mi papá había arreglado que me readmitieran en la escuela, pero la monja que me confiscó el gameboy jamás volvió a dirigirme la palabra y yo seguí sin tener gameboy, así que ya no participé en las conversaciones sobre el nuevo pokémon. Seguí dominando el deporte de las canicas en los patios del colegio. Tanto así que para cuando terminó el ciclo escolar, tenía más de cuatrocientas, incluidas las veinte que me regaló mi mamá aquella mañana de mi desgracia. El Manchas se murió meses después, o eso me dijo el jardinero. Un día regresé de la escuela y ya no estaba. Mis tardes de jugar con él se fueron al mismo cielo que mi gameboy. Supe, sin que nadie me lo dijera, que eso también era cosa de mi papá. Esa tarde tomé la primera decisión adulta de mi vida. Cuando papá bajó las escaleras a las cinco de la mañana para su caminata matutina, sus tenis grises pisaron media docena de agüitas poblanas que muy tarde en la noche olvidé al pie del primer escalón. Se astilló el cóccix —también busqué cóccix en la británica y supuse que dolía mucho ahí— y durante dos semanas disfruté enormemente verlo sentarse en una dona inflable como un salvavidas. Afortunadamente, mamá estaba 23 ya mucho mejor, así que ella pudo llevarme y recogerme del colegio por el resto de mi vida escolar. Papá y yo nos declaramos la guerra aquel día y para siempre. Desde entonces yo lo quiero y lo odio con la misma intensidad, de la forma en que debemos querer a nuestro padre todos los hombres de bien. 24 Periplo del frío Miércoles 05 de noviembre Ensayo un cuento. Mentira. Tengo dos personajes sin historia: Lucas es un viejo y consagrado pintor que sufre de priapismo y Bruna una joven prostituta con anorgasmia. Lucas, en la cúspide de su carrera comercial, gasta fortunas en tratar su problema, sin éxito. Bruna vive con la eterna sospecha de que ha contraído una letal enfermedad venérea, pero su miedo es tal que se rehúsa a hacerse ver del médico. Desarrollo ambos personajes con fluidez y calma durante tres o cuatro horas, pero nunca consigo juntarlos. La trama sencillamente no se configura. El conflicto no existe, o está pálido y casi invisible. El día decae mientras bebo un café tras otro y lucho contra la imposibilidad de ponerle apellido a Lucas. Con Bruna no ha sido difícil. Guardo el documento en la carpeta En proceso y me masturbo salvajemente viendo en un monitor de cincuenta pulgadas y en alta definición cómo dos negros enormes se cogen a una adolescente de coletas. La tarde se diluye rápido. Detesto que en invierno oscurezca temprano. Doy de comer a Julio y al Cáscaras directo de la lata. Hace tres días que no encuentro sus platos. Viernes 07 de noviembre Salgo. La ciudad es amarilla bajo el sol torpe de las once. He dormido mal y entrecortadamente, perseguido por un sueño en el que un monstruo hecho de varillas me acechaba a través de múltiples casas abandonadas. Logré escapar de él, pero no así otros niños (ah, es verdad, en el sueño yo era un niño), a los que alcanzaba y consumía. La parte más bizarra del sueño es que, una vez comidos, los niños se convertían en vidas de Megaman. 25 El termómetro marca veinte grados. El clima me es tan agradable que termino la caminata en una banca de la Plaza 6 de abril, buscando el sol con la piel de la cara. Me agradan los cientos de hormigas que parecen recorrerme cuando ese calor sutil descubre mis corpúsculos de Ruffini. Con los ojos cerrados, intento visualizar la actividad eléctrica generándose en los micro receptores, viajando a través de nervios electro-conductores y decodificándose en la corteza cerebral, donde las sinapsis neuronales los traducirán a una sensación placentera que el hipotálamo manifestará secretando endorfinas. En mi mente predominan los azules. Lunes 10 de noviembre Llamada de Ágata. El periódico le ha encargado una entrevista con un intelectual y ella me llama para pedir recomendaciones. Hago una breve lista de mis conocidos, ordenándolos por el largo de la barba. A mayor barba, mayor importancia. Ágata me pide los números telefónicos de tres y prometo enviárselos por mensajería instantánea, pero lo olvido. El resto de la mañana, como FrootLoops sin leche, rellenando un tazón cada vez que lo vacío y discriminando los aritos por color. Los naranja son, sin dudar, mis favoritos. Liga Premier Inglesa: Manchester- Chelsea: 3-1, Stoke-Liverpool: 2-2, Newcastle-West Ham: 1-0. Liga BBVA. Madrid 5- Getafe 0, Barcelona 2-Rayo Vallecano 1, Real Sociedad 2-Villareal 1. Bundesliga. Stuttgart 1-Borussia 2, Bayern 3-Hertha Berlin 0… Ágata, visiblemente histérica, llama de nuevo. La mala calidad de mis excusas no disimula mi voz adormilada. Al fondo, José Ramón Fernández desglosa jugada por jugada un Boca-River de 1983. Dicto los números con un sonsonete que me aburre y seguro aburriría también a Ágata en un día menos frenético. Antes de cortar, recuerdo preguntar por Altagracia. Está en la guardería, dice su madre. Luego escupe un Gracias frío y cuelga. Encontré los platos de Julio y el Cáscaras. Estaban debajo del lavadero, escondidos tras las botellas de blanqueador. 26 Martes 11 de noviembre La auxiliar de recursos humanos me llama a las ocho de la mañana para cuestionar mi asistencia el día anterior. Ante mi airado reclamo de que no tengo por qué asistir los domingos a la oficina, me responde con voz glacial que ayer fue lunes. El calendario en mi refrigerador le da la razón. Prometo conseguir un justificante médico. Tampoco hoy iré a trabajar. Contemplo la ciudad por la ventana. Todo es caos. Red social: @NewYorker: Jordan Sullivan approachesphotosnot as documents, but as visual stories. A look at hiswork @taquerosatanico: hoy ando más perdido que Yuri en su etapa cristiana sayajin. @revistaproceso: ZEDILLO a PEÑA: “estamos mal, muy mal, en materia de estado de derecho” @DiegoEOsorno: Nuestro desamparo no empieza ni acaba en Iguala. Hoy cumple un año en la cárcel Gonzalo Molina, uno de los 17 pesos políticos de Guerrero. @BoingBoing: Billy Corgansurelovescats! Viernes 14 de noviembre Por quinto día consecutivo, me siento en la misma banca de la Plaza 6 de abril. La chica que atiende el puesto de libros antiguos me mira con una curiosidad mal disimulada. Sé que me fotografía cuando cierro los ojos y recibo el sol en la piel. Me ha crecido la barba, pero es normal en noviembre. Imagino el texto que acompañará a la foto cuando ella la cuelgue en alguna de sus redes sociales. La imagino una mala poeta, o una narradora pretenciosa. No es un prejuicio causado por su bufanda oscura o sus lentes de pasta, sino una mera intuición. Partida de 27 ajedrez con el maestro Pedraza, de la que, como siempre, salgo destrozado. Alfil negro de regalo. Nueve partidas más y tendré completo mi propio tablero. He decidido que Lucas no sólo sea un pintor de ochenta años con priapismo, sino que utilice su herramienta viril (siempre dispuesta) para la pintura. Me paso el resto de la tarde visitando locales de arte, en busca de un aditamento que permita pintar con el pene. Tengo éxito en el sexto. Apellidos probables para Lucas (hasta el momento): a) Berriozábal. b) Montes de Oca (pero ya lo he utilizado) c) Viñedo (no me convence) Viernes, 28 de noviembre Por fin terminé el cuento y Ágata me recomendó con Fa Esparza, la editora de Máscaras. Menos de una hora después, uno de los mensajeros de su diario arrojó a mi puerta un legajo con los veinte números más recientes de la publicación multicolor de Esparza. Busqué un mensaje escrito con la letra de Ágata, pero lo único distinto de las revistas era el lazo de plástico irrompible que las ataba con un cincho. Desistí y las transporté a la mesa del café. Retomé la partida de Plantas versus zombis que Altagracia había dejado en pausa la noche anterior. La mecánica del juego es sencilla: se eligen siete plantas con distintas capacidades destructivas para resguardar una casa suburbana de horda tras horda de cómicos zombis hambrientos. Mi favorita es una papa/mina de contacto. La de Altagracia, una catapulta de repollos. Jugué por casi dos horas, luego salí a la calle a procurarme algo de comer. Por la tarde no pasó nada que valga la pena relatar, pero en la noche, mientras buscaba un cajón para el montón de ejemplares 28 de Máscaras, me encontré con un calzón de Ágata y lo olí hasta quedarme dormido. Eyaculé durante el sueño. El divorcio, al parecer, es una segunda adolescencia. Por cierto: Bruna terminó siendo poco más que un personaje secundario. No estoy del todo satisfecho con eso, pero han pasado más de quince días. Lo dejaré así. Martes, 02 de diciembre El domingo bebí dos vasos de ponche en uno de los puestos de la plazuela de Catedral. Me gusta el sabor del rompope y la canela en pequeños vasitos de hielo seco. Me recuerdan, de una forma que no estoy seguro de entender, a una infancia lejana en los panteones de un pueblo que no conozco y en el que quizá estuve cuando niño. Jamás lo sabré. Un grupo de muchachos muy erguidos y morenos, tres hombres y seis mujeres, se reunieron en un punto de la plaza y bailaron durante varios minutos canciones africanas. Los muchachos tocaban djembés y dundunes con manos ágiles, mientras las chicas bailaban envueltas en un sudor invernal. El viento, frío, soplaba desde el este. Una paloma comía migajas de churros de un charco en el jardín. Después de cada canción, una de las muchachas, alta y magnífica, trazaba un círculo grande con sus pasos de antílope, recogiendo monedas en un sombrero idéntico al de Magritte (o al que Magritte pintaba sobre su cabeza en sus autorretratos) y sonriéndole a los extraños. Le di todo lo que tenía en los bolsillos, excepto diez pesos, que utilicé para un tercer vaso de ponche. Caminé hasta la banqueta del restorán de Rosales. Hugo el Violinista aceptó el ponche a cambio de tocar medio Nocturno. Me dijo que lo tocaría completo a cambio de un hotdog, pero me negué. Hace frío de noche. Miércoles, 10 de diciembre 29 Fa Esparza se comunica conmigo por correo electrónico. Envía breves notas numeradas sobre mi cuento. Las notas dicen así: Apuntes someros sobre Periplo, de JxxxxTxxxxxxx 1.-Entiendo que el narrador acuda con frecuencia a la licencia poética, pero quisiera asegurarme que entiendes bien el concepto de priapismo clínico. Recomiendo estos vínculos: (http://es.wikipedia.org/wiki/Priapismo) (http://www.mediprimer.com/Urology/priapism/) 2.-Aclaro que no pretendo influir en aspectos estructurales del cuerpo narrativo, sino únicamente cuidar que la propuesta estética reúna la calidad estándar que ofrecemos al lector de nuestra publicación. El estilo y redacción me parecen muy buenos, pero es arriesgado escribir sobre un tema que se desconoce. Habla de inmadurez. 3.-Me hubiera gustado que en algún momento de la narración crearas un paralelismo entre Lucas y la figura del Príapo mitológico. Considéralo. 4.-El personaje de Bruna parece estar de más. 5.-Si decides no publicar, sino corregir y reservarte para nuestro próximo número (tenemos un formato bimestral), te haremos un depósito provisional de 50%, a saldar cuando nos envíes tu versión final. De lo contrario, te depositaremos el total el día lunes. En cualquier caso, envíanos tus datos bancarios. Un beso, Fa. Al parecer, Fa es mujer. Jueves, 11 de diciembre Sueño con madre cuando estaba viva. Su cutis lozano y siempre perfumado. 30 Me recuesta en su cuerpo mientras canta la canción del carrito que pitaba. Huele a uno de esos ungüentos con los que embadurnaba mi pecho en las largas convalecencias de mi infancia. Iodex, Vaporub, 666. En el buró hay un quinqué cuyo fuego tiembla eternamente. No entiendo el sueño. No extraño a mi madre. Cuando la muerte llegue, espero que tenga el mismo aroma. Viernes, 12 de diciembre Altagracia. Sus rizos negros bailan al compás de su cuerpo. Salta con una energía que yo no recuerdo haber tenido nunca. En las bocinas suenan sus canciones favoritas. Ha secuestrado desde temprano mi computadora y se deleita escuchando música y viendo clips de youtube. Shakira, MileyCyrus, RobinThicke. Todos esos nombres me son terriblemente ajenos. También Altagracia lo es, a veces. Comemos tamales que su madre nos trajo (anoche, en casa de la abuela, velaron a la virgen, me dice Altagracia en un susurro, y todos teníamos que hablar así, completa) y bebemos un champurrado espantoso que a ella le fascina. Le digo que el lunes recibiré algún dinero y la llevaré al lugar de hamburguesas que le encanta. No le gusta la carne, pero adora jugar en una alberca donde miles de pelotas de colores consumen niños como un agujero negro. Me obliga a llamar a su madre y conseguir el permiso necesario. Ágata no contesta antes del tercer intento. Dice que sí. Altagracia sonríe triunfal. Es una reina de cabellos negros y cachetes profundamente sonrosados. Mi corazón gana calor con su sonrisa. Domingo, 14 de diciembre Regreso caminando de casa de Ágata. No es demasiado tarde, pero hay una brisa helada sobre el mundo. Con las manos en los bolsillos, camino y busco con los ojos lugares con esquinas. Cerca del centro, los negocios encienden sus primeras luces. Infinidad de canciones navideñas se traslapan, creando un solo coro infernal. 31 Frente a mí caminan dos mujeres obesas y magníficas. Visten ropas sensuales. Hay en sus cuerpos una abundancia victoriana, morbosa. Hablan de cosas que no entiendo. Al parecer, el primo de una de ellas es marido de la otra, pero tuvo un amorío con su hermana. La ofendida parece conforme. Por la noche, escribo. Se me ha ocurrido que Bruna, en la frontera de la madurez, encuentra el amor en un hombre diez años más joven. Es un poeta sin recursos, pero leal. La conquista despacio y con dulzura, pero ella, atribulada por el temor de su enfermedad imaginaria, se resiste a dejarlo entrar en su cama. El poeta construye un poemario exitoso sobre el punto nuclear de la prostituta enamorada que niega sus favores. Ante el éxito repentino y el rechazo sexual de ella, la abandona. ¿Y luego qué? a) Bruna, atormentada, se suicida (aburridísimo). b) El poeta, sin ella a su lado para darle tema, no vuelve a escribir nada medianamente bueno. Regresa y le suplica perdón (cursi y asqueroso). c) Bruna, educada por el poeta en la ingeniería literaria, publica una novela sobre el oficio, cuyo éxito entierra el del poeta y la envidia lo cocina por toda su vida (me gusta). Sólo días más tarde caeré en la cuenta de lo parecida que es Bruna a la protagonista de María dos Prazeres. Lunes, 15 de diciembre Llamada de recursos humanos a las diez. La licenciada Orduño me informa que se ha transferido a mi cuenta la cantidad de blablablá por concepto de finiquito. Debo pasar a firmar algunos papeles, pero mi relación con la empresa puede darse por terminada. Hay una melancólica alegría en todo aquello. 32 Correo electrónico de Fa. Está hecho el depósito por mi colaboración para Máscaras. Aún no es mediodía y ya he recibido dinero dos veces. Red social: @GeCo: la cocina es ese lugar donde no hay respeto @ArmandoVegaGil: Vivos se los llevaron, vivos los queremos @Palacio de Bellas Artes @calbert57: al igual que los árbitros los miembros de la "COMISIÓN DE ARBITRAJE", son títeres y marionetas de los dueños del balón….de unos cuantos @Faitelson_ESPN: Messi, Cristiano, una batalla para la posteridad... ¿Quién tiene más ventajas para terminar como el goleador histórico de la Champions? @GFadanelli: En verdad me lo dijo: "Estoy perdiendo la memoria y a veces se me olvida beber." @AristeguiOnline: #Quenosetepase Francia y EU rechazan programa nuclear de Irán. @Sopitas: La cruel venganza de la novia de un gamer… jejeje. Atardecer. La mano pequeña y limpia de Altagracia envuelta en la mía. Cruzamos la calle amplísima que nos separa del Burger Kids. Pedimos Nuggets y papas a la francesa, con enormes refrescos. Ella come apresurada y luego corre sin zapatos hasta la alberca de pelotas. Juega durante horas. Su rostro es el de una suricata traviesa que surge de pronto entre las esferas de colores y me busca por el lugar. Es un submarino ruso en la guerra fría. Cada vez que me encuentra, me sonríe. Mastico una hamburguesa gigantesca y bebo varios vasos de rootbeer. Leo a Élmer Mendoza. Cuando la luz decae, Altagracia regresa hasta mis rodillas y me abraza las piernas. La beso en el cabello. Su melena negra huele a chocolate, cátsup y refresco de fresa. Cuando la muerte llegue, más le vale que no tenga ese olor. 33 Yoreme Desde pequeño quiso ser fariseo. Lo dijo una y otra vez a su madre, que al principio con ternura, luego con tolerancia y al final con irritación, trató de hacerlo desistir. Ser fariseo era un privilegio exclusivo de yoremes, le dijo, y él no lo era. —Pero, ¿qué necesito para ser Yoreme, mamá? —había preguntado con el llanto en la voz. —No necesitas nada. O naces Yoreme o no lo serás nunca —había dicho ella. Luego lo había dejado junto a la cama, sentado en el tapete de los Transformers que su padre le había traído de Tucson poco antes de navidad, junto a un pequeño montón de piezas de lego con las que tenía que arreglarse las mañanas de vacaciones, mientras ella dirigía la oficina de escolares de la preparatoria. Aún le faltaban un par de meses para cumplir los seis años, y desde esa última mañana, cuando la madre lo condenó de manera fatal a no ver cumplido su sueño, lo deseó con más fervor que nunca. Días después, visitando a la abuela en el viejo caserío de la sauceda, esperó un momento en que la madre estuvo lejos para acercarse a la anciana y revelarle su plan: se volvería Yoreme. — ¿Y se puede saber cómo harás eso, enano? —Preguntó la abuela, divertida por la genial ocurrencia, que no era, por cierto, la primera del chiquillo. Taciturno y esquivo, la tomó del brazo y la hizo caminar junto a él hacia los árboles de mango al fondo del corral. Su mirada huidiza y su cabeza desproporcionadamente grande para el cuerpo escuálido, le daban el aspecto de un duendecillo malvado proponiéndole un trato leonino a una inocente vieja. —Estuve platicando con mi tío Manuel hace un rato —dijo, mirando perentoriamente alrededor —Cuando fuimos allá, al represo, a desmontar. Dice que 34 cuando los niños Yoremes quieren ser hombres Yoremes, se van al cerro del Bayájorit y se encierran en una cueva muy oscura. Ahí hacen vigilia, así dijo mi tío Manuel, por los días y las noches que hagan falta, hasta que el espíritu del venado o el del coyote se les revelan. Si el que aparece es el venado, significa que son hombres valientes y dignos y que serán pascolas. Pero si el que aparece es el coyote, significa que tienen miedo o maldad dentro, y que deben luchar por vencerlo todo otro año, así, hasta que el coyote no vuelva, y venga el venado. — ¿Y entonces qué pasa? —preguntó la abuela más interesada que nunca por las palabras de aquel niño que parecía ser mágico a fuerza de creer con tanto empeño en sus propias palabras. —Lógico: el niño se convierte en hombre Yoreme. —Pero has dicho que tiene que ser un niño Yoreme —dijo la viejita, como tendiéndole una celada al niño. Este la miró con un gesto solemne y antes de responder vio que detrás del guamúchil aparecía su mamá con un cántaro de barro en el brazo y apresuró las palabras. —Ya veremos —dijo. El resto de la tarde, acudió al pozo, a acarrear agua para la comida, como hacía cada domingo mientras visitaban a su abuela. Presenció la ceremonia ancestral del tostado de café y no se alejó un centímetro de la plancha ardiente donde los granos verdes iban dorándose, ni siquiera cuando el humo alcanzó su punto máximo, haciendo toser a la vieja Victoria que movía sin cesar todo el bagazo con una pala de metal. Pidió permiso para llevar el pienso a las vacas, pero el capataz lo impidió, porque las vacas habían salido por la mañana a pacer cerca de la parcela de los Lizárraga. Sólo por satisfacerlo le dieron una arpilla con mazorcas, para que las diera a los cerdos. Vació todo el contenido del saco en el rincón del chiquero donde los vaqueros habían puesto un viejo tambo de doscientos litros cortado por la mitad. Los cerdos, 35 enormes como bestias marinas, acudieron al llamado de aquel manjar amarillento. El niño contempló absorto aquellos colmillos majestuosos hendiendo el hueso de los olotes con la facilidad que los tenedores atraviesan la gelatina y experimentó por primera vez el terror de los cerdos. No le parecían animales de este mundo. Cuando se retiró de la porqueriza, ya el capataz encendía las cachimbas en los alrededores para espantar a los mosquitos de la tarde y mantener la vigilancia de los coyotes, que en los últimos meses habían diezmado el gallinero. Regresó a la ramada al lado de la casa y se refugió juntó a la estufa de leña donde ardían algunos tizones. Victoria, la anciana eterna, pellizcaba unas tortillas de masa gorda antes de ponerlas a cocer. Junto al cántaro de barro reposaba una cazuela con asientos de puerco, un suculento manjar que el tío Manuel engullía con fruición al regresar de la pastoreada. Febrero estaba por terminar y un viento frío había comenzado a soplar desde que el sol iniciara el descenso. Al niño se le agitaban los cabellos gruesos. Se le metían en los ojos, pero no dejaba de otear el camino de terracería por donde sabía que aparecerían los chivos. Los sintió primero en el estómago: un tropel de patas bramando como un río, que traqueteaban su camino, con las panzas llenas de pastura y las barbas reverdecidas de clorofila. Entonces aparecieron. Una multitud de cuerpos blancos y cafés, de criaturas pintas o color caramelo. Distinguió a los machos por la majestad de la cornamenta y a algunas hembras por el avanzado estado de su preñez. Su tío le había dicho muchas veces que la leche de cabra era muy apreciada, incluso más que la de vaca, pero al niño le parecía de una dificultad inexplicable que una cabra y una chiva fueran una misma cosa indivisible. Cuando su madre lo paseaba por los anaqueles del supermercado y veía en los artículos gourmet el queso de cabra, no lograba concebir que aquellas bestiecillas juguetonas y salvajes produjeran esas redondelas que mamá calificaba de carísimas o cosas peores. Con apacible desenfado, los chivos fueron entrando en tropel a su corral, bajo la mirada vigilante del tío Manuel. Su barriga morena apenas era contenida por los 36 botones de la camisa de algodón. Bajo el bigote poblado parecía estar masticando algo. El niño se desprendió del calor de la estufa y caminó hasta él. El tío lo recibió con un abrazo. — ¿Qué hubo, fariseo? — Lo saludó — ¿Ya tienes tu tambor y tu máscara? —No— dijo el niño — Pero ya decidí que la quiero blanca. —Eso no es problema. Aquí tenemos muchos chivitos blancos. Como ése, mira — dijo, señalando uno de los más viejos, que en ese momento daba suaves topes en un poste. — ¿Y eso qué? —preguntó el niño. — ¿Cómo Y eso qué? ¿A poco no sabes que las máscaras de fariseo se hacen con cuero de chivo, lepe? El niño guardó un largo y apenado silencio. No lo sabía. —Por lo menos ya estarás consiguiendo los capullos de mariposa, ¿no? — ¿Capullos? — ¡Ah, qué buki tan jodido! — Rio el tío Manuel — ¿Cómo piensas hacer tus ténabaris sin capullos de mariposa? Silencio. El labio inferior del niño tembló un poco. El tío Manuel sacó una caja de Raleigh del bolsillo de su camisa y lo encendió con un cerillo de la cajita roja. El niño pidió la cajita para leer la breve biografía en el reverso. Los renglones minúsculos hablaban de un guerrero musulmán llamado Saladino. Lo leyó tres veces, hasta que estuvo seguro de recordar los datos más importantes. Así había aprendido sobre Aníbal Barca, Francisco Pizarro, Juan Ponce de León y Pedro de Ursúa. Su memoria era un fenómeno prodigioso que divertía a los mayores de la familia. En las reuniones campestres era común que lo llamaran al cónclave de los adultos y le pidieran que recitara la biografía de alguno de muchos asesinos ilustres. 37 Regresó la caja con los cerillos al tío Manuel, que seguía espirando bocanadas de humo perfumado. Bocanadas que eran cirros o cúmulos, momentáneamente, y que olían como las galletas de higo que papá traía también de Tucson en esos viajes cada vez menos frecuentes. —Tampoco sabía eso, tío. Estaba a punto de llorar y el hombre pudo verlo en sus grandes ojos cafés. Eran los mismos ojos de la madre, su hermana menor. Grandes y dulces como yoyomos maduros. —Mira— le dijo mientras sacaba de sus ropas un pañuelo rojo en el que descansaban, envueltas, varias vainas de guamúchil. Predominaba el rojo en aquellas espirales hinchadas. Caminaron hasta el represo donde al niño le gustaba sentarse a ver correr el agua. Muchas veces había intentado girar la manivela como un volante que subía y bajaba la trampa del agua, pero sus brazos pequeños no conseguían girar un milímetro. Los potentes brazos morenos del tío Manuel, por el contrario, la giraban con mínimo esfuerzo y permitían que el agua se extendiera con libertad por los canales de riego que atravesaban las anchísimas parcelas sembradas de trigo, tomatillo, sorgo o frijol. Niño y tío comieron en silencio y con gran deleite la carne blanca de los guamúchiles, escupiendo cada tanto la gorda semilla negra al cauce del arroyuelo. Por último, dejaron caer las vainas, que se alejaron navegando como góndolas o bergantines hasta perderse de vista. —Hay mucho que tengo que hacer para poder ser fariseo, ¿Verdad? —Lo más importante es que el venado te acepte. Si viene el coyote, nunca serás fariseo. Pero si viene el venado, yo mismo te acompañaré más allá del campo de los Lizárraga, donde hay mucho carrizo para hacer tus carrilleras, y a la Loma, cerca de La Primavera, donde el mes que entra habrá muchos capullos para tus ténabaris. 38 — ¿De veras, tío? —De veras. Es más, te prometo que si te asiste el venado, yo mismo voy a matar al chivo blanco para hacer tu máscara, y le voy a decir a Don Jacinto Cuamea, el alawasin del Júpare, que te haga tu tambor chiquito. — ¿Y crees que el venado me acepte? —Eso depende. El coyote se acerca a la cueva y te huele. Y si tienes miedo, o maldad, se queda a esperarte porque él come esas cosas. Si el venado viene y ve al coyote en la entrada de la cueva, se aleja, porque el coyote siempre persigue al venado para matarlo. Si el coyote llega y no huele tu miedo, ni tu maldad, se va a otra cueva o al monte, y entonces el venado llega y te lame las manos. — ¿Y cómo saben los demás Yoremes si el venado me lamió las manos o lo estoy inventando? —Porque el alawasin te embarra las manos con veneno de víbora, y si tienes saliva de venado, no te pasa nada. Pero si mientes y el venado no te lame, el veneno te saca unas ronchas feas y rojas y se te pudren las manos y ya nunca las puedes usar. El niño se quedó muy serio después de eso y ya no preguntó más. Anochecía cuando regresaron caminando al caserío. La luna estaba grande y las sombras claras. En la ramada, las cachimbas iluminaban con sus llamas grandes trechos de suelo. La mamá y la abuela se mecían en sillas de wareque, disfrutando el contraste del aire fresco y el calor del fogón. Los muchos perros del ranchito dormían un sueño inquieto en las cercanías. —Duermen ahorita, porque la noche cerrada es territorio de coyotes— dijo el tío Manuel. — ¿Los perros les tienen miedo? 39 —No, niño. Los perros cuidan el rancho y a los otros animales. Rodean el terreno todas las horas de penumbra, y le ladran al coyote para decirle que aquí no puede venir. —Entonces debería llevarme algunos perros a la cueva, tío. —Tienes que llevar al perro metido en el pecho, niño. Tienes que tener el ladrido en la voz, los colmillos en los ojos. Que el coyote sepa que no le tienes miedo. —Ya le andas metiendo ideas al pobre niño, Manuel— dijo la abuela al escuchar sus pasos y sus voces queditas, queditas. —Nomás lo ando aconsejando para que sea un Yoreme orgulloso y un buen fariseo. —Ay, Manuel— dijo la mamá, resignada —De por sí batallo para sacarle esas cosas de la cabeza a mi pobre niño, y tú se la vuelves a calentar con tus fantasías de indio. Niño y tío se miraron cómplices antes de que el hombre se fuera a buscar el catre y la botella forrada de cuero y el niño el refugio de las faldas maternas. La noche terminó de cerrarse sobre las cuatro casas que componían aquella propiedad. La madrugada fue propiedad de los aullidos, la clepsidra de los perros ladrando y la canción estridente de los grillos. Al amanecer, el niño había desaparecido de la casa. La primera en darse cuenta fue la abuela, a quien Victoria siempre despertaba para preguntarle si debía colar café, a pesar de que cada día de los últimos cuarenta años, la respuesta había sido la misma. A la vieja la pareció extraño que el niño no estuviera en su catre, porque tenía el sueño pesado y el sol estaba todavía detrás del Bayájorit. Sin embargo, pensó que el niño se había levantado para aliviar una urgencia del cuerpo o para acompañar a su tío en las labores de la ordeña. El niño era así, apasionado de las cosas del rancho, a pesar de vivir casi todas sus horas en una casa con un jardín de cuatro metros y ninguna otra señal de naturaleza. 40 Victoria sirvió café en dos tazones de peltre y ambas lo endulzaron con piloncillo y un clavo de olor, antes de beberlo. No hablaron. Rara vez se dirigían la palabra como no fuera para dar una orden o pedirla. A media taza, Manuel entró a la cocina. — ¿Y el niño?— preguntó la vieja. — Dormido— dijo el tío. — No estaba en su catre hace rato. — Habrá salido a mear. — A lo mejor. Pero no lo escuché volver. — Si usted no escucha ni cuando llega el tractor de don Alejo, amá. Victoria, sin preguntar, le había servido café al tío Manuel en un abollado tazón de lata y el hombre lo había empezado a beber de inmediato, inmune a la temperatura del líquido. Lo tomaba siempre sin endulzarlo, a menos que fuera con un chorrito de alcohol. — Pues deberías asomarte a ver si lo ves. — Tá bueno. El catre del niño seguía solo y el tío notó, además, que los zapatos no estaban. Su sobrino sabía andar descalzo en el monte mejor que muchos peones. Aquello empezó a parecerle raro. Unos metros más allá, en su propio catre, la mamá seguía durmiendo. Se acercó, deseando ver el cuerpecito pequeño refugiado entre los tendidos, abrazado a su madre, pero no tuvo suerte. ¿Qué estoy pensando? Se reprochó Manuel, El niño no corre a las faldas de su mamá. Es un niño bravo. Regresó hasta el catre y, despacio, buscó huellas del paso del pequeño. Algunas ramitas secas estaban rotas donde había pisado con sus pesados zapatos ortopédicos. Ya no tenía necesidad de utilizarlos, pero eran caros y los papás habían decidido que dejarían que los gastara por completo antes de reemplazarlos. El tío
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