efeveintepuntocero De los sentimientos humanos, acaso no exista uno menos poético que el odio. Sin la belleza delicada de la tristeza ni el ímpetu creador de la alegría, el odio es como un torrente inmundo que va destruyendo todo a su paso: no existe en él la posibilidad del arte. De allí que la llamada alta cultura se haya esforzado casi conscientemente por ignorarlo. ¿Qué gran obra maestra existe que haya sido inspirada por la mera exaltación del odio? Ninguna, me atrevo a asegurar. El odio y el arte son, por definición, tan incompatibles, que no hay quien pueda aspirar a combinar en un mismo altar ambas pasiones. De lo expuesto se desprenderá que el escrito que tiene usted entre manos no lleva consigo pretensiones estéticas. Como manifiesto del odio, es bilis informe derramándose sobre las páginas, y nada más. El odio, cuando es puro, prescinde incluso de la coherencia; lleva las palabras al límite y las destruye. ¿Qué odio yo? No dudo de que, en un inicio, mi odio tuviera un objeto definido con cierta claridad. Un ojo cubierto por una delgada y asquerosa película gris, para ser exacto. Un ojo que —al menos así lo creía entonces— me vigilaba y transmitía todos mis movimientos a un satélite en el cielo. Pero el ojo ha perdido su importancia, precisamente porque ahora no importa nada más que él. Sus límites se han extendido hasta abarcar el universo entero. Yo mismo, a veces, soy parte del Ojo ; a veces, solo a veces. El resto del tiempo, consigo escapar 1 de su influjo. El Ojo ha existido siempre, reconocido y nombrado de muy distintas maneras. Existe un texto de Maupassant, que la muchedumbre de imbéciles ha asumido erróneamente como ficción, donde se describe a detalle la personificación (una de las tantas personificaciones) del Ojo. En una novelita de Conrad, un personaje descubre el horror fundamental del Ojo presente en las relaciones humanas. Toda cultura, todo pueblo, en fin, han desarrollado su propia versión del Ojo, sin sospechar, quizá, la amargura de esta verdad fundamental: el Ojo es el infierno y el infierno está en nosotros. Desvarío. Advertí desde un inicio que lo haría. Advertiré ahora que esto es solo el comienzo. Me imagino, amable lector, el rostro de perplejidad que tendrá usted al leer lo que escribo. Si es un batablanca, quizá se apresure a asignarme uno de esos curiosos códigos que a usted tanto le gustan (efeveintepuntocero). Aguarde, no se apresure, atienda a mi explicación. Lo peor que puede pasarle es que logre convencerlo; lo segundo peor, que 1 Con mayúscula inicial en el original (N. del E.). 1 emerja de las páginas con mi bacinica en la mano y le lance a la cara su contenido (simbólicamente, se entiende). ¿Quién poseía el ojo primigenio? Un batablanca, sin duda, pero un batablanca de segundo orden, de esos que no saben de códigos, de efeveintepuntoceros. —Ahí viene, ahí viene. —Te va a pegar, George, tienes que defenderte. —¡Lucha, lucha! No seas cobarde. ¡Lucha, lucha! Y se oye un coro de voces que entonan canciones salvajes en un idioma inexistente, como animales furiosos o agonizantes. Pero, amigos míos, yo siempre he sido muy tonto, no seguí su consejo, y ¡pum! ¡plaf! ¡plof! el batablanca de segundo orden me da golpes en el estómago, ¡pum! ¡plaf! ¡plof! me clava su mirada turbia, su Ojo Maligno que registra cada uno de mis movimientos. Se abre mi piel como una boca sangrante y siento miedo de que mis intestinos se desparramen por el suelo y el chinocholo ratita de la cama vecina se deslice corriendo y me los robe y luego ya no haya manera de saber si los que recupere (si los recupero) serán efectivamente los mismos que perdí. Al parecer exageré un poco, solo un poco, cuando tuve que presentar mi acusación contra el agresor. El hecho de no tener el vientre abierto y los intestinos colgando no ayudó demasiado a mi testimonio. He de hacer notar que por entonces me encontraba mal , verdaderamente mal, por efecto de las drogas con que los batablancas alteraban mi mente. Es un sistema perverso. Le embotan a uno el organismo de sustancias que le hacen actuar como un idiota, y luego atribuyen a esta idiotez la necesidad de continuar con los fármacos (y hasta de subir la dosis). Ojalá todos los batablancas —de primer y de segundo orden— se murieran ahogados por su propia respiración descontrolada. En un sueño frecuente, observo cómo sus cabezas estallan en hermosa sucesión; como fuegos artificiales, sus sesos saltan por todos lados, y nosotros —los nuevos hombres libres— nos abalanzamos sobre ellos y los devoramos celebrando el fin de una época. Cuando despierto, sin embargo, comprendo mejor el símbolo: al devorar sus sesos, asimilamos otra vez su viejo sistema. El Ojo es omnipresente, omnipotente, indestructible. Nadie puede escapar de él. 2 No sé si lo habrá advertido el lector pero lo cierto es que no soy completamente iletrado. Durante mi juventud, exploré la epidermis del Ojo (la córnea, sería más exacto decir) en doctas e inútiles lecturas. Renegué de la religión de mis padres, violé una docena de vírgenes y vomité en los pechos de una matrona; en fin, lo usual en la vida de los jóvenes. Al llegar a los veinte años, comencé a sentir los primeros indicios —confusos, incomunicables— de la presencia del Ojo. Pero no fue sino hasta tener frente a mí el ojo horrendo, gris y escamoso del batablanca que me golpeaba, que comprendí el horror en que estaba inmerso. Poco tiempo después, empecé a descubrir copias del ojo primigenio en todo lugar a donde iba. Primero fueron las tablas de mi cama. Si bien me había fijado antes en las manchas oscuras de la madera, descubrí ahora, aterrorizado, que estas tenían la forma exacta de un ojo. Alertada por este hallazgo, mi mirada atenta fue descubriendo ojos en vigas, paredes, mesas y hasta en los alimentos que nos servían. (Aún me estremezco al pensar en un ojo espía dentro de mi propio cuerpo). Evidentemente, alguien me estaba observando. Porque, ¿qué interés podría tener nadie por espiar a esos seres miserables con los que convivo? Verdaderos enfermos, no piensan, no sienten, y yo no sé muy bien por qué los dejan seguir viviendo. Sin duda, si a alguien habían de espiar era a mí, más aún ahora que me acercaba a descubrir el Gran Misterio detrás de las cosas. —¡Lo van a matar! ¡Lo van a matar! Te digo, se van a comer sus sesos, sus riñones y sus testículos. —Con sus huesos fabricarán la sal que sirven en las comidas. —¡Se va a morir, ja, ja, ja! ¡Se va a morir! Qué vida miserable. Qué absurda y ridícula vida. Durante varias semanas, evité cualquier movimiento que delatara mi crecimiento espiritual. Me negaba a moverme. No quería tampoco probar esa comida llena de ojos fisgones. Los batablancas me amarraban, los miserables. Se esforzaban por no dejarme morir, quién sabe con qué propósitos. Sentía ganas de llorar, de gritar, de dormirme y no volver a despertar; no podía creer que me estuviera pasando eso, que me estuvieran haciendo daño sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. Mientras más me torturaban, más ojos descubría. Llegué a la conclusión de que, si bien había ojos observándome desde el inicio, se estaban implementando más para tenerme mejor vigilado. Cuando alguien se me acercaba, intentaba 3 arañarlo, morderlo, patearlo, cualquier cosa con la que pudiera expresar mi odio contra los que me hacían daño. El odio llegó a dominar mi vida, se convirtió en la única emoción que era capaz de experimentar. No sé bien cómo describir lo que sucedió después. He de hacer recordar al lector el estado de idiotez en que me tenían las drogas del control de pensamiento. Mis recuerdos de esos días, en consecuencia, son fragmentados, viciados desde el inicio. Sucedió que un día —no sé exactamente cómo— adopté una nueva actitud hacia mi situación. Quizá el término más adecuado para describir esta nueva actitud sea el de «doblepensar»: saber que no se puede escapar del Ojo, que uno mismo forma parte de él, y, sin embargo, rebelarse contra esta verdad. Les sigo el juego a los batablancas, hago lo que me piden, me porto bien para los ojos observadores. Gracias a eso, me han reducido la dosis de las drogas, ya no me han vuelto a amarrar. Cualquiera diría que me he convertido en un ser sumiso, pero dejo constancia aquí de que esto no es así. Si tuviera la oportunidad, yo mismo extraería a golpes los sesos de esos miserables, orinaría sobre sus restos, se los daría como alimento a los puercos. El gran Ojo del mundo tendría un gran espectáculo, ¿verdad que sí? 4