UNA CONSTELACIÓN DE CICATRICES MIA MALLEN Y SILVIA M DÍAZ Una constelación de cicatrices Primera edición: febrero de 2022 © Mia Mallen y Silvia M. Díaz, 2022 © Imagen de la cubierta: Canva Número de registro: 2202220542508 Aviso de contenido: sexo, lenguaje malsonante, alcohol, drogas, peleas, relaciones tóxicas. No se permite la reproducción total o parcial de este libro en ningún medio, electrónico, mecánico o por otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de las autoras. Para todas las constelaciones de cicatrices. Porque el dolor no es para siempre. Porque las cicatrices sanan. Una constelación de cicatrices está llena de canciones para acompañar el viaje. ¿Qué tal si en lugar de buscarlas una a una entras directamente en la playlist que hemos creado? La tienes justo aquí: Playlist UCDC U n día más. La misma congestión en el Passeig de Gràcia. La misma oficina. El mismo ascensor. Y el mismo cayetano imbécil saludándome con esa sonrisa estúpida cuando entro al interior de la empresa; esas paredes de donde solamente desconectaré para comer y poco más durante la friolera de ocho horas. Debí desarrollar mucho antes de que todo sucediera este asco acérrimo hacia Beltrán, pero lo importante es que lo hice a tiempo. Y, en el fondo, sé que en algún momento del espacio tiempo, cuando se cruzó delante de mí y me miró con esos ojos azules soberbios, lo intuí. Intuí en cero coma de qué pasta estaba hecho. Intuí, también, que era consciente de que era guapo y que utilizaba ese conocimiento para hacer de las suyas. Y nunca me habían gustado los flipados guapos que se aprovechaban de ello. Pero lo que intuí, sobre todo, fue que trabajar con él no sería como trabajar con Agatha Ruiz de la Prada, en un mundo lleno de color y fantasía, sino que sería como tener al lado a un hombre con un aura parecida a la de Amancio Ortega: sabihondo, pijo y muy español. Aunque, para mi desgracia, solamente era el aura lo que compartían. Porque el muy repugnante —y no, no hay otra forma con más clase de llamarlo — tenía una cara cincelada por los mismísimos dioses. Y quizá por eso desarrollé esta alergia. Porque ser odioso y guapo a partes iguales eran (y son) dos cosas que mi mente no concibe. No lo podía (ni lo puedo) soportar. Y menos aún después de lo que nos sucedió a nosotros. Por esa razón, en cuanto pongo un pie en la sala común y veo que ya hay unos cuantos compañeros (él entre ellos) con el ordenador encendido y los auriculares puestos, decido ignorarle, por más difícil que me lo ponga. Ignorar a la persona que está inclinada sobre el respaldo de la silla mirándome atentamente y con una sonrisa ladeada en los labios. Sonrisa y mirada que decido ignorar, que no se diga. —Arlet, cariño —digo, abrazando a la rubia más guapa de toda Barcelona, la que me espera en recepción. —¿Qué tal, flor? —me devuelve el saludo. —Pues... Bien. Aunque, viendo a Xavi... creo que podría decir que muy, muy, muy bien. Dirigimos la mirada hacia uno de nuestros compañeros, y no podemos evitar estallar a reír al ver el estado en el que está nuestro querido Xavi Besalduch. Es viernes, y, como todo el mundo sabe, el jueves es el clásico día de salir de fiesta, de juerga, de jarana, llámalo equis. Nosotros lo llamamos Cañajueves . Y aunque la mayoría de la oficina ayer estábamos demasiado cansados como para salir de cañas, está claro que Xavi salió en busca de la fiesta por su cuenta, la encontró y acompañó la bebida de cierta clase de hierba aromática . Su pose de « no me habléis, tengo una resaca de la hostia » acompañada de unas gafas de sol bien grandes que le tapan media cara deja claro su estado de muerte y destrucción. Por eso me siento muy satisfecha y orgullosa de él en cuanto me murmura un leve « eh, tía» a modo de saludo. En otras circunstancias no había sido capaz ni de murmurar un simple sonido. Así que lo que hace es todo un logro. Cuando toca saludar por fin a don Repugnante paso de largo, como ya tenía pensado hacer. Mirarle durante más de dos segundos me revuelve el estómago. Y ¿la verdad? No me apetece tenerlo hecho una noria de buena mañana. Tener que soportar después unas ocho horas de pólizas y seguros sería un trabajo mucho más complicado. Por esa razón me siento en mi silla mientras saludo al resto de compañeros, más orgullosa que habiendo ganado un galardón a la mejor actriz de Hollywood. Pero todo orgullo, paz y satisfacción desaparece cuando mi querido Beltrán Benítez decide abrir su enorme bocaza para decir: —Buenos días a ti también, mi amor. Parece que esta mañana hay a quien le escasean las palabras por la resaca... y a quien le escasean por exceso de simpatía, ¿eh? —Y, por supuesto, el guiño final no me lo pierdo. Hala, perfecto, ya tengo el estómago centrifugando. —Vete a cagar, Beltrán. Enciendo el ordenador después de mandar a Beltrán a la mierda. Entonces, mientras espero a que la pantalla cargue, me recojo el pelo, que me había molestado en arreglar aquella mañana nada más desayunar, en un moño. A la mierda los veinte minutos que me he estado rizando mechón a mechón. A la mierda todo. Ya estoy de mala leche para todo el día. Pero lo estoy más cuando me doy cuenta de que Beltrán no ha hecho más que empezar a ser Beltrán. Porque según me termino de acomodar en mi sitio, al final de la larga oficina, tras haber recolocado el cojín que tenía especial para mis riñones y habiendo recorrido ya todas las demás mesas, lo veo. Beltrán girándose hacia mí. Beltrán levantándose de su silla. Beltrán atusándose la americana azul de verano que ha decidido ponerse hoy. Beltrán avanzando hacia mí con esa media sonrisa socarrona que le viene de fábrica. —¿Qué haces, Bel- No me da tiempo a terminar la frase. Antes de que pueda parpadear está tras de mí, inclinado sobre mis hombros y masajeándolos como si mi cuerpo no tuviera reservado el derecho de admisión. —Te noto tensa esta mañana, Mariona. ¿Necesitas una tila? ¿Una valeriana, mejor? ¿Quieres que te traiga un cojín con la bandera de Catalunya estampada? Pide por esa boquita. —Oye, colegas —oigo cómo Xavi se da media vuelta hacia nosotros con un giro de silla de ciento ochenta grados; un giro que casi le hace aterrizar encima del escritorio de Iván Cuervo, el buenorro máximo de la oficina. El adonis de Barcelona. El hombre al que no puedes mirar sin gafas de sol. Y, justo en ese momento, en el que ese dios del Olimpo se vuelve el protagonista de la situación y Beltrán deja de serlo, veo en él (en Xavi, no en Iván, en Iván solo veo a lo mejor de la oficina) un salvavidas. Hasta que abre la boca de nuevo, claro. Ahí solo veo en él un cóctel molotov—. Yo os puedo prestar algo que para los nervios va que flipas de bien. Je, je. Y, efectivamente, sirve para disuadir a Beltrán de seguir tocándome, porque separa con lentitud las manos de la piel de mis hombros (¿en qué momento pensé que traer hoy camiseta de tirantes sería una buena opción? «En el momento en que el calor se ha hecho más que presente en Barcelona», dice mi yo interior, dándole una bofetada a la Mariona que se ha cuestionado lo de los tirantes) y, con un leve toque sobre ellos, se marcha. Pero no sin antes susurrar: —Un «buenos días» habría sido más fácil que todo este paripé, París. —Y, sin poder evitar mirarle, veo cómo me sonríe, esta vez calmado, y me dedica otro guiño antes de volver a su sitio. Él y su puto guiño. Pero la mañana acaba de empezar. Y juro como que me llamo Mariona París que esto no se va a quedar así. No sé cómo he sobrevivido las primeras cuatro horas en la aseguradora, pero lo he hecho. Y lo he hecho sin perder la dignidad. ¡Sin perder nada! No, miento, sí que he perdido algo. Los rizos. Esos ya no están. Y es culpa de Beltrán, por supuesto. Porque todo lo que pase (todo lo malo, lo bueno no) siempre es culpa de Beltrán. O al menos, para mí. Ha desarrollado un talento especial para amargarme el día. Cuando ese pensamiento cruza mi mente, me doy cuenta de que es muy probable que esté quedando como una loca obsesionada con Beltrán Benítez, el ser más repugnante, pesado, pijo y engreído de la oficina y del planeta Tierra. Pero no lo estoy; cualquier otra persona pensaría y diría lo mismo que yo. Lo sé. Me daría la razón. De hecho, voy a comprobarlo ahora mismo, aprovechando que estamos en la cocina los del primer turno para comer. Cómo se ha hecho de rogar hoy... —Decidme que no soy la única que, especialmente hoy, no puede con doble Be, si us plau [1] ... —digo removiendo las lentejas que están medio frías y medio calientes en el tupper de cristal de cada día. Para mi sorpresa, todos los allí presentes sueltan una carcajada que seguro que se ha escuchado hasta en Girona. Y veo cómo la graciosa de Mercè Moliner, el aún medio en el Limbo de Xavi y el dulce pero ahora maléfico Andrés Sabaté se ríen de mí y de mi desesperación. —Tía, ¿no crees que le das demasiada importancia a todo lo que él hace? —pregunta Andrés. —Andrés, Beltrán es un ser des-pre-cia-ble —sentencia Mercè, mi amiga de confianza. La que, junto a Lucía, me apoya a muerte. Son las únicas que ven las cosas como son y no les quitan hierro (aunque quizá es porque tienen un pelín más de información...). Hago un movimiento de cabeza que casi me cuesta el cuello a modo de «¿ veis? No soy la única que no le soporta » . Y luego está Xavi. Él se ríe y come macarrones con tomate en cantidades industriales, para, con la boca llena, decir: —Qué chulita te pones, me encanta. —Rebosa queso y tomate por todas partes. Aún con las gafas puestas, claro está, sin nosotros saber hacia dónde está mirando realmente. O si, directamente, tiene los ojos abiertos o no. Seguro que es la segunda opción. Y mucho antes de que se nos ocurra otro tema de conversación, la puerta se abre con un estruendo exageradamente dramático y aparece él. El Elton John de la oficina. El David Bowie de nuestras vidas. El Miliki de nuestros días. Eric Coll. —Que. No. Cunda. El. Pánico. —Mueve los brazos a modo de baile ridículo y nos lanza un beso después a Mercè y a mí. —No quiero ser aguafiestas, cariño, pero no es tu turno —suelta Andrés. — Ni quiiri sir iguifistis, quiriñi —se burla él—. Eso lo dices porque a ti no te he lanzado beso. ¡Toma! —Se acerca a él y se lo planta en la mejilla—. Para que no te pongas celoso. —No sabéis lo mucho que me alegro de que sea un hetero básico... —musita Andrés mientras le doy la mano bajo la mesa y se la aprieto para que baje la voz y que Eric no le oiga. —Hay que quererle así, cariño —río yo. —Bueno, tengo hambre y los jefes se han ido a vivir la vida, así que hacedme sitio. —El muy listo se mete entre nosotras dos, las dos únicas chicas del turno, intentando que le dejemos sitio—. Aquí, entre Mercè y Mariona me va bien. ¡Hola, preciosas! —Nos pasa los brazos a ambas por encima del hombro. Mercè se aparta con sutileza y le dedica una sonrisa incómoda. Yo continúo riéndome. Hasta que sucede lo único que no tenía que suceder. Lo único. Él. —Dios, menuda mañana —se queja don Repugnante al entrar por la puerta. —Eh, no. No. No. No. Y no. Me niego. ¿Quieres que me dé una indigestión? Espera a tu turno —espeto. No pienso comer con él. Ya he hecho un esfuerzo con Eric, aunque en el fondo me haga gracia. No pienso hacer otro extra con doble Be. —Tía, tranquila —dice Mercè mientras entran también absolutamente todos los demás. —Mercè, no se puede tener todo en esta vida. O el cayetano o yo. —Joder, con lo de cayetano... —Es que solo te falta el polo de Lacoste —se burla Andrés. Mi Andrés. —¿Tú no estabas comiendo? —se atreve Beltrán a responderle —. Pues come. Con la boca cerrada, a poder ser. —Y sonríe mientras se sienta frente a nosotros. Pero no es suficiente. —Más lejos —espeto como un perro furioso, entre cucharada y cucharada de lentejas. Pero Beltrán me hace el mismo caso que un adolescente en pleno auge les hace a sus padres. —¿Qué? Hay que ver, Mariona... —se ríe en voz baja Lucía, que, junto a Iván (oh, Dios, Iván) y Arlet, se va a sentar también tras entrar por la puerta. Pero no sin antes darme un beso en la mejilla, como hace siempre (Lucía, no Iván. Ojalá Iván me diera un beso en la mejilla. Y en lo que no es la mejilla. En el mejillón, si quiere). Pero Beltrán resopla. ¿Me ha leído la mente? ¿Lo he dicho en voz alta? No. Nada de eso. Por suerte todo ha quedado para mis adentros. El motivo de que Beltrán resople es lo que hay dentro de su tupper. En el que ha traído, que es de plástico. Cayetano y eco- friendly... —¿Qué te pasa con esa cara de asco? —le pregunta su amigo Iván. Iván el Guapo. Iván el Magnífico. Iván el Estupendo. —Que ayer me daba una pereza tremenda ponerme a cocinar, así que me eché una lata de la despensa, y resulta que es de mejillones en salsa, que no es que sean santo de mi devoción. Y las lentejas, que segundos antes han entrado por mi boca, ahora mismo salen disparadas en cuestión de segundos, catapultadas, directamente hacia (¡sorpresa!) la cara de Beltrán. Y me río tanto que casi me atraganto con lo poco que queda en mi boca. Lo mejor es que no soy la única a la que le ha hecho gracia esto. Risas procedentes de absolutamente todos mis compañeros de trabajo llenan la sala de descanso. De todos menos de Beltrán, que se pasa la mano por la cara para después mirársela y encontrarla llena de lentejas. Algunas masticadas. Otras enteras. Le he aportado variedad, para que no se queje le he aportado variedad. —¿Me acabas de escupir lentejas en la puta cara? —No te quejes, te he hecho un favor. Estás mucho más guapo así —digo entre risas mientras me limpio la boca con la servilleta que me tiende Mercè—. A ver si así aprendes a sentarte un pelín más lejos de mí. —París, eres una cerda. —¡Y tú un porculero! Aprende a quedarte en tu turno y esto no pasará. —Mejillones y lentejas para comer, qué combinación más deliciosa —dice Xavi, quien se termina de acabar el tupper de macarrones—. ¿Está rico, Beltrán? —Vete a la mierda tú también, Besalduch. No sé en qué momento se me ha ocurrido mirar a Eric. Pero lo he hecho. Y la cara que tiene es similar a la que tendría si estuviese mirando una película donde están a punto de matar a uno de los protagonistas principales. Sus dos ojos más abiertos que los mejillones que tiene Beltrán para comer, su bigote moviéndose arriba y abajo, hacia un lado y hacia otro, y su cabeza asintiendo como si no hubiese un mañana, moviendo sus mechones con gracia. —Vaya, este tiene para todo el mundo —suelta con la boca llena de algún mejunje que a saber qué narices lleva. —Calla si no quieres recibir tú también. Doble Be, don Repugnante, el cayetano o simplemente Beltrán Benítez está de mal humor. Ya sin lentejas en la cara (qué lástima, con lo bien que le quedaban...). Además, aún hay risitas resonando por el comedor (la mía no es una de ellas, lo prometo) y eso hace que se irrite aún más (si es que eso es posible). —Venga, tíos —interviene Iván con esa voz grave y embriagadora que nos emboba a todas sin quererlo—. Tengamos la fiesta en paz. —Tiene razón —añade Lucía, cerca de él y tendiéndole a Beltrán más y más servilletas, aunque él hace tiempo que ha dejado de usarlas. Y entonces, con la frase de Lucía, Eric se levanta como un resorte de su silla. —¡ESO! Se acabó la juerga. Terminemos de comer, que quiero un cafecito antes de que lleguen la Reina del Hielo y Sauron. Por una vez, todos estamos de acuerdo. Si no nos apresuramos, no podremos tomarnos el café con calma. Porque, si en algo concordamos todos, es en que cuando llegan los jefes se acaba la historia. Son los últimos en llegar por la mañana, los que más tardan en comer y los que antes se marchan a sus casas, pero, mientras están, la oficina es Mordor. O Narnia sin Aslan. Un sitio muy feo, en definitiva. Y es un lugar que me gusta incluso menos que cuando solo está Beltrán (y mira que eso ya me gusta poco). Por eso, en cuanto terminamos de comer y de limpiar nuestros tuppers por turnos, Arlet se ofrece para preparar los cafés. Y yo me ofrezco para ayudarla. —¿Lo de siempre todo el mundo? —pregunta la más pequeña de la oficina. No solo de edad, sino también físicamentede cuerpo. Arlet podría ser confundida perfectamente por Pulgarcita. Si te esfuerzas, seguro que puedes guardártela en la palma de la mano. Sin embargo, tiene un corazón que no le cabe en el pecho. Un corazón del que todos creemos que le salen flores. Y hojas. Y tallos. Y azúcar. Y especias. Y muchas cosas bonitas. Que llegara a la oficina hace cinco meses es de lo mejor que nos ha podido pasar. Todos asienten. Y mientras ellos van hacia la sala principal a desconectar los contestadores para seguir atendiendo llamadas (incluso las nuestras), nosotras dos nos quedamos en la sala de descanso que está equipada con una de las mejores cafeteras que la Reina de Hielo y Sauron, más conocidos mundanalmente como Lucrecia Sánchez y Miquel Balsach, peculiar matrimonio, se podían permitir. Porque, obviamente, no lo hicieron por nosotros. Lo hicieron por ellos, que pasan más tiempo en esa sala invitando a clientes a café que en sus respectivos despachos. —Ahora en serio, Mariona, ¿por qué te cae tan mal Beltrán? ¿Te ha hecho algo? —me pregunta Arlet con la voz más dulce que pueda alguien llegar a imaginar. Algo que me molesta en lo más profundo de mi ser. Porque nadie debería hablar con esa dulzura de él. Nadie debería decir su nombre con tanto cariño. —La pregunta no es si me ha hecho algo. La pregunta es qué no ha hecho Beltrán Benítez. Arlet niega con la cabeza con resignación y diría que algo de tristeza, pero yo no voy a ir más allá. Ya están todos los cafés solos listos, la leche de los cortados se está calentando y la botella de Baileys preparada para los carajillos de Xavi (cómo no), Mercè y Eric. Pero Arlet es muy lista, y observadora. Y antes de irnos con los cafés en la bandeja que siempre usamos ha visto que falta uno. Emcagoendéu [2] —¿No falta uno? —¿Uno? —pregunto haciéndome la que no sabe de qué va la cosa, aunque sé muy bien de qué va—. Creo que no, tía. —Yo creo que sí... Más concretamente el de Beltrán... Mariona... —Bueno, ¿¡y qué!? —estallo ya sabiendo que no hay marcha atrás. Que he sido pillada. Y que seré convencida para hacer algo que no quiero hacer—. Que no em dona la gana fer-li el puto cafè, hòstia! [3] Que se levante y se lo haga él. He dit! [4] —¿Y a todos los demás sí se lo haces? —Hemos sido las dos. —¡No seas así! Vamos, ¿qué te cuesta...? Firma el tratado de paz. —Ni la paz ni el pez. Que no me da la gana. Que es insoportable. En ese momento noto cómo Arlet cambia ligeramente de expresión. Si hasta ahora había estado sosegada, tratando de convencerme para firmar el Tratado del Passeig de Gràcia, ahora su cara demuestra todo lo contrario. Ahora en su cara solo se puede ver una pequeña mueca de picardía, de diversión. Y no me gusta. No me gusta nada. Pero menos me gusta cuando, justo antes de que Arlet vuelva a abrir la boca para soltar su idea maestra, Beltrán entra por la puerta de la sala de descanso para ayudarnos. Justo a tiempo para oír cómo ella, que está de espaldas a la puerta y, por supuesto, no le ha visto llegar, dice: —Yo creo que deberíais hacer el amor y disipar esa tensión sexual que tenéis. —Y sonríe tras soltar esa bomba que tanto daño me ha hecho pero que no le voy a decir. Sonríe más que en toda su jodida vida mientras se gira con la bandeja en mano, dándose cuenta de quién hay en la puerta y dejándome sola con el café del idiota que ella ha empezado a hacer. ¡Ah!, y con el propio idiota. Y yo miro a Beltrán. Y él me mira a mí. Y deseo que la tierra me trague. O, mejor, que se lo trague a él. Y maldigo que sea tan extremadamente guapo a pesar de todo. Y también a esos ojos en los que me veo reflejada. Y, cómo no, también maldigo la noche en la que todo se rompió. En la que él me rompió. L o primero que cruza mi mente cuando Arlet atraviesa la puerta es, literalmente, «a tomar por culo». Estamos en el peor escenario en el que nos podemos encontrar, ella y yo solos, con mi café a medio hacer (sí, mío, porque, por los gritos de loca que he oído desde fuera, no me cabe duda de que lo es) y la frase que nuestra compañera acaba de soltar aún flotando en el aire. Y pienso aprovecharla. Sobre todo, después de la escena de marras de la comida. No pienso dejar que la perroflauta del moño se proclame vencedora esta semana. —Así que tenemos tensión sexual. —Sonrío con más socarronería de la que quiero admitir mientras me acerco a ella. Y ella sabe por qué—. ¿Qué más tenemos? Porque... este café hace escasos segundos no lo teníamos, ¿no? Estoy a escasos centímetros de Mariona y de su boca, retándola. Sé por cómo se eriza su piel que la estoy haciendo rabiar, pero no muestra la más mínima intención de apartarse. Al contrario, se encara conmigo con actitud guerrera. Esa es Mariona. —Ni teníamos este café ni tenemos tensión sexual —espeta, y se gira, dándome con un mechón suelto en toda la cara. Reprimo una mueca de dolor; ha sido como un latigazo en plena mejilla. Dios,