1 Fotografías de hombres solos y mujeres inventadas 2 Para Ángel y Lucca, las dos columnas que sostienen el mundo 3 Hombres solos 4 Todo lo que hace Dios es observarnos y matarnos cuando nos volvemos aburridos. No debemos nunca, jamás, ser aburridos. Chuck Palahniuk, Invisible monsters 5 Ya no me pone triste leer a Murakami Antes me ponía bien triste leer a Murakami. No soy un gran amante de repartir culpas, pero esa es una que le atribuyo s in remordimientos a mi exmujer. De ella puedo decir tres cosas: era sicóloga, amaba comer y leía todo el tiempo. Me prestó la primera novela que leí del japonés cuando aún éramos una pareja de personas atractivas que bebían cafés y veían películas sin inte nciones de amargarse mutuamente la vida. La idea de casarnos vino mucho después. Aquella novela era Al sur de la frontera, al oeste del sol . Recuerdo que me gustó muy poco, o casi nada. De las cosas que rescaté de la narrativa inusual y extraña fueron los rasgos comunes del personaje central y narrador conmigo, algo que, dicen los entendidos, es común a las buenas obras literarias. El hombre regenteaba un bar de música jazz y solía atender la cantina. Preparaba un excelente Cape Codder y estaba más solo qu e Pompeya después del Vesubio. En aquella época, yo había cerrado en definitiva mi consultorio dental, rematado la silla hidráulica, las herramientas periodontales y los muebles de caoba, para abrir un modesto lugar de tragos en la floreciente zona norte de la ciudad costera en la que viviríamos los tres años de malogrado matrimonio. Terminé la lectura a mediados de semana y ese mismo viernes incorporé el Cape Codder al menú especial de las clientas habituales. Utilizo el femenino con toda alevosía, porque en aquel bar descubrí que sólo las mujeres piden tragos vistosos y coloridos en un bar de treintañeros. Los hombres se decantarán siempre por la cerveza de barril, el whisky — de doce o dieciocho años, da igual — o rones de la peor calaña con refrescos de c ola. Los primeros Cape Codder los serví a tres mujeres hermosas y solteras que a principios del año habían abierto un despacho de arquitectos en el edificio de enfrente. Era uno de esos complejos modernistas con abundancia de cristal y acero, dividido en s eis locales del que ellas ocupaban dos. Solían darme charla abundante y 6 consolarse con mi humor gremial del desastre que somos los hombres nacidos después de 1960. Preparé los tragos con un vodka nuevo que el proveedor me había regalado en un paquete promoc ional, limones frescos y el jugo de arándano caro y exquisito que compraba no tanto por aumentar la calidad de los cocteles, sino porque me gustaba escanciarme un vaso cuando hacía mucho calor y ésa era la única marca que soportaba. La verdad es que no era el mayor fan del arándano, pero tres urólogos distintos (los médicos especialistas son bebedores profesionales) habían coincidido en la opinión de que sus virtudes para la micción y la limpieza de los riñones eran incuestionables y yo no dejaba de ser un treintón preocupado por una vejez no demasiado convaleciente , en la que todavía fuera posible alguna erección. Mantengo esa esperanza con una dieta rica en zinc y potasio, a pesar de mi hondo desprecio por los ostiones y por cualquier cosa con sabor a plát ano. Las arquitectas, que solían beber té Long Island y aguantaban hasta una docena sin que siquiera les cambiara la voz, se volvieron amantes del Cape Codder. Esto es lo más positivo que recuerdo de Al sur de la frontera, al oeste del sol. Mi problema c on las histo rias de Murakami — o mejor dicho con sus finales, que siempre encontré atroces — es que me dejaban en un estado de desolación incomprensible para mí o para Ella (deberíamos ponerle un nombre, lo sé, pero soy un caballero y un enemigo de hablar de las mujeres o, todavía peor, de las exmujeres), y del que sólo salía después de mucho tiempo, con la ayuda del ruido, el calor o las cotidianeidades del día a día en el local que rentábamos. Era una nave industrial de una zona vieja que había sido, en los ochenta, predile cta de los agricultores locales para instalar sus almacenes, silos, despepitadoras y oficinas de administración y que, tras el caos del noventaicuatro, habían caído en el abandono y sido embargadas por bancos, hipotecarias o el cabildo mun icipal. La nuestra había sido rescatada por el nieto de un viejo cacique, cuya familia venida a menos vivía de arrendar las casas del abuelo y aquella mole abandonada. La usábamos a un precio decente, pero a cambio de eso lidiábamos por lo menos una vez a la semana con una fuga en las tuberías rotas, un apagón inesperado, goteras en la época de lluvias o una 7 plaga de ratas que extrañaban los buenos tiempos de los costales de trigo. Gracias a aquellos trastornos, mi mente se obligaba a comunicarse con los mú sculos y , al aroma nauseabundo de las aguas negras, los cables quemados o el raticida, volvía a la realidad. Ella, por supuesto, no lo tomaba bien. Varias veces me recomendó, con un tono muy profesional que yo reconocía por su forma de tocarse con el índi ce el armazón de los anteojos, que no le dedicara tiempo a la lectura de la ficción Murakamiana si no era capaz de discriminar entre eso y la vida real. Tu problema es que te lo crees todo, Petit, solía decirme — porque ella me decía Petit desde el día qu e me conoció y que descubrió que yo era tres o cuatro centímetros más bajito que ella — Y ni siquiera el mismo Murakami se cree todas esas paparruchas. Sus personajes son sublimaciones de áreas específicas de la personalidad de mujeres artificiales, ficcion ales y sosas, y sus diálogos son un esfuerzo muy bien calculado de parecer terrenal, mundano y, vaya, real. Ella usaba esa jerga profesional en el espacio que mediaba entre la sopa y la ensalada, como si tal cosa, y para cuando llegábamos a la gelatina o e l pudín de esa tarde, ya me había dado una cátedra simultánea de sicología de la personalidad y novela contemporánea y yo me encontraba avasallado por un montón de párrafos mentales que no entendía ni me interesaba entender, pues lo único que deseaba era q ue ella regresara al consultorio para yo poder estar en casa y leer Crónica del pájaro que da cuerda al mundo , un ladrillo azul que ella misma me había regalado en mi cumpleaños en la misma mesa del mismo restorán. Fue mi segunda novela de Murakami y nunca la hubiera leído si no hubiera sido porque ella me la regaló envuelta en una caja de Choco Krispies y con una tarjeta que decía: Petit, tú eres el pájaro que da cuerda a mi mundo interior , feliz cumpleaños . Y no es que no quisiera leerla, sino que menos d e un mes antes yo lo había visto como libro del mes en la librería de Sanborns y me había escandalizado del precio estratosférico que podía alcanzar medio kilogramo de papel gracias a la firma de un autor de moda. Aquel 8 año empezarían las nominaciones anua les a Murakami para el nobel de literatura y al siguiente empezarían los memes qu e lo tachaban de eterno perdedor Nunca fui un buen cocinero. Mi repertorio de guisos consistía en varias formas de revolver huevos con embutidos y cocinar alguna pasta si l a ocasión lo requería. E s decir, si tenía una mujer invitada a comer. Cuando Ella se apoderó de mi cocina y trasladó a mi casa una docena de sartenes, ollas y herramientas de formas caprichosas, no volví a tocar la estufa como no fuera para calentar una to rtilla. Ella cocinaba casi todos los días y las cuatro habitaciones de la casa se llenaban del aroma profundo y generoso del ajo tostado, la picadura de cilantro, los chiles tatemados y el pan de levadura. Incluso horneaba galletas en los días nublados, co mo las abuelitas proverbiales, pero no toleraba la presencia de nadie en su ritual. Mi trabajo consistía en dejarla en paz y en celebrar sus guisos con lujo de alabanzas. En sus salidas ocasionales de la ciudad, yo cocinaba el espagueti aburrido e insípid o de mis días de universitario y experimentar aquel sabor atontado me regresaba un poco de la dicha nostálgica de aquellos malos años. Quizá por ello, la primera narración de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo me pareció entrañable y me predispuso a sentir simpatía por TooruOkada: un hombre solo en casa, con ropa de algodón, que escucha un disco de música clásica mientras hierve agua para cocer espaguetis. Leí la novela sin interrupciones cada día de las siguientes tres semanas y fue en esa veintena de días que descubrí el efecto sedante y alucinógeno que la narrativa de Murakami tiene sobre mi rutina. Por las noches, mientras trapeaba la cristalería y colgaba las copas en la contra barra, pensaba insistentemente en alguno de los pasajes que había le ído ese día, o me devanaba los sesos intentando descifrar las verdaderas claves de los acertijos siempre irresueltos de sus subtramas funestas. Al llegar a casa me daba un baño frío, me ponía calzones limpios y me recostaba al lado de Ella, que por lo gene ral ya dormía el sueño de los justos, la cabeza sobre el brazo derecho, el cabello largo y suelto sobre los almohadones, la boca apenas entreabierta, a navegar en la pantalla de la portátil a través de vínculos y vínculos de 9 Wikipedia que tenían que ver co n alguno de los hechos históricos de la ficción de turno. A la distancia del tiempo puedo reconocer que aquella era una conducta excesiva, pero cada uno desarrolla las manías para las que le alcanza el cuerpo. Yo siempre tuve baja tolerancia a los excesos, lo que me convirtió en el abstemio aburrido que soy, y mi aparato respiratorio funciona con una eficiencia de reloj suizo, así que jamás ronqué. Mi hábito nocivo era continuar las ficciones en el campo sagrado de la vida real, y para colmo, durante el sue ño de Ella, de manera tal que, al despertar, Ella se encontraba conmigo, que no había dormido, estragados los ojos por la lectura, revueltos los cabellos por los cambios de posición y listo para el cadalso por el cúmulo de emociones que significaba haber p asado la madrugada viendo documentales atroces sobre la guerra de Manchuria o la barbarie mongola. Ella se servía su cereal de fibra y frutos secos y lo comía mirándome intentar sopear un pan en el café con el ti no que puede tener un moribundo.S e servía el jugo de naranja del que yo terminaría bebiendo la mitad — la verdad es que ella lo odiaba y se obligaba a beberlo porque tenía una tendencia congén ita al resfriado — , mientras yo fregaba los platos que había ensuciado en mis visitas nocturnas a la cocina, e n un estado de vigilia forzada que interrumpía tan pronto escuchaba el motor de su sedán dar la vuelta a la esquina. Encendía el control de clima artificial, lo programaba en su modalidad más glacial y me envolvía en dos cobijas peludas y mullidas a dormir la mañana completa. Al mediodía, cuando Ella regresaba a comer, me encontraba renovado y vivo, con un afeitado reciente y el fresco aroma de azahares del perfume que ella me compraba dos veces al año. Comíamos en medio de una charla animada sus guisos i mpecables, bebíamos pequeñas tazas del café de sobremesa y, a los postres, nos recostábamos a leer nuestras novelas de turno. Ella usaba unos anteojos minúsculos y frágiles que corregían apenas la miopía incipiente que heredara del padre y solía tocarlos c on el dedo índice tanto por coquetería como por autoridad profesional. En la época de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo , Ella estaba enfrascada con El hombre que confundió a su mujer con un sombrero , el libro genial de Oliver Sacks que 10 había compra do por recomendación de su viejo tutor de la maestría y que no era tanto una obra literaria como una compilación de casos clínicos tan estrafalarios que superaban cualquier posibilidad de la ficción. Se tocaba los anteojos cada tanto, y emitía unos leves s onidos guturales que eran, al mismo tiempo, de reconocimiento y aprobación profesional. Los sicólogos son unos seres muy extraños. TooruOkada bajó al pozo, el oficial mongol desolló a Yamamoto palmo por palmo y Kumiko mató a NoboruWataya. El final de Cró nica del pájaro que da cuerda al mundo fue tan desolador para mi ánimo que ni siquiera podría expresarlo con palabras. Esa noche, aprovechando que el bar estaba cerrado, Ella preparó un risotto a la genovesa y cenamos juntos, al amparo de dos botellas de v ino frío. No fui capaz de articular más de seis frases. A mi congoja, que era como un nervio expuesto, se había sumado el hondo malestar que me produce el olor de los mariscos al cocerse — un aroma francamente nauseabun do — , y me sentí incapaz de sobreviv ir e l resto de la noche. El sabor celestial del risotto mitigó aquel vértigo, y las tres copas que bebí me devolvieron la serenidad del espíritu. Antes de dormir, hicimos el amor. No recuerdo nada de aquel encuentro, salvo la ropa interior de Ella, que era nue va y demasiado elegante para una cena en casa. Tardé más de dos semanas en comprender que aquella noche celebrábamos nuestro tercer aniversario de boda s. En mi defensa: esas dos semanas pensé en pocas cosas. Al día siguiente de la cena, cuando E lla descu brió que la leche semi descremada se había terminado y que esa mañana sería imposible comerse el cereal, se llevó las manos a la cara y lloró de una manera que jamás le había visto y sólo volvería a ver una vez. Sacó todas sus cosas de la casa en tres días , empezando por los libros. En esos pocos días contemplé mi verdad miserable: el imperio ente ro de mi hogar le pertenecía a E lla. Sin su presencia en casa, mi fortuna consistía en papel higiénico y productos de limpieza. Tenía dos sartenes viejos y herrumb rosos y media vajilla de plástico azul que alguien me había regalado en mi época de estudiante. Me sentí tan 11 desamparado que comencé a llamarle por teléfono a todas horas, sólo para escucharla y sentir que el mundo seguiría girando al amanecer. Ella tuvo l a gentileza de escucharme durante varios días, e incluso, muchas veces, venció sus propios sentimientos heridos para darme un buen consejo procesal o de plano una receta terapéutica. Le pedí que me envia ra sus honorarios por correo y E lla me recordó que se guíamos teniendo una cuenta mancomunada para las próximas vacaciones. Deberías irte, me dijo, y no regresar hasta que hayas salido del pozo. No lo hice, por supuesto. Eran días agitados en el bar y una de las verdades del oficio es que no se puede pros perar sin disciplina. Volqué mis energías en largas sesiones de limpieza y organización de la barra, las bodegas, el inmenso cajón de papelería. Por la madrugada estaba tan cansado que me dormía y rara vez recordaba un sueño. Compré platos de persona adult a y un exprimidor de jugos. A veces, a mitad de la mañana, golpeaban a mi puerta. Escuchaba los golpes en la madera sólida y teorizaba sobre la identidad del visitante. Es en verdad variopinta la especie de los tocadores de puertas profesionales: testigos de jehová en labor evangelizadora, podadores de césped y desyerbadores de patios a cambio de sumas irrisorias, menonitas vendedores de queso cocido, mujeres encuestadoras para candidatos políticos, afiladores de cuchillos, actuarios del sistema de administ ración tributaria que entregan las requisiciones del impuesto predial, empleados de la compañía de cable que dan servicio a sus equipos, mendigos itinerantes en busca de algo de comer, vendedores de pescados, camarones, almejas y otros productos maloliente s y asquerosos. Toda una fauna. Por lo general los dejaba tocar las veces necesarias para que desistieran y cuando sus siluetas aparecían tras las cortinas, a la altura del sendero adoquinado que llevaba de vuelta a la calle, volvía a conciliar el sueño. Despertaba alrededor del mediodía. Orinaba, preparaba jugo con alguna mezcla de frutas y vegetales y comía huevos estrellados acompañados de tocino y pan o alguna variante de ese platillo genérico. Leía 1Q84 — un libro de longitud notable — y bebía café. Los urólogos bebedores me habían recomendado un grano de 12 altura cosechado en alguna cooperativa hipster chiapaneca, cuyo alto contenido de antioxidantes lo hacía apto de ser bebido sin convertirse en cicuta en mis riñones. Una mañana sosa los toquidos inter rumpieron mis sueños más temprano de lo habitual. El ritmo apresurado y violento de los golpes me hizo diferenciar con claridad su índole. Aquella no era la cortesía pueril de un vendedor, ni la falsa nobleza de un predicante, o la etiqueta profesional de un funcionario público. Aquella era una persona que planeaba tocar la puerta hasta que se le abriera o estaba dispuesta a echarla abajo a patadas. Resignado, me puse el pantalón del pijama y acudí hasta el umbral. Encontré a un hombre moreno y fornido, de espeso bigote negro y barriga descomunal. Tras él, dos muchachos en sus veintes fumaban y compartían una coca cola en botella de vidrio, recargados en una enorme camioneta. Buenos días, dijo el hombre, Venimos por la estufa. La estufa, pregunté, La estuf a que hay que mover, respondió el hombre, visiblemente impaciente. Creo que tiene mal el domicilio, sugerí, pero el hombre no se inmutó. El domicilio es correcto, dijo, lo revisamos con la computadora y es aquí. Hable con su esposa. Mi esposa, volví a preg untar, y en ese momento me di cuenta que estaba comportándome como un retrasado mental o un adulto recién levantado, dos cosas de las que yo tenía un poco. La llamaré, dije, Deme un momento, por favor. Le pido que sea rápido, respondió, seco, el hombre may or, Aún tenemos muchas solicitudes por atender. No tardaré, grité mientras regresaba a la recámara. Su número era el tercero en el historial de llamadas recientes, debajo del número móvil de nuestro proveedor principal de vinos y licores y del ordene - y - r ecoja de la comida china que estaba entre la casa y el bar. Como siempre, dejó pasar tres timbrazos antes de responder. Hay unos tipos aquí que dicen venir por la estufa, dije tras las fórmulas de saludo, Me dijeron que te llamara, Qué barbaridad, dijo e lla, No se suponía que fueran antes del viernes. Iba a llamarte para que la desconectaras. Lo siento mucho, de verdad, fueron mucho antes de lo pla neado, pero te agradecería muchísimo si 13 pud ieras entregárselas de una vez. N o sabes el circo que es conseguir un servicio de mudanzas eficiente. De algún modo inexplicable, la dulz ura de su voz denotaba su cansancio. Escucharla acomodó algunos engranes en mi cabeza y por fin pude razonar: efectivamente, aquella estufa era suya. Antes de su llegada a la casa, yo cocinaba en una pequeña placa de dos quemadores que conservaba desde la universidad y cuyo destino no recuerdo. La estufa de Ella era un monstruo colosal, con un horno programable en el que cabían dos pavos enteros y tenía tantos comandos ( que jamás utilic é ) que parecía un simulador de vuelo. Les pedí un momento a los hombres para buscar una llave de presión entre las herramientas y desconectar la manguera de gas desde el pasillo de servicio. Todo el proceso, hasta la despedida de aquellos tipos, no duró m ás de diez minutos. Eran las ocho con veinte y yo supe que no iba a ser capaz de volver a conciliar el sueño. Acostado, con la vista fija en el techo, repasaba la imagen del cristal empañado de la coca cola que los cargadores bebían por turnos. Pensaba en la voz de Ella, en los cientos de tonos indescifrables entre las sílabas de sus pocas frases. No buscaba nada, sólo recordar. Habíamos hecho el amor por última vez un martes en la mañana. Ella había dormido con una bata minúscula de satén. Recordaba el tac to suave y frío de aquella tela entre mis manos y su saliva tibia. Acabábamos de despertar. Terminamos al mismo tiempo, yo dentro de ella. Disfrutaba esa maravilla desde u nos meses antes, cuando empezó a tomar la píldora. Volví a dormirme mientras se vestí a. Recuerdo su cabello mojado tras el baño y su voz enronquecida diciendo Odio los martes. Aquella noche no llegó a dormir. Me mandó un mensaje diciendo que se quedaría con sus padres.Q ue quería estar sola y dejarme estar solo. Que hablaríamos después. M e conformé. Había percibido cambios abruptos desde la cena del domingo. Sus silencios habían dejado de ser escasos y habían pasado a ser como lagunas quietas y frías sobre las que no se posaban las aves. La noche siguiente , cuando regresé del bar, sentí un vacío cósmico en la casa. Todo parecía intacto, pero 14 un escalofrío sutil me crispaba la médula. Recorrí la estancia, la cocina, el pasillo. Encontré respuestas en la recámara. Su ropa no estaba en el armario; d e su imperio de faldas elegantes no quedaba n ada. Sobrevivían, fláccidos y solos, dos abrigos negros. Faltaban pocos pares de zapatos. La imaginé entrando a hurtadillas, tras asegurarse de la cochera vacía, de la ausencia de luz. La imaginé llenando su maleta roja sin permitirse la manía de doblar a la perfección prenda por prenda. La imaginé poniendo sus botines y stilettos en la pequeña cajuela del sedán y no sé por qué, la imaginé llorando. La revelación me devastó. Me serví un tazón de té de menta con miel y lo bebí a sorbitos, con una docena de g rillos como música de fondo. De aquello parecía hacer una eternidad, pero apenas habían pasado dos semanas y ahora yo era el orgulloso amo y señor de una cocina sin estufa, un armario lleno hasta la mitad — y por lo tanto vacío hasta la mitad — y una cama d emasiado grande. Seguí llamándola por las noches de entre semana, casi a diario. Los fines de semana, cuyas noches tenía demasiado trabajo, le enviaba mensajes de buenas noches y alguna broma o foto chistosa, a las que a veces contestaba con un simple j aja . Bastaba. Las noches en que hablábamos, evitaba preguntarle por su regreso a casa. Omití decirle que el armario seguía medio vacío y que respetaba su mitad como un código de honor. Ella tampoco tocaba el tema. Hablábamos como dos viejos amigos o como u na pareja de enamorados que no se han confesado la pasión. En esos días Ella cerró su consultorio y entró a trabajar a media jornada en una preparatoria católica donde le pagaban lo suficiente y le exigían casi nada. Lidiaba con los pequeños problemas prim ermundistas de unos seres hormonales y soberbios que casi siempre requerían de más abrazos y menos dinero. No fueron pocas las veces que me quemé las vísceras envidiando a aquellos pelmazos uniformados con cardiganes y corbatas rojas que la veían a diario y que seguro le dedicaban al menos un porcentaje de sus masturbaciones vespertinas. 15 Postrado por la inacción, había ido dejando que la casa funcionara como un hábitat salvaje. Acumulaba la basura en una caja de cartón cerca de la acera, para que los perr os se sirvieran de ella como su instinto les indicara. Comía en platos desechables o fuera de casa, en lugares donde prepararan rápido y cobraran poco. El baño se había llenado de una película pastosa que hacía parecer la casa abandonada y en el microondas se acumulaban restos irreconocibles de comidas recalentadas. No era raro que hiciera paradas nocturnas en un walmart para comprar un par de calzoncillos limpios. El día número noventa (sí, los contaba de la peor manera posible, cruzando con una equis roja el cuadrito de un almanaque de 1984, por razones que ya entenderán) decidí enfrentar las cosas de una manera diferente. Le restaban menos de veinte páginas al volumen tres de 1Q84 y saber que aquel día llegaría al desenlace fatal de la historia, lejos de desanimarme, me había regresado al mundo. Si era capaz de creer en una segunda luna flotando en el cielo junto a la luna de siempre, o en seres diminutos que habitan en el interior de una cabra muerta y tienen el poder de crecer a voluntad y sembrar la mal dad en el universo , sin duda podía creer en mi capacidad de enfrentar un día completo sin ella. El ánimo me duró lo suficiente para barrer los cuatro ambientes, trapear con aceite de pino hasta hacer relucir las baldosas amarillas, deshacerme de unos diez kilogramos de cajas y bolsas de plástico y hacer una cita con el peluquero. Poco después del mediodía recordé que en el cuarto de lavado, debajo de una montaña inexpugnable de ropa sucia, había una lavadora. Tardé más de media hora dividiendo aquel desast re primero por tamaño, luego por color y después por categoría (urgente, mediano plazo o quizá nunca), y cerca del final, cuando en lugar de un montón gigantesco tenía cuatro montones enormes, encontré en el fondo de un cesto de plástico tres calzones de e lla. Tres calzones pequeños, de algodón, uno amarillo, uno blanco y azul y uno fucsia. Uno no puede decir que ha sufrido de amores hasta que llora en el momento preciso en que ha terminado de masturbarse oliendo unos calzones. Llorar en el sentido más amp lio del verbo llorar. Llorar sin concesiones, sin preguntas, sin pausas 16 y sin palabras. Llorar como una declaración de principios o un razonamiento interminable. Llorar como un monólogo con uno mismo. Llorar frente al espejo, mirándose llorar. Llorar como venirse a borbotones. Llorar de rabia, de miedo, de indefensión, de tristeza, de impotencia, llorar de carencia y de necesidad. Llorar de veras, como se llora solo a solas. Sólo solo. Yo lloré así aquel día. Lloré a mares antes de las tres de la tarde, con el rostro sumergido en la tela suave de los calzones de Ella, que aún conservaban rastro de sus aromas más secretos. Ese aroma que me condenaba y me liberaba fue testigo de mi llanto patético. Llorar con la mano llena de semen caliente no es, amigo mío, u na cosa de todos los días. No puedo decir que te lo recomiende. Esa noche no la llamé. Una mezcla de vergüenza y falsa dignidad se apoderaron de mis músculos y me tomé la noche libre. Me quedé en casa. Terminé el tomo tres de 1Q84 , aborreciendo y compadec iendo a Ushikawa por partes iguales. No hubiera sido justo juzgar a un ser monstruoso cuando yo estaba en el proceso de monstruificarme. En el librero aguardaban, aun envueltos en plástico transparente, Kafka en la orilla, AfterDark y Los años de peregrinac ión del chico sin color Volveré a llamarla cua ndo termine de leer a Murakami. Eso fue lo último que pensé antes de dormirme, desnudo, exhausto, el rostro cubierto por el calzón fucsia. Amanecerá tarde o temprano. 17 Canicas A pesar de ser un niño, h ay cosas que sé mejor que nadie. Por ejemplo, sé que de todo el patio de la nana, el rincón donde se junta más agua cuando llueve es detrás del yucateco. Ahí hay una hondonada que ha dejado la raíz grande y torcida del árbol, y el agua se junta por horas y horas y el lecho de piedrecitas lo mantiene a veces hasta una semana, como un lago miniatura. Ahí pueden soltarse los barquitos de papel y flotan por horas antes de encallarse en un banco de lodo. También pueden trazarse arroyuelos con un palo seco, jalan do tierra desde el estanque, y así dibujar todo un pueblito, colocando de manera correcta algunas vaquitas de plástico, los soldaditos verdes y tres o cuatro de mis Hot Wheels. Sé de ese tipo de cosas mejor que cualquiera, porque siempre me fijo. Me grabo las imágenes en mi cabeza y luego las repito una y otra vez, como una película que se adelanta y se atrasa con dos botoncitos en mi mente ( Bzzzz , hacen las imágenes cuando van hacia atrás y blarbblarb hacen cuando van hacia enfrente). Las repito y las rep ito hasta que me las aprendo y luego nunca se me olvidan. Por eso mi papá dice que soy un niño muy inteligente y cuando vienen sus amigos a tomar una copa o a jugar dominó, me deja quedarme un rato corto a hablar con ellos. Todos son hombres que parecen so lemnes y serios, hasta que se quitan el saco. Algunos me alborotan el cabello y me hacen preguntas, pero la mayoría se reúne a mi rededor para que les cuente algunos chistes. A papá no le gusta que me quede a contarles chistes, porque a veces se me sale al guna palabrota y mi papá se pone un poco rojo y dice cosas como Estos niños y los amigos dicen Déjalo, hombre, si de seguro escucha otras peores todos los días . Pero de todos modos, tan pronto alguien enciende un cigarro, papá me llama aparte y me ofrece u na moneda grande y dorada a cambio de que me disculpe y me vaya a dormir. Luisa me guardó un frasco grandote de vidrio para las monedas. El frasco tenía meses en el refrigerador. Estaba lleno de unos chiles amarillos y arrugados y 18 Luisa tuvo que dejarlo r emojando buen rato con unas mitades de limón y agua jabonosa para que se le fuera el aroma. Al final el frasco quedó oliendo muy bonito y fresco y ella lo cerró con la tapa metálica y me dijo que ahí podía guardar las monedas que había estado metiendo en u n calcetín sin pareja en mi cajón. Así lo hice y ahora tengo mi gran frasco de monedas escondido detrás de los libros del nueve al doce de la enciclopedia británica. Los amigos de mi papá también me dan monedas por contarles chistes en específico. El chis te del caballo bailarín, por ejemplo, que es uno de los favoritos y que casi siempre solicitan los amigos que vienen por primera vez, cuesta una moneda. El chiste del perico lépero cuesta dos mo nedas, porque cuando cuento ese mi papá siempre me hace una ca ra y luego me llama a la cocina para que le ayude a buscar algo, pero en realidad no quiere que busque nada, sino ofrecerme una moneda para que me vaya a mi cuarto. Con las dos monedas del peric o lépero y la que me da mi papá junto tres monedas, que es una noche regular. Si eligiera no contar más el chiste del perico, quizá podría registrar más monedas, pero creo que los señores se enojarían poquito conmigo y a lo mejor ya no me pedirían chistes. Entonces sí que me las vería buenas para echar más monedas en el frasco. Aquí en casa no hay forma de ganarme las monedas si no son de los bolsillos de mi papá o de los amigos de mi papá. De la limpieza de adentro se encarga Luisa y la de afuera es terreno ocupado del jardinero. Luisa dice que eso que hace mi papá s e llama chantaje y que lo que hacen sus amigos se llama propina y que la propina, aunque es mala, no es tan mala como el chantaje. Para mí, propina o chantaje significan lo mismo: una o dos monedas nuevas en mi frasco, así que me importa bien poquito el no mbre que Luisa les ponga. A mi papá, Luisa le dice Don César y sus amigos le dicen Diputado . Yo le digo Papá y cuando quiero hacerlo enojar también le digo Diputado , pero casi nunca hago eso, porque luego las monedas dejan de llegar al ritmo que me gusta y mi frasco apenas va por la mitad y yo quisiera verlo lleno. El otro día le pregunté a Luisa que si qué cosas podría comprarme cuando el frasco terminara de estar lleno y ella me 19 pidió que se lo enseñara y estuvo un rato tratando de contar las monedas a tr avés del cristal. No era fácil, porque las monedas no estaban en filitas como las que hacen los banqueros de las caricaturas o las señoras del súper para contarlas, sino todas encimadas unas sobre las otras, como las piedritas o las conchas de mis otros fr ascos. Al final me dijo que podía comprarme cualquier cosa que yo quisiera. Yo le pregunté si estaba segura de que podía comprar cualquier cosa y ella volvió a ver las monedas en el frasco y me dijo que sí, que cualquier cosa. Mi mamá lloró cuando le dije que si los amigos de mi papa seguían viniendo todos los martes, antes de las vacaciones yo iba a tener suficiente dinero en mi frasco para comprarle el riñón que necesita. Cuando ella llora es como si de sus ojos azules cayeran muchas gotitas de lluvia. Pe ro cuando le dije lo de mi frasco, además de llorar, sonreía mucho y enseñaba un poquito sus dientes, o sea que era como si, en medio de la lluvia, brillara también un sol muy grande y dorado. Cuando estoy en la escuela, me gusta jugar a las canicas con lo s otros niños. Daniel y los demás dicen que en otras escuelas los niños juegan con sus teléfonos celulares o con sus tabletas y sus consolas portátiles de videojuegos, pero en nuestra escuela están prohibidos todos esos aparatos, porque las monjas dicen qu e pudren el cerebro y están llenos de violencia y degeneración, así que nosotros jugamos como en la prehistoria, con canicas, trompos y pelotas de tenis. Antes me molestaba, pero después de que le platiqué a mi mamá de estas costumbres bárbaras de mi escue la, ella opinó que era una estupenda forma de permitir a los niños ser niños y yo me resigné, porque mi mamá siempre tenía la razón cuando decía esas cosas. Desde entonces le pido a mi papá cuando sale de viaje que me traiga canicas nuevas, de colores dist intos y de todos los tamaños. Gracias a que viaja mucho cuando está trabajando en su tienda de campaña, tengo montones y montones de canicas. Unas que brillan en la oscuridad. Unas chiquitas y muy transparentes que mi papá dice que se llaman tiritos y otra s grandes grandes que se llaman peyotones, aunque mi mamá les dice catotas. 20 Tengo de casi todos los colores, pero las más bonitas que tengo son unas que me trajo mi papá de cuando su tienda de campaña estaba en una ciudad llamada Puebla. Las canicas de Pue bla se llaman agüitas, dice mi papá que porque parece que están llenas de agua (pero no tienen agua). Adentro de las agüitas hay una como pluma de ave o como flor de colores muy bonitos y todo el resto de la canica es transparente. Las agüitas no son grand es como las catotas ni tan chicas como los tiritos. Papá estuvo muy contento cuando vio que empezaba a coleccionar canicas. La primera bolsa me la regaló la nana uno de los sábados que me quedé a dormir en su casa. Eran veinte y estaban envueltas en uno c omo costalito hecho de malla elástica. Yo ni siquiera conocía las canicas y cuando me las dio pensé que eran como esos caramelos duros y pegosteados que a veces sacaba de la cómoda para ofrecerme, pero que yo siempre encontraba la forma de rechazar porque sabían a anís y el anís sabe horroroso. Cuando le platiqué a mi papá del regalo, me dio la impresión de que se puso muy contento porque sonrió y me dijo que cuando tenía mi edad, él era buenísimo para las canicas — dijo un a s , como los de la baraja, aunque estábamos hablando de canicas — y hasta fue conmigo al patio de la nana, cerca del yucateco y los tabachines y se arrodilló junto a mí para enseñarme a lanzar las canicas com o un a s. Las canicas no son tan sencillas como los videojuegos, aunque también se usan mucho los dedos y la vista. La diferencia es que en las canicas no sólo necesitas tener dedos rápidos, sino también muy hábiles y certeros. Si aprendes a que tus dedos tiren las canicas a donde tus ojos están apuntando, e so se llama puntería y si tien es buena puntería no hay quién te gane a las canicas. Después de que la nana me regalara las canicas, mi papá llegó un día con la noticia de que sería diputado y mi mamá se puso igual de contenta que mi papá cuando me enseñó a jugar a las canicas. Yo me p use contento de verlos reírse y abrazarse, aunque si hubiera sabido que convertir a mi papá en diputado iba a