UNA CONSTELACIÓN DE CICATRICES MIA MALLEN Y SILVIA M DÍAZ Una constelación de cicatrices Primera edición: febrero de 2022 © Mia Mallen y Silvia M. Díaz, 2022 © Imagen de la cubierta: Canva Número de registro: 2202220542508 Aviso de contenido: sexo, lenguaje malsonante, alcohol, drogas, peleas, relaciones tóxicas. No se permite la reproducción total o parcial de este libro en ningún medio, electrónico, mecánico o por otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de las autoras. Para todas las constelaciones de cicatrices. Porque el dolor no es para siempre. Porque las cicatrices sanan. Una constelación de cicatrices está llena de canciones para acompañar el viaje. ¿Qué tal si en lugar de buscarlas una a una entras directamente en la playlist que hemos creado? La tienes justo aquí: Playlist UCDC U n día más. La misma congestión en el Passeig de Gràcia. La misma oficina. El mismo ascensor. Y el mismo cayetano imbécil saludándome con esa sonrisa estúpida cuando entro al interior de la empresa; esas paredes de donde solamente desconectaré para comer y poco más durante la friolera de ocho horas. Debí desarrollar mucho antes de que todo sucediera este asco acérrimo hacia Beltrán, pero lo importante es que lo hice a tiempo. Y, en el fondo, sé que en algún momento del espacio tiempo, cuando se cruzó delante de mí y me miró con esos ojos azules soberbios, lo intuí. Intuí en cero coma de qué pasta estaba hecho. Intuí, también, que era consciente de que era guapo y que utilizaba ese conocimiento para hacer de las suyas. Y nunca me habían gustado los flipados guapos que se aprovechaban de ello. Pero lo que intuí, sobre todo, fue que trabajar con él no sería como trabajar con Agatha Ruiz de la Prada, en un mundo lleno de color y fantasía, sino que sería como tener al lado a un hombre con un aura parecida a la de Amancio Ortega: sabihondo, pijo y muy español. Aunque, para mi desgracia, solamente era el aura lo que compartían. Porque el muy repugnante —y no, no hay otra forma con más clase de llamarlo — tenía una cara cincelada por los mismísimos dioses. Y quizá por eso desarrollé esta alergia. Porque ser odioso y guapo a partes iguales eran (y son) dos cosas que mi mente no concibe. No lo podía (ni lo puedo) soportar. Y menos aún después de lo que nos sucedió a nosotros. Por esa razón, en cuanto pongo un pie en la sala común y veo que ya hay unos cuantos compañeros (él entre ellos) con el ordenador encendido y los auriculares puestos, decido ignorarle, por más difícil que me lo ponga. Ignorar a la persona que está inclinada sobre el respaldo de la silla mirándome atentamente y con una sonrisa ladeada en los labios. Sonrisa y mirada que decido ignorar, que no se diga. —Arlet, cariño —digo, abrazando a la rubia más guapa de toda Barcelona, la que me espera en recepción. —¿Qué tal, flor? —me devuelve el saludo. —Pues... Bien. Aunque, viendo a Xavi… creo que podría decir que muy, muy, muy bien. Dirigimos la mirada hacia uno de nuestros compañeros, y no podemos evitar estallar a reír al ver el estado en el que está nuestro querido Xavi Besalduch. Es viernes, y, como todo el mundo sabe, el jueves es el clásico día de salir de fiesta, de juerga, de jarana, llámalo equis. Nosotros lo llamamos Cañajueves . Y aunque la mayoría de la oficina ayer estábamos demasiado cansados como para salir de cañas, está claro que Xavi salió en busca de la fiesta por su cuenta, la encontró y acompañó la bebida de cierta clase de hierba aromática . Su pose de « no me habléis, tengo una resaca de la hostia » acompañada de unas gafas de sol bien grandes que le tapan media cara deja claro su estado de muerte y destrucción. Por eso me siento muy satisfecha y orgullosa de él en cuanto me murmura un leve « eh, tía» a modo de saludo. En otras circunstancias no había sido capaz ni de murmurar un simple sonido. Así que lo que hace es todo un logro. Cuando toca saludar por fin a don Repugnante paso de largo, como ya tenía pensado hacer. Mirarle durante más de dos segundos me revuelve el estómago. Y ¿la verdad? No me apetece tenerlo hecho una noria de buena mañana. Tener que soportar después unas ocho horas de pólizas y seguros sería un trabajo mucho más complicado. Por esa razón me siento en mi silla mientras saludo al resto de compañeros, más orgullosa que habiendo ganado un galardón a la mejor actriz de Hollywood. Pero todo orgullo, paz y satisfacción desaparece cuando mi querido Beltrán Benítez decide abrir su enorme bocaza para decir: —Buenos días a ti también, mi amor. Parece que esta mañana hay a quien le escasean las palabras por la resaca… y a quien le escasean por exceso de simpatía, ¿eh? —Y, por supuesto, el guiño final no me lo pierdo. Hala, perfecto, ya tengo el estómago centrifugando. —Vete a cagar, Beltrán. Enciendo el ordenador después de mandar a Beltrán a la mierda. Entonces, mientras espero a que la pantalla cargue, me recojo el pelo, que me había molestado en arreglar aquella mañana nada más desayunar, en un moño. A la mierda los veinte minutos que me he estado rizando mechón a mechón. A la mierda todo. Ya estoy de mala leche para todo el día. Pero lo estoy más cuando me doy cuenta de que Beltrán no ha hecho más que empezar a ser Beltrán. Porque según me termino de acomodar en mi sitio, al final de la larga oficina, tras haber recolocado el cojín que tenía especial para mis riñones y habiendo recorrido ya todas las demás mesas, lo veo. Beltrán girándose hacia mí. Beltrán levantándose de su silla. Beltrán atusándose la americana azul de verano que ha decidido ponerse hoy. Beltrán avanzando hacia mí con esa media sonrisa socarrona que le viene de fábrica. —¿Qué haces, Bel- No me da tiempo a terminar la frase. Antes de que pueda parpadear está tras de mí, inclinado sobre mis hombros y masajeándolos como si mi cuerpo no tuviera reservado el derecho de admisión. —Te noto tensa esta mañana, Mariona. ¿Necesitas una tila? ¿Una valeriana, mejor? ¿Quieres que te traiga un cojín con la bandera de Catalunya estampada? Pide por esa boquita. —Oye, colegas —oigo cómo Xavi se da media vuelta hacia nosotros con un giro de silla de ciento ochenta grados; un giro que casi le hace aterrizar encima del escritorio de Iván Cuervo, el buenorro máximo de la oficina. El adonis de Barcelona. El hombre al que no puedes mirar sin gafas de sol. Y, justo en ese momento, en el que ese dios del Olimpo se vuelve el protagonista de la situación y Beltrán deja de serlo, veo en él (en Xavi, no en Iván, en Iván solo veo a lo mejor de la oficina) un salvavidas. Hasta que abre la boca de nuevo, claro. Ahí solo veo en él un cóctel molotov—. Yo os puedo prestar algo que para los nervios va que flipas de bien. Je, je. Y, efectivamente, sirve para disuadir a Beltrán de seguir tocándome, porque separa con lentitud las manos de la piel de mis hombros (¿en qué momento pensé que traer hoy camiseta de tirantes sería una buena opción? «En el momento en que el calor se ha hecho más que presente en Barcelona», dice mi yo interior, dándole una bofetada a la Mariona que se ha cuestionado lo de los tirantes) y, con un leve toque sobre ellos, se marcha. Pero no sin antes susurrar: —Un «buenos días» habría sido más fácil que todo este paripé, París. —Y, sin poder evitar mirarle, veo cómo me sonríe, esta vez calmado, y me dedica otro guiño antes de volver a su sitio. Él y su puto guiño. Pero la mañana acaba de empezar. Y juro como que me llamo Mariona París que esto no se va a quedar así. No sé cómo he sobrevivido las primeras cuatro horas en la aseguradora, pero lo he hecho. Y lo he hecho sin perder la dignidad. ¡Sin perder nada! No, miento, sí que he perdido algo. Los rizos. Esos ya no están. Y es culpa de Beltrán, por supuesto. Porque todo lo que pase (todo lo malo, lo bueno no) siempre es culpa de Beltrán. O al menos, para mí. Ha desarrollado un talento especial para amargarme el día. Cuando ese pensamiento cruza mi mente, me doy cuenta de que es muy probable que esté quedando como una loca obsesionada con Beltrán Benítez, el ser más repugnante, pesado, pijo y engreído de la oficina y del planeta Tierra. Pero no lo estoy; cualquier otra persona pensaría y diría lo mismo que yo. Lo sé. Me daría la razón. De hecho, voy a comprobarlo ahora mismo, aprovechando que estamos en la cocina los del primer turno para comer. Cómo se ha hecho de rogar hoy… —Decidme que no soy la única que, especialmente hoy, no puede con doble Be, si us plau [1] … —digo removiendo las lentejas que están medio frías y medio calientes en el tupper de cristal de cada día. Para mi sorpresa, todos los allí presentes sueltan una carcajada que seguro que se ha escuchado hasta en Girona. Y veo cómo la graciosa de Mercè Moliner, el aún medio en el Limbo de Xavi y el dulce pero ahora maléfico Andrés Sabaté se ríen de mí y de mi desesperación. —Tía, ¿no crees que le das demasiada importancia a todo lo que él hace? —pregunta Andrés. —Andrés, Beltrán es un ser des-pre-cia-ble —sentencia Mercè, mi amiga de confianza. La que, junto a Lucía, me apoya a muerte. Son las únicas que ven las cosas como son y no les quitan hierro (aunque quizá es porque tienen un pelín más de información…). Hago un movimiento de cabeza que casi me cuesta el cuello a modo de «¿ veis? No soy la única que no le soporta » . Y luego está Xavi. Él se ríe y come macarrones con tomate en cantidades industriales, para, con la boca llena, decir: —Qué chulita te pones, me encanta. —Rebosa queso y tomate por todas partes. Aún con las gafas puestas, claro está, sin nosotros saber hacia dónde está mirando realmente. O si, directamente, tiene los ojos abiertos o no. Seguro que es la segunda opción. Y mucho antes de que se nos ocurra otro tema de conversación, la puerta se abre con un estruendo exageradamente dramático y aparece él. El Elton John de la oficina. El David Bowie de nuestras vidas. El Miliki de nuestros días. Eric Coll. —Que. No. Cunda. El. Pánico. —Mueve los brazos a modo de baile ridículo y nos lanza un beso después a Mercè y a mí. —No quiero ser aguafiestas, cariño, pero no es tu turno —suelta Andrés. — Ni quiiri sir iguifistis, quiriñi —se burla él—. Eso lo dices porque a ti no te he lanzado beso. ¡Toma! —Se acerca a él y se lo planta en la mejilla—. Para que no te pongas celoso. —No sabéis lo mucho que me alegro de que sea un hetero básico… —musita Andrés mientras le doy la mano bajo la mesa y se la aprieto para que baje la voz y que Eric no le oiga. —Hay que quererle así, cariño —río yo. —Bueno, tengo hambre y los jefes se han ido a vivir la vida, así que hacedme sitio. —El muy listo se mete entre nosotras dos, las dos únicas chicas del turno, intentando que le dejemos sitio—. Aquí, entre Mercè y Mariona me va bien. ¡Hola, preciosas! —Nos pasa los brazos a ambas por encima del hombro. Mercè se aparta con sutileza y le dedica una sonrisa incómoda. Yo continúo riéndome. Hasta que sucede lo único que no tenía que suceder. Lo único. Él. —Dios, menuda mañana —se queja don Repugnante al entrar por la puerta. —Eh, no. No. No. No. Y no. Me niego. ¿Quieres que me dé una indigestión? Espera a tu turno —espeto. No pienso comer con él. Ya he hecho un esfuerzo con Eric, aunque en el fondo me haga gracia. No pienso hacer otro extra con doble Be. —Tía, tranquila —dice Mercè mientras entran también absolutamente todos los demás. —Mercè, no se puede tener todo en esta vida. O el cayetano o yo. —Joder, con lo de cayetano… —Es que solo te falta el polo de Lacoste —se burla Andrés. Mi Andrés. —¿Tú no estabas comiendo? —se atreve Beltrán a responderle —. Pues come. Con la boca cerrada, a poder ser. —Y sonríe mientras se sienta frente a nosotros. Pero no es suficiente. —Más lejos —espeto como un perro furioso, entre cucharada y cucharada de lentejas. Pero Beltrán me hace el mismo caso que un adolescente en pleno auge les hace a sus padres. —¿Qué? Hay que ver, Mariona… —se ríe en voz baja Lucía, que, junto a Iván (oh, Dios, Iván) y Arlet, se va a sentar también tras entrar por la puerta. Pero no sin antes darme un beso en la mejilla, como hace siempre (Lucía, no Iván. Ojalá Iván me diera un beso en la mejilla. Y en lo que no es la mejilla. En el mejillón, si quiere). Pero Beltrán resopla. ¿Me ha leído la mente? ¿Lo he dicho en voz alta? No. Nada de eso. Por suerte todo ha quedado para mis adentros. El motivo de que Beltrán resople es lo que hay dentro de su tupper. En el que ha traído, que es de plástico. Cayetano y eco- friendly… —¿Qué te pasa con esa cara de asco? —le pregunta su amigo Iván. Iván el Guapo. Iván el Magnífico. Iván el Estupendo. —Que ayer me daba una pereza tremenda ponerme a cocinar, así que me eché una lata de la despensa, y resulta que es de mejillones en salsa, que no es que sean santo de mi devoción. Y las lentejas, que segundos antes han entrado por mi boca, ahora mismo salen disparadas en cuestión de segundos, catapultadas, directamente hacia (¡sorpresa!) la cara de Beltrán. Y me río tanto que casi me atraganto con lo poco que queda en mi boca. Lo mejor es que no soy la única a la que le ha hecho gracia esto. Risas procedentes de absolutamente todos mis compañeros de trabajo llenan la sala de descanso. De todos menos de Beltrán, que se pasa la mano por la cara para después mirársela y encontrarla llena de lentejas. Algunas masticadas. Otras enteras. Le he aportado variedad, para que no se queje le he aportado variedad. —¿Me acabas de escupir lentejas en la puta cara? —No te quejes, te he hecho un favor. Estás mucho más guapo así —digo entre risas mientras me limpio la boca con la servilleta que me tiende Mercè—. A ver si así aprendes a sentarte un pelín más lejos de mí. —París, eres una cerda. —¡Y tú un porculero! Aprende a quedarte en tu turno y esto no pasará. —Mejillones y lentejas para comer, qué combinación más deliciosa —dice Xavi, quien se termina de acabar el tupper de macarrones—. ¿Está rico, Beltrán? —Vete a la mierda tú también, Besalduch. No sé en qué momento se me ha ocurrido mirar a Eric. Pero lo he hecho. Y la cara que tiene es similar a la que tendría si estuviese mirando una película donde están a punto de matar a uno de los protagonistas principales. Sus dos ojos más abiertos que los mejillones que tiene Beltrán para comer, su bigote moviéndose arriba y abajo, hacia un lado y hacia otro, y su cabeza asintiendo como si no hubiese un mañana, moviendo sus mechones con gracia. —Vaya, este tiene para todo el mundo —suelta con la boca llena de algún mejunje que a saber qué narices lleva. —Calla si no quieres recibir tú también. Doble Be, don Repugnante, el cayetano o simplemente Beltrán Benítez está de mal humor. Ya sin lentejas en la cara (qué lástima, con lo bien que le quedaban…). Además, aún hay risitas resonando por el comedor (la mía no es una de ellas, lo prometo) y eso hace que se irrite aún más (si es que eso es posible). —Venga, tíos —interviene Iván con esa voz grave y embriagadora que nos emboba a todas sin quererlo—. Tengamos la fiesta en paz. —Tiene razón —añade Lucía, cerca de él y tendiéndole a Beltrán más y más servilletas, aunque él hace tiempo que ha dejado de usarlas. Y entonces, con la frase de Lucía, Eric se levanta como un resorte de su silla. —¡ESO! Se acabó la juerga. Terminemos de comer, que quiero un cafecito antes de que lleguen la Reina del Hielo y Sauron. Por una vez, todos estamos de acuerdo. Si no nos apresuramos, no podremos tomarnos el café con calma. Porque, si en algo concordamos todos, es en que cuando llegan los jefes se acaba la historia. Son los últimos en llegar por la mañana, los que más tardan en comer y los que antes se marchan a sus casas, pero, mientras están, la oficina es Mordor. O Narnia sin Aslan. Un sitio muy feo, en definitiva. Y es un lugar que me gusta incluso menos que cuando solo está Beltrán (y mira que eso ya me gusta poco). Por eso, en cuanto terminamos de comer y de limpiar nuestros tuppers por turnos, Arlet se ofrece para preparar los cafés. Y yo me ofrezco para ayudarla. —¿Lo de siempre todo el mundo? —pregunta la más pequeña de la oficina. No solo de edad, sino también físicamentede cuerpo. Arlet podría ser confundida perfectamente por Pulgarcita. Si te esfuerzas, seguro que puedes guardártela en la palma de la mano. Sin embargo, tiene un corazón que no le cabe en el pecho. Un corazón del que todos creemos que le salen flores. Y hojas. Y tallos. Y azúcar. Y especias. Y muchas cosas bonitas. Que llegara a la oficina hace cinco meses es de lo mejor que nos ha podido pasar. Todos asienten. Y mientras ellos van hacia la sala principal a desconectar los contestadores para seguir atendiendo llamadas (incluso las nuestras), nosotras dos nos quedamos en la sala de descanso que está equipada con una de las mejores cafeteras que la Reina de Hielo y Sauron, más conocidos mundanalmente como Lucrecia Sánchez y Miquel Balsach, peculiar matrimonio, se podían permitir. Porque, obviamente, no lo hicieron por nosotros. Lo hicieron por ellos, que pasan más tiempo en esa sala invitando a clientes a café que en sus respectivos despachos. —Ahora en serio, Mariona, ¿por qué te cae tan mal Beltrán? ¿Te ha hecho algo? —me pregunta Arlet con la voz más dulce que pueda alguien llegar a imaginar. Algo que me molesta en lo más profundo de mi ser. Porque nadie debería hablar con esa dulzura de él. Nadie debería decir su nombre con tanto cariño. —La pregunta no es si me ha hecho algo. La pregunta es qué no ha hecho Beltrán Benítez. Arlet niega con la cabeza con resignación y diría que algo de tristeza, pero yo no voy a ir más allá. Ya están todos los cafés solos listos, la leche de los cortados se está calentando y la botella de Baileys preparada para los carajillos de Xavi (cómo no), Mercè y Eric. Pero Arlet es muy lista, y observadora. Y antes de irnos con los cafés en la bandeja que siempre usamos ha visto que falta uno. Emcagoendéu [2] . —¿No falta uno? —¿Uno? —pregunto haciéndome la que no sabe de qué va la cosa, aunque sé muy bien de qué va—. Creo que no, tía. —Yo creo que sí… Más concretamente el de Beltrán… Mariona… —Bueno, ¿¡y qué!? —estallo ya sabiendo que no hay marcha atrás. Que he sido pillada. Y que seré convencida para hacer algo que no quiero hacer—. Que no em dona la gana fer-li el puto cafè, hòstia! [3] Que se levante y se lo haga él. He dit! [4] —¿Y a todos los demás sí se lo haces? —Hemos sido las dos. —¡No seas así! Vamos, ¿qué te cuesta…? Firma el tratado de paz. —Ni la paz ni el pez. Que no me da la gana. Que es insoportable. En ese momento noto cómo Arlet cambia ligeramente de expresión. Si hasta ahora había estado sosegada, tratando de convencerme para firmar el Tratado del Passeig de Gràcia, ahora su cara demuestra todo lo contrario. Ahora en su cara solo se puede ver una pequeña mueca de picardía, de diversión. Y no me gusta. No me gusta nada. Pero menos me gusta cuando, justo antes de que Arlet vuelva a abrir la boca para soltar su idea maestra, Beltrán entra por la puerta de la sala de descanso para ayudarnos. Justo a tiempo para oír cómo ella, que está de espaldas a la puerta y, por supuesto, no le ha visto llegar, dice: —Yo creo que deberíais hacer el amor y disipar esa tensión sexual que tenéis. —Y sonríe tras soltar esa bomba que tanto daño me ha hecho pero que no le voy a decir. Sonríe más que en toda su jodida vida mientras se gira con la bandeja en mano, dándose cuenta de quién hay en la puerta y dejándome sola con el café del idiota que ella ha empezado a hacer. ¡Ah!, y con el propio idiota. Y yo miro a Beltrán. Y él me mira a mí. Y deseo que la tierra me trague. O, mejor, que se lo trague a él. Y maldigo que sea tan extremadamente guapo a pesar de todo. Y también a esos ojos en los que me veo reflejada. Y, cómo no, también maldigo la noche en la que todo se rompió. En la que él me rompió. L o primero que cruza mi mente cuando Arlet atraviesa la puerta es, literalmente, «a tomar por culo». Estamos en el peor escenario en el que nos podemos encontrar, ella y yo solos, con mi café a medio hacer (sí, mío, porque, por los gritos de loca que he oído desde fuera, no me cabe duda de que lo es) y la frase que nuestra compañera acaba de soltar aún flotando en el aire. Y pienso aprovecharla. Sobre todo, después de la escena de marras de la comida. No pienso dejar que la perroflauta del moño se proclame vencedora esta semana. —Así que tenemos tensión sexual. —Sonrío con más socarronería de la que quiero admitir mientras me acerco a ella. Y ella sabe por qué—. ¿Qué más tenemos? Porque… este café hace escasos segundos no lo teníamos, ¿no? Estoy a escasos centímetros de Mariona y de su boca, retándola. Sé por cómo se eriza su piel que la estoy haciendo rabiar, pero no muestra la más mínima intención de apartarse. Al contrario, se encara conmigo con actitud guerrera. Esa es Mariona. —Ni teníamos este café ni tenemos tensión sexual —espeta, y se gira, dándome con un mechón suelto en toda la cara. Reprimo una mueca de dolor; ha sido como un latigazo en plena mejilla. Dios, ¿de qué están hechos esos rizos?—. Y descuida, el café no te lo vas a beber. Al menos, este no. —Venga ya, Mariona, no me jo- No me da tiempo a decir nada más. Está de espaldas a mí y, sin esperar un segundo, mete la mano bajo la cafetera, coge el vaso donde estaba mi futuro ( spoiler : ya no) café y veo la intención que tiene de lanzar el líquido negro por la pila. «Eso sí que no», pienso. Y la rodeo con ambos brazos, uniendo mi pecho a su espalda para alcanzar el café y arrebatárselo. Forcejea para quitármelo, evidentemente… Es más testaruda que un puto ñú. Pero es el puto ñú más arrebatadoramente atractivo que he visto en mi vida. —Menuda catalana de pacotilla, tirando el café por las tuberías —espeto sin soltar sus brazos cuando, no sé cómo (mentira, sí lo sé; ha sido cuando me he quedado pensando en lo tremendamente sexy que está con esa blusa de tirantes negra), logra que lo único que puede salvarme (además de ella) de una tarde eterna se vaya por la pila—. Ahora tendremos que gastar cinco céntimos más en hacer otro. Pero Mariona, en lugar de responderme, se revuelve entre mis brazos y se va de mi lado. Claro está. Así que ahora me quedo solo, aburrido y sin café que tomar. O… quizá no. Porque, ¿me voy a conformar con eso? ¿Yo? Oh, no. Claro que no. Por eso salgo corriendo tras Mariona, la alcanzo y, adelantándola por la derecha, voy corriendo a su sitio, donde su café, ese que no ha tirado por la pila, espera. —¡Ni se te ocurra, cayetano! Pero claro que se me ocurre. Vamos que si se me ocurre. Chincharla es tan divertido que debería ser deporte nacional, aunque, a veces, como este mediodía, con las lentejas, tenga resultados grotescos. Y aunque ando cerca de quedarme embobado mirándola según corre hacia mí con esa expresión de odio que tanta gracia me hace, reacciono a tiempo y me llevo la taza a la boca. Mientras me lo acabo de un trago y veo cómo llega, a la vez que toda la oficina nos observa divertida, me siento en su silla y, por enésima vez hoy, le guiño un ojo. De eso tampoco me canso. No al ver cómo explota algo dentro de ella cada vez que lo hago. Entonces me levanto de repente, le tiendo la taza, me olvido de las lentejas y entono: —Te noto un poco baja de energía. ¿Dónde está tu café? Oh, claro… En la pila. Sus mejillas adoptan poco a poco un tono rojizo que me encanta. Como si de un toro se tratase, su sangre se va calentando, y poco le queda para comenzar a soltar bufidos y vaho por la nariz. Ahora mismo, Mariona está en ese estado en el que tanto te puede soltar un puñetazo como un lametón en todo el cuello. Porque, sí, aunque a veces parezca un caniche cabreado, es mucho más que eso. Mucho más que una perroflauta ladradora. Cuando quiere es una loba ibérica. Y araña. Y muerde. Y, en estos momentos, la Mariona París que tenemos delante se está convirtiendo en una loba de categoría. [5] — Escolta’m atentament, cayetano de merda —dice con ese perfecto catalán que tanto me irrita pero me encanta a la vez. —Perdona, ¿qué dices? No te entiendo. No hablo portugués. — M’has entés perfectament [6] . «Un par de cosas te voy a decir. Dos puntos. Eres tonto y eres gilipó». —Su dedo me apunta directamente al pecho. Porque si pretende apuntarme a la cara tendría que apuntar algo así como a la luna—. Ya estás moviendo tu culito hacia la cocina para hacerme un café. —¿Qué es eso de denominar a mi estupendo culazo « culito » ? Sonrío con toda la satisfacción en los labios. Ella, en cambio, no. Ni sonríe ni siente satisfacción. Lo que tiene es esa mirada de loba con la que es capaz de arrancarme la camisa de un zarpazo. Y lo que no es la camisa también. —Que muevas el puto culo a la cocina —dice la malhablada de mi compañera de trabajo, y lo hace a tan poca distancia de mí que puedo notar perfectamente cómo su pecho sube y baja al ritmo de mi respiración, también agitada, convirtiéndonos en el espectáculo principal de la oficina. Pero ¡oh! El destino. Pobre Mariona. Lucrecia y Miquel aparecen como por arte de magia en la sala, viéndonos a la catalana y a mí en el centro del lugar, enzarzados en una disputa bastante interesante (aunque ellos no sepan de qué va el asunto). El caso es que se ha quedado sin su café. —Como veo que tenéis poco trabajo, quiero estos informes para antes de que acabe la jornada —suelta el estúpido tapón de Miquel dejando un taco de papeles sobre la mesa de Mercè, que nos mira con desdén y dibuja un «gracias» sarcástico con los labios. Lucrecia asiente a todo lo que dice Miquel. Cuando su marido habla, ella tiene menos voz que un mono de feria mudo, aunque le saca como dos cabezas y media. No tardan mucho en desaparecer, por suerte. Y escuchamos la máquina de café. Por supuesto, Mariona también lo hace (escucharlo, digo, porque café, lo que es café… Se ha quedado sin). Justo en ese instante, sin dudarlo un segundo, todos los de la oficina volamos rápidamente a nuestro grupo de chat privado, que a esta hora de la tarde suele echar humo. XAVI BESALDUCH Joder, tío, han aparecido en el mejor momento, son peores que los anuncios de Antena 3… Ahora cómo sé si se iban a comer los morros?????? ERIC COLL ¿Comida de morros? ¿Quién? ¡Hostia! Que estaba en una puta llamada. ARLET FONT Mariona y Beltrán. ANDRÉS SABATÉ Disculpad, pero mi amiga tiene buen gusto. No se iba a comer los morros con el cayetano… BELTRÁN BENÍTEZ Y dale con lo de cayetano, hostia. Sois pesados, tú y tu amiguita Toro Bravo, eh… MARIONA PARÍS ¿Yo soy un toro? ¿¡Yo!? ¿Y tú qué eres? ¿El torero? ¡Alucino contigo! ¿No tenías suficiente con beberte mi café y ser un grano en el culo? XAVI BESALDUCH Soy el único que se ha dado cuenta que prefieren discutir sobre si uno es cayetano o no antes de hablar de su casi-comida-de- morros? O es que aún estoy un poco happy? Jejjjjeeeee… MARIONA PARÍS NO NOS ÍBAMOS A COMER NADA. IVÁN CUERVO Xavi, no hurgues en la herida… ARLET FONT ¿Qué herida? ¿Alguien se ha hecho daño? ERIC COLL ¿A quién tengo que curar? Soy como un botiquín, nenas. Tengo jeringuilla para todas. MARIONA PARÍS … ANDRÉS SABATÉ Onvres… ARLET FONT Eric… LUCÍA SALGADO Eric, ¿puedes dejar de decir gilipolleces por una vez en tu vida, por favor? Me pones enferma. ERIC COLL Lucía, no finjas. Todos sabemos que tú también quieres comerme los morros a mí. LUCÍA SALGADO … XAVI BESALDUCH Algunos nacen con el don de la gracia como aquí el menda y otros intentan copiarlo como el titi y no lo consiguen. Mundos distintos. IVÁN CUERVO El otro… MERCÈ MOLINER ¿Resumen, por fa? Estoy con los informes que GRACIAS A VOSOTROS voy a tener que hacer. :) ARLET FONT Algo de una herida y de que no hurguen. MARIONA PARÍS ¿Podemos cambiar de tema, por favor? ANDRÉS SABATÉ Sí. Mercè, trae pa’cá la mitad de los informes. MERCÈ MOLINER GRACIAS. Por fin un compañero de verdad, ya que nadie se digna a echarme una mano, COMPIS. ANDRÉS SABATÉ No, si es para pasárselos a Eric. BELTRÁN BENÍTEZ Sigo sin pillar lo de la herida… IVÁN CUERVO Sacad los parapetos… MARIONA PARÍS ‘¡¡¡¡¡¿¡¿¿¿¿’¿¡PERDONA???????1!”·?·!?·?”1!!!!! XAVI BESALDUCH ¿Alguien tiene un Ibuprofeno? Creo que me está empezando la fase de Resacón en Las Vegas… pero sin estar en Las Vegas, lo que es bastante peor. MARIONA PARÍS Benítez, has d’estar de puta conya. [7] BELTRÁN BENÍTEZ Pesadita la niña con el puto catalán... ERIC COLL Ha dicho que tienes que estar de puta coña BELTRÁN BENÍTEZ Gracias, Eric. MARIONA PARÍS No me puedo creer que seas tan hipócrita, tan caradura, tan canalla, tan mala persona, tan… tan… tan… TAN TODO. BELTRÁN BENÍTEZ Creo que necesito subtítulos. MERCÈ MOLINER Lo que necesitas es un poco de dignidad, Beltrán. MARIONA PARÍS Estoy de acuerdo. ARLET FONT …por qué no nos calmamos todos un poquito…? :’) Tanto estrés no es bueno, chicos… LUCÍA SALGADO Mercè, dame a mí el resto de informes. Me acaban de cancelar una reunión, para no perder la costumbre… MERCÈ MOLINER GRACIAS. Eric, ¿cómo vas con los otros tú? ERIC COLL ¿Con qué? IVÁN CUERVO … Voy bien. BELTRÁN BENÍTEZ Mariona, ¿puedes responderme al privado, por favor? MARIONA PARÍS Ignórame, Beltrán. MERCÈ MOLINER Neverending stooory… Turururuuuuuu… Aparto la mirada de la pantalla del ordenador y, aun ignorando los documentos en los que debería estar centrándome, analizo la situación. Durante todo el rato que hemos estado escribiéndonos, las miradas han volado de mesa a mesa y tiro porque me toca. Pero las palabras de Mariona y ese « Ignórame, Beltrán » final me han tocado la moral de una forma muy por encima de mis capacidades. Solo me llama por mi nombre cuando las cosas se ponen feas de verdad, así que con la vena del cuello pugnando por hincharse y el corazón palpitando a toda velocidad, me levanto de mi silla y me acerco a la suya. —¿A ti se puede saber qué cojones te pasa hoy? —le susurro al oído para que solamente se entere ella y, si eso, Arlet, que está a su lado, compartiendo escritorio ahora que por la tarde no tiene que atender al público en la recepción. —Tú. Tú me pasas. ¿No te has dado cuenta aún? Su mirada, aún cabreada, se encuentra con la mía desde, por lo menos, dos palmos por encima de ella. Y hace que mi enfado se difumine por completo por culpa de esa mirada verde, intensa, felina, que hace que mi pantalón me apriete más de la cuenta. Jodida Mariona, niña de nombre dulce y ojos pardos… —Señorita París, ¿podría acompañarme un segundo a la sala de reuniones? Nos ha surgido una reunión con Sauron y la Reina del Hielo. —Gracias a nuestras miradas conectadas sé que ese comentario le habría podido hacer gracia en otro momento. En el pasado mis comentarios le hacían bastante gracia, solo que admitirlo era una tarea algo ardua para ella. Pero ahora… Ahora todo es diferente. Y lo peor es que no llego a entender por qué. —Pues, con todo el dolor de mi corazón, tendré que rechazarte a [8] ti, a Sauron y a la Reina del Hielo. Ja ho sento, ja … Tengo una llamada. ¡Justo ahora! Qué casualidad… Se pone los auriculares y finge tener una llamada entrante. Un instante después, sin embargo, abre el chat privado conmigo. Le da a Control + V y me manda un enlace. Resignado, decido volver a mi sitio, pero no sin antes acariciar su nuca desnuda con mi pulgar. Se estremece. Y yo, ahora sí, dejando allí a la Mariona que me gusta, me voy con una sonrisa a mi sitio. Aunque todo esto me siga jodiendo sobremanera. Pero mi sonrisa desaparece en cuanto abro el enlace que me ha mandado y aparece una canción. Tonta Gilipó, de Ojete Calor, se ilumina en mi pantalla. Vídeo con letra incluida, por supuesto, para que capte bien el mensaje. «Me agobias con tus historias y un par de cosas te voy a decir. Dos puntos. Eres tonta y eres gilipó. Eres tan Holocausto, eres tan Guerra Civil. Eres tan Peste Negra. Eres tan Feria de Abril». Cuando me giro hacia ella por última vez, el chat continúa echando humo. Y, sin embargo, yo no veo nada más que a Mariona, que me dedica un corte de mangas al tiempo que me lanza un beso al ritmo de la canción. Una llamada, dice… Lo que está haciendo es escuchar la canción a todo volumen. No hay quien la entienda. Y ahí estoy yo. A pesar de todo, sonriendo por la catalufa que canta canciones horteras y me las dedica. Ah, y que, por algún motivo, desde hace algún tiempo me odia. Se me olvidaba. Perdón, corrijo: no hay quien nos entienda. ERIC COLL Pero ahora en serio… cuál era la herida? ?? L levo literalmente todo el día tirado en la cama de mi piso mirando al techo de gotelé. Hace media hora que he perdido la noción del tiempo, pero es que no puedo dejar de pensar en lo que sucedió ayer en la oficina. De hecho, me he cuestionado varias veces si realmente ocurrió lo que estoy recordando, y cada vez que lo hago, un jodido huracán de sentimientos me acecha. Pero hoy, sin duda, es el peor día que recuerdo en mucho tiempo, así que cuando empiezo a pensar que estoy volviéndome loco, decido llamar a Iván y preguntarle. —Ey, tío —oigo al otro lado del auricular. —¿No te cansas de ser perfecto? —pregunto. —¿Qué dices? —No has tardado ni un pitido en responderme. —¿Me estás llamando para ligar conmigo, tío? —No, te estoy llamando porque ya no sé qué sucedió ayer y qué no. No entiendo nada. —Ayer se os fue la pinza. —Me lo imagino alzando las cejas y con una sonrisa de obviedad en la cara, sabiendo el grado tan alto de certeza que tiene. —Ya, pero eso no es ninguna novedad. —No, tío, en serio. Se os fue más de lo normal —explica, cambiando el tono de voz—. No tengo ni idea de qué pasó en la cocina entre vosotros dos, pero hablé con Lucía y, por lo visto, Mariona se fue bastante tocada a casa. —¿Qué dices, Iván? —Ahora soy yo el que hace una mueca. Pero no de obviedad, sino de, más bien, todo lo contrario. —Tío, mira… No podéis seguir así. O habláis las cosas o cortáis la relación, pero esto le empieza a afectar. Que a veces la gente se haga la fuerte no significa que lo sea. —Pero ¿qué relación? Si no me deja acercarme a ella. Oigo cómo Iván el Perfecto resopla al otro lado del auricular y, unos segundos después, vuelve conmigo y dice: —Ese es el problema, tío. Que ni vosotros lo sabéis. —Pero si no me soporta, tío. —¿Es que no leíste el chat? —Claro que lo leí. —¿Y? —Me estoy comenzando a poner nervioso. Quiero respuestas y lo único que consigo son más preguntas. —Que no quiso hablar conmigo. No quiere aclarar las cosas. —Es que no va a haber nada que aclarar hasta que te disculpes. —¿Cómo me voy a disculpar si ni siquiera sé que he hecho? —Pues igual deberías empezar por ahí, ¿no? —¿Tú no sabes por qué está así? —¿Qué voy a saber? Si ninguno de los dos quisisteis que nos metiéramos. —Y la risa que suelta me reafirma lo cabezota que es ella, lo cabezota que soy yo y lo cabezotas que somos los dos cuando nos ponemos de acuerdo en algo. Cosa que pasa bien poco. —Hostia, porque lo que pasó aquella noche es algo entre Mariona y yo, no tenemos por qué airear por ahí nuestras movidas sexuales. Además, a ti sí te conté qué pasó. Que no entrara en detalles no significa que me dejara lo más importante. —Ya, Beltrán, tu versión. Y Mariona a Mercè y a Lucía les contó la suya —se le escapa. —Espera, ¿entonces sí sabes qué les dijo? ¿Cuál es su versión? —Tío, no… Ese no es mi tema. —Hostia, ¿no puedes saltarte el código de honor ni cinco minutos? Hace segundos me estabas diciendo que no sabías nada. —Me cago en la puta. Los amigos se lo saltan. Y aunque Iván es mi amigo, no tiene pinta de hacerlo. —Ni dos. —Gracias, tío, eres un colega —ironicé. —Sí, lo soy. De los dos. Y por eso no pienso irme de la lengua. —Tío, que solo quiero saber qué le pasa, por favor. —Ya la oíste ayer. Le pasas tú. La conversación con Iván me ayuda entre cero y nada, así que viajo de su contacto al de la perroflauta y me quedo cerca de media hora observando su foto de perfil. A ella, a su pelo casi negro, a sus ojos verdes, a su expresión de pocos amigos… Y no sé qué debo ni qué quiero hacer. Por un lado me saca de quicio, pero por el otro no puedo dejar de pensar en la noche que pasamos hace ya dos meses. Una noche después de la cual nada volvió a ser igual. Mariona bailaba al ritmo de Me Gusta la Vida, de Funambulista, en medio de la pista de baile. Y yo ni podía ni quería quitarle los ojos de encima. Movía la cadera de un modo que me hipnotizaba, que hacía que quisiera agarrarla a la altura de la cintura y pegarla a mí para no desprenderme de ella en toda la noche. Y, qué narices, lo hice. Me acerqué a ella y la chinché para que bailara conmigo. Al principio (antes de aquella noche) todo era distinto, muy distinto entre nosotros. Nos pasábamos el día riéndonos en la oficina y los piques eran distintos; más sanos, más amigables. Por eso no me extrañó que aceptara bailar conmigo. Y vaya si bailamos. Nos pegamos el uno al otro, nos cantamos gritando sin quitarnos las miradas de los labios y bailamos abrazados al son de la música ignorando al resto del mundo. No éramos nada y lo éramos todo en medio de aquella pista de baile abarrotada en la que, sin embargo, solo éramos dos. Y explotamos. Porque cuando llevábamos cinco canciones juntos y muchas copas encima, no pude más con el roce de su vestido contra mi camisa. Con su cadera contra la mía. Estaba a punto de estallar. Y se lo dije, porque quería que fuese consciente de lo que me estaba provocando y porque, si ella no quería dar un paso más, el único que nos faltaba por dar, necesitaba parar e ir a meterme una bolsa entera de hielo en los calzoncillos. Ante mis palabras ella respondió con la sonrisa que más loco me ha vuelto jamás. Una sonrisa que hizo que acabáramos enrollándonos en el baño de la discoteca, lejos del rumor de la gente. Que hizo que me arrancara la camisa, que me mordisqueara el cuello y que me diera un mejor acceso para recorrer sus hombros con la lengua hasta que no pudimos más. No fuimos mucho más allá porque ambos sabíamos que no era el momento ni el lugar, pero, cuando tras pedirle permiso, Mariona me dejó tocar aquellas partes suyas a las que jamás pensé que llegaría, nos lanzamos a explorar unos preliminares que me dejarían siempre con ganas de más. Porque nos tocamos, nos palpamos, nos acariciamos, nos recorrimos y nos exploramos el uno al otro con las yemas de los dedos y tan peligrosamente cerca que poco nos faltó para pedirnos a los nueve meses una baja por paternidad. Pero no sucedió. Y, a partir de ahí, mi noche se torna borrosa y nadie está dispuesto a decirme nada más, pues es algo que tenemos que arreglar entre ella y yo. Pero lo habíamos pasado bien, ¿no? Eso era lo que importaba esa noche. Da igual. Solo sé que, a partir del lunes siguiente, Mariona empezó a estar distinta. Y nuestros piques, nuestras actitudes y, sobre todo, las ganas que teníamos el uno del otro, empezaron a estarlo también. Por más que haya intentado acercarme a ella por activa y por pasiva. Pero ¿cómo cojones se arregla algo que no sabes por dónde ni cómo se ha roto? A unque todo el mundo parezca adorar los domingos, en realidad es el día más odioso del mundo entero. Que sí, que hay churros con chocolate, paseos tranquilos por el Parc Güell, vermuts en la terraza de debajo de casa o en el bar que hace esquina (ese que tiene las mejores bravas de toda Barcelona). Pero en realidad nadie los adora. Yo la primera que no lo hago. Yo los odio . Porque me paso el día agobiada pensando que, al día siguiente, el despertador volverá a sonar junto a un mensaje que me dirá « levanta, gandula, toca ir a trabajar » . Aunque lo peor no es ir a trabajar… Está bien, vamos a dejarnos de excusas. El problema real de los domingos es que en cuanto abro un ojo sé inmediatamente que la cuenta atrás para volver a ver a Beltrán Benítez se activa. Y eso de tener a Beltrán delante siempre me pone de mala leche. Incluso cuando los bucles del pelo me salen perfectos o la raya del ojo me queda más recta y afilada que nunca. Por eso en cuanto Andrés aparece con una bandeja con cuatro churros (o más bien churrazos, porque ese tamaño no es normal) grasientos y una taza humeante de chocolate caliente tras haber abierto la puerta sin siquiera preguntar antes, me río. Porque, si lo sé, digo que los domingos también me toca la lotería. A ver si así me toca… la lotería. Beltrán no. Beltrán no quiero que me toque ni con un palo. —Buenos días, reina de la casa —dice Andrés, que además de ser mi compañero de trabajo también es mi mejor amigo y compañero de piso junto a Mercè, que sigue roncando en la habitación de al lado. En serio, ¿cómo se puede roncar tan fuerte? ¿Es peligroso? ¿Se estará ahogando? ¿Debería llevarle un inhalador? —¿Qué hora es? —Me froto los ojos con un sueño que hacía mucho tiempo que no tenía. Pero es que dormir cuatro horas y treinta y cinco minutos, según mis cálculos nocturnos, no ayuda a que mis párpados se abran fácilmente. —Pues… cerca de las once. Pero no me he atrevido a despertarte antes. Ni a ti ni a la marmota gritona que ha sustituido a mi otra compañera de piso. Con mi cara matutina de pocos amigos le lanzo una mirada llena de mensajes a Andrés que no tarda en interpretar. Sin embargo, también capta algo que no quería decirle. Que no quería que supiera. A veces, compartir piso con tu mejor amigo después de unos días de mierda es lo peor y lo mejor que te puede pasar a la vez. Porque sé que va a sacarme todo lo que llevo dentro, pero también que no quiero hablar de ello. Que no quiero hablar de él. —¿Vas a contarme ya qué pasó entre vosotros en la cocina el otro día o piensas seguir diciendo que es un imbécil todo lo que queda de fin de semana? Porque, si es la segunda opción, cariño, ya lo sé. —¿Y tú vas a dejar que desayune antes de acribillarme a preguntas? —Mariona… Llevas dos días sin salir de la habitación más que para ir al baño y comer cuando voy yo. —Empiezo a mojar un churro en el chocolate caliente, que ya está empezando a cuajar, tal y como a mí me gusta. Aunque debo reconocer que también lo hago para no tener que hablar con Andrés. Cosa que le da igual. Él sigue —: Ayer solo saliste mientras yo me duchaba y Mercè estaba haciendo la compra. Y te recuerdo que somos tus amigos. Los más guapos del mundo, todo sea dicho. —Le miro con una ceja alzada. O con lo que yo creo que es una ceja alzada. ¿Sé hacerlo? »Puedes contarnos qué pasó y qué tiene que ver con la noche de marras. Y ya de paso nos terminas de contar qué ocurrió esa noche y así atamos cabos y sabemos qué decirle a Beltrán cuando le colguemos de los cataplines. —Primero: muy ricos los churros con chocolate. ¿Son del puesto de Paquito? —Andrés asiente y yo me siento orgullosa de mí misma y de mi capacidad de adivinar cosas. Para eso siempre he sido buena. Aunque a veces esa misma capacidad me juegue malas pasadas. »Segundo: si no he salido de la habitación es porque el nivel de trabajo que hay en la oficina puede conmigo y con mis fuerzas de socializar. —Andrés no se ha creído ni una palabra de esa segunda cosa que le he dicho. Pero no me importa. Yo con mi verdad hasta la muerte. »Y tercero: el otro día no pasó absolutamente nada en la cocina. Yo no quería prepararle el café. Arlet me insistió en que se lo hiciera. Y luego él apareció en la cocina como una cucaracha.
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