Se fue el agua por Lorentzo Ecra La República de Guatemala, por medio de sus instituciones, su infraestructura y su idiosincrasia, otorga cada día de nuevo —y en los momentos y lugares menos esperados— lecciones celebérrimas de filosofía. El Guatemalteco, desde su infancia, es educado a abarcar el estoicismo, o incluso, el epicureísmo. Mientras los deplorables pobladores de otras naciones perdieron la vara para mensurar la importancia de los acontecidos, la República de Guatemala recuerda a sus hijos cada día, qué es importante y qué no. Que a otros les dé un ataque de pánico y que somaten la mesa con los puños en un berrinche, por la gran injuria de que el barista del templo cafetero albo-cetrino escribió mal su nombre en el vaso. Al Guatemalteco no. ¿Quién se va a enfadar por una necedad tan efímera como un nombre mal deletreado, si en la misma mañana su corazón se rebosaba de alegría por el simple hecho de que regresó el agua y se pudo bañar? De esta índole son las lecciones que imparte Guatemala a sus ciudadanos: las cosas que estimamos graves, importantes, necesarias e indispensables, muchas veces no lo son. He aquí el epicureísmo: todas aquellas cosas que tanto valoramos no son nada más que adiáforas. Es bello tenerlas, pero si nos faltan, tampoco moriremos. El guatemalteco ha aprendido y comprendido que la gran mayoría de las cosas caen en esta categoría de adiáforas. ¿Agua entubada? Adiáfora. ¿Luz eléctrica? Adiáfora. ¿Calles sin baches? Adiáfora. Epicuro nos alecciona que para vivir en eudemonía —es decir, vivir contentos y felices— tenemos que llegar a la ataraxia. La ataraxia es el estado de imperturbabilidad mental y emocional. Que no nos alteremos por nimiedades, que no nos enfademos por cosas insignificantes, que reconozcamos que la mayor parte de los asuntos son adiáforas. ¿No hay agua? La pila está llena. ¿Se fue la luz? Ya va a regresar. ¿No pasan las camionetas? A volar pata, pues. El guatemalteco, por los cortes de agua, por las fallas eléctricas, por todas aquellas lecciones que la República derrama sobre él todos los días, ha alcanzado un nivel incomparable de ataraxia. De aquí nace la felicidad. El que ha comprendido que todos los lujos de nuestros tiempos son dispensables, logra alegrarse por los pequeños detalles cotidianos. Me salió un huevo de doble yema, ¡qué suerte! Regresó la luz antes de que se terminara el partido, ¡qué alegre! Había agua y me pude bañar antes de salir al trabajo, ¡dichoso yo! Las clases filosóficas que el guatemalteco —admito: no siempre con consentimiento— recibe cada día, no son clases de humildad; son clases de criterio. Cada una de esas lecciones afila el criterio del discípulo, lo acerca a la ataraxia, a la eudemonía. Este criterio fraguado le permite alegrarse por los pequeños detalles y tomar con ecuanimidad cualquier vejamen. Ay de aquellos quienes por un albur nacieron en un país nórdico entre ríos de leche y miel; quienes por este mismo albur pernicioso nunca pudieron gozar de la escuela filosófica guatemalteco- epicúrea. O nunca tuvieron criterio, o perdieron la vara para medir en el transcurso de sus cómodas vidas. Nunca podrán ni comenzar a comprender la ecuanimidad del guatemalteco; mucho menos, alcanzarla. Pobre aquél que se entristece, se enfada, se deprime porque no hay el nuevo teléfono móvil en su color favorito. Pobre aquél que nunca ha degustado la felicidad de que el alcantarillado — burlando cualquier expectativa y experiencia— sí funcionó y desaguó las calles, de tal forma que se logró llegar al trabajo sin empaparse hasta las rodillas. Para llegar a la felicidad, estas almas desdichadas primero deben volverse guatemaltecos. El lema oficial de la República de Guatemala es “Libre Crezca Fecunda”. Pido perdón por osar proponer nuevo lema que en mi ingenua opinión destila mucho mejor el tema central de la nación, el núcleo más íntimo del ser guatemalteco. Propongo, pues, como nuevo lema: “Ni modo...” Permítanme manifestar mis móviles para esta propuesta tan profana. Por un lado, Guatemala sería el único país cuyo lema termina en puntos suspensivos; esto no es nada grandioso, pero alegrémonos y enorgullezcámonos de los pequeños detalles. Mucho más pesa mi segundo argumento: Esta frase, estas dos palabras seguidas de puntos suspensivos, son expresión concisa de la nobilísima filosofía guatemalteca. ¿No hay agua? Ni modo... ¿Se fue la luz? Ni modo... ¿Otra vez se inundó toda la colonia? Ni modo... No nos dejemos engañar. Este mote no es expresión de fatalismo o de rendición ante los agravios. Esta expresión vocaliza el discernimiento y la comprensión. Si no hay agua, el guatemalteco con mente aguda discierne la situación, la comprende y la afirma. La reconoce como un hecho. No hay necesidad de enfadarse, perder la calma o incluso la cabeza. Con el alma sosegada y la mente tranquila, el guatemalteco enfrenta la situación, a sabiendas de que aún tiene un as en la manga que siempre lo sacará de apuros. Ese naipe ganador es la chispa. Las lecciones frecuentes que recibe el guatemalteco no solo lo han vuelto imperturbable, asimismo lo han vuelto chispudo. En cada guatemalteco yace una chispa durmiente. En situaciones contrarias, algunos se entregan a la ira, otros se ahogan en el fatalismo, mas el guatemalteco no. Él enfrenta —embiste— los obstáculos con la ayuda de esa chispa. Frente a las vejaciones, la chispa despierta y se convierte en una tormenta ígnea. Esa tormenta, si bien violenta, no es destructora, todo lo contrario, es creadora, ingeniosa, fértil en recursos. Coadyuvado por la chispa hecha tormenta, el guatemalteco convierte el “ni modo...” en un “sí hay modo”. Encuentra soluciones, maneras y caminos donde otros abandonan cualquier esperanza. Hemos aquí otro aspecto de suma importancia: el chapuz. Este concepto, que en otros países sufre de una connotación negativa, en Guatemala ha sido elevado a nivel de arte. Un chapuz no es un trabajo mal hecho, una tarea realizada sin diligencia; al contrario, es la solución ingeniosa encontrada en el tiempo disponible, llevada a cabo con las herramientas e insumos presentes. Otros individuos, que no hayan tenido la dicha de pasar por la escuela filosófica de Guatemala, nunca serán capaces de ni siquiera vislumbrar esas soluciones, esos chapuces. Carecen de la chispa intrínseca que habita en los guatemaltecos. Mi epítome es claro: Aquellos retos que la República arroja cada día a sus hijos —y que otros comprenderían como ajamientos— les otorgan dos grandiosos obsequios: el criterio y la chispa. El criterio brinda la capacidad de reconocer adiáforas como tales, no dar nada por sentado, aceptar el más diminuto detalle con agradeciminento y alegría. De este criterio nace la ataraxia, la imperturbabilidad, y de ella, la eudemonía. La chispa, por su lado, nunca le fallará al guatemalteco y le permitirá encontrar soluciones donde no aparenta haber ninguna. No nos quejemos de los cortes reiterados de agua, los baches longevos en las calles, la red eléctrica caprichosa, los hundimientos abismales en las carreteras, los tragantes obturados, las colas serpenteantes frente a las oficinas. Reconozcamos todo eso como lo que es: una educación filosófica pública y gratuita que nos encamina hacia la felicidad. ¡Agradezcamos los cortes de agua! ¡Enorgullezcámonos de los baches! ¡Coronemos nuestras sienes con las hojas de laurel que atascan el alcantarillado disfuncional!